Madres e hijas en la historia. María Pilar Queralt del Hierro

Madres e hijas en la historia - María Pilar Queralt del Hierro


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ganarse las simpatías de la plebe dando cobijo a los hijos de Germánico en casa de Antonia, hija de Augusto y abuela paterna de los cuatro huérfanos. Con ello respetaba la memoria del que había sido su hijo adoptivo y, además, realizaba una rentable operación de imagen de cara al pueblo de Roma.

      Lo cierto es que, para entonces, Agripina no era una niña inocente y desvalida. El ejemplo de lo acontecido a su madre le hablaba del mal resultado del empleo de la dignidad o la elocuencia como método de conquista del poder. Decidida a salir de su precaria situación, optó por seguir el camino de su abuela Julia (no en vano llevaba su nombre como primer patronímico) y utilizar el lenguaje que mejor se conocía en la familia imperial: el de la seducción.

      Agripina era una joven realmente bella. En el busto que se conserva en el Museo de Historia de la Ciudad de Barcelona o en el del Lateranense de Roma aparece como una mujer ligeramente oronda pero muy al gusto de la época, de cara redonda y facciones correctas entre las que destacan unos sensuales labios y un mentón adelantado que dice mucho de su capacidad de decisión.

      Experiencia, desde luego, no le faltaba. Roma se iba en lenguas sobre la peculiar relación que mantenían entre si los huérfanos de Germánico. Agripina había tomado, pues, las primeras lecciones en casa y Tiberio tuvo que afrontar la desagradable noticia de que sus tiernos y aparentemente inofensivos sobrinos mantenían una relación incestuosa en la que Cayo, apodado Calígula, alternaba sus favores a sus tres hermanas. Una delicada situación que no podía más que empeorar la ya deteriorada imagen de la imperial familia.

      Lo mejor, debió pensar Tiberio, era sosegar las inquietudes de los cuatro jóvenes procurándoles las correspondientes parejas que dignificaran sus ardores con el lazo del matrimonio. En el reparto, a Julia Agripina le tocó en suerte Gneo Domicio Enobardo, un hombre bastante mayor que ella, atractivo pero colérico, codicioso y con la suficiente dosis de depravación como para aceptar en matrimonio a una joven de moral tan dudosa. Pertenecía a una familia de elevada alcurnia y gran fortuna y, posiblemente para no manchar el buen nombre de sus antepasados con la distraída moral de su esposa, se separó de ella a los pocos meses de la boda.

      Un suceso inesperado le obligó a rectificar. A la muerte de Tiberio en el 37 d.C., Calígula fue investido Emperador. La ambición de Enobardo le aconsejó regresar al lecho conyugal y de la reconciliación nació, en el año 37, un hijo, Lucio Domicio Enobardo, que pasaría a la historia como Nerón. Parece ser que nadie se hizo demasiadas ilusiones sobre las cualidades que adornarían al muchacho. Suetonio escribió que su padre, al conocer la noticia del embarazo, aseguró:

      —De Agripina y de mí solo puede nacer un monstruo.

      Agripina, sin embargo, se sentía feliz. En su desenfrenada ambición de poder, heredada de su madre, sabía que solo había un camino para alcanzar el trono imperial: un hijo varón. Los muchos hombres que pasaron por su vida fueron meras anécdotas. Un hijo, eso precisamente era lo que más deseaba, un hijo varón al frente del gobierno de Roma. Conseguiría así aquello que su madre no logró alcanzar. Sería la madre del Emperador y, como tal, recibiría reconocimiento público de su rango. De ejercitar el poder ya se encargaría ella.

      Era, sin duda, mejor solución que la que había escogido su madre. A fin de cuentas, un marido podía repudiarla o simplemente sustituirla por una amante. Un hijo, no. Ella le educaría en su respeto, en su adoración, se haría imprescindible para él y el Emperador la necesitaría siempre a su lado. Para él siempre sería su madre y, si en algún momento, lo olvidaba, le sobraban recursos para recordárselo. Tanto era su afán de concebir un hijo varón que, encinta de ocho meses, consultó a un astrólogo. Este la tranquilizó:

      —Sí, señora, darás a luz un varón. Un niño que llegará a ser Emperador pero —la cara del mago se ensombreció—, cuando conquiste el poder, te asesinará.

      Agripina fue rotunda:

      —Poco me importa si antes, aunque sea por un solo día, gozo de los atributos imperiales ¡Qué me mate, pero que sea Emperador!

      Precisamente, en aquellos momentos la ambición de Agripina resultaba chocante. Calígula, al ser nombrado Emperador, había cubierto de honores a sus hermanas y, aunque la más favorecida era Drusila, Agripina no se quedaba atrás. Cierto que ella no gozaba del apasionado amor del Emperador pero no era eso lo que envidiaba a su hermana, sino la posibilidad de ésta de ser nombrada Emperatriz. Calígula estaba apasionadamente enamorado de Drusila. En su delirio lo mismo se mostraba devoto seguidor de cultos orientales que nombraba cónsul a su caballo o se manifestaba incapaz de mezclar lo que calificaba de su divina sangre con alguien que no perteneciera a la familia.

      Convenció pues al Senado para autorizar el matrimonio con su hermana, a imagen y semejanza de la tradición seguida por los antiguos faraones pero, antes de que tal disparate se llevase a cabo, Drusila murió (38 d.C.). La desesperación de Calígula no tuvo igual. Y encontró un remedio insólito a su desconsuelo: perpetuar la memoria de su hermana-amante en un culto religioso dedicado a ella.

      La situación era tan delirante que Agripina se frotaba las manos. Era evidente que la política imperial se había convertido en un absoluto dislate, por tanto podía estar cercano el momento de alzarse con el poder. Entretanto, tomó a su cargo la misión de consolar al viudo “oficial” de la difunta: su marido Emilio Lépido. En su compañía y en la de sus hermanos Calígula y Livina partieron hacia las Galias, en misión oficial, pero el viaje acabó con un turbio proceso contra el viudo y su amante, acusados ambos de alta traición. El castigo fue macabro y teatral a un tiempo, Lépido fue ajusticiado y Agripina condenada al destierro en las islas Pónticas en compañía del cadáver de su amante-cuñado.

      El periodo de ostracismo fue breve para satisfacción de Agripina. Calígula fue asesinado, y le sucedió su tío Claudio, un cincuentón aparentemente simple pero mucho más sensato e inteligente de lo que suponía su entorno. Un hombre, en fin, prudente, pero que cometió el error de posibilitar el regreso de Agripina a Roma.

      Allí se instaló la hija de Germánico disfrutando de las recobradas posesiones que, tras el proceso, Calígula le había arrebatado. Gozaba, además, de la libertad que le concedía su situación de viuda puesto que Enobardo había fallecido de hidropesía en su residencia de Pirgues donde se ocultaba de las iras de Calígula. Rica, joven y libre, Agripina cobró nuevos bríos. Tanto que despertó las sospechas de Mesalina, esposa de Claudio, buena conocedora de las artes de sus sobrinas, en las que ella era igualmente una experta.

      Agripina, prudentemente, se retiró —sus esperanzas estaban depositadas en su hijo y éste solo era un niño— dispuesta a esperar de nuevo su ocasión. Entretanto, decidió sanear su economía y contrajo matrimonio —tras un intento frustrado de seducir al inconquistable Galba— con Cayo Salustio Crispo Pasieno, un hombre que, gracias a la cuantiosa herencia recibida del historiador Salustio, era extraordinariamente rico. Su hermana Livila no fue tan inteligente, se empeñó en enfrentarse a Mesalina y fue desterrada en compañía de su amante, el cordobés Séneca. Poco después, puesto que aún en el destierro no cesaba de intrigar, recibió la visita de unos asesinos a sueldo enviados por Mesalina que se encargaron de aquietarla para siempre.

      La caída en desgracia de Mesalina el 48 d.C. reabrió para Agripina las puertas de palacio. De nuevo viuda y dueña de una inmensa fortuna podía haber vivido tranquilamente un destierro dorado, pero la ambición la cegaba y, sin pensárselo, se lanzó a la conquista del poder. Se hizo amante de Antonio Palas, un liberto que disfrutaba de la confianza del Emperador, y una vez en el círculo de Claudio, aprovechó su condición de sobrina para, en palabras del historiador Suetonio, aprovechar “las mil y una ocasiones que tenía para abrazarlo y seducirlo”.

      Fue un juego de niños. Claudio, el honrado, sensato y sensible Claudio, se rindió sin ambages y, a sus sesenta años, cayó en las redes de su ambiciosa sobrina. Agripina consiguió de él que convenciera al Senado para que derogara la ley que condenaba el matrimonio entre parientes próximos y, a comienzos, del año 49, Agripina contrajo matrimonio con su tío. Ya podía, pues, ostentar de pleno derecho el título de Augusta. Había llegado al poder aún antes de lo previsto. Su hijo, pues, ya solo serviría para prolongar su estancia en él. Había conseguido lo que nunca consiguió su madre. Tenía el


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