Del colapso tonal al arte sonoro. Javier María López Rodríguez
de su Novena sinfonía (1824). En ciclos como Canciones de un caminante (1885) o El cuerno mágico del niño, compuesto entre 1884 y 1893, las imágenes e ideas literarias juegan un importante papel en el desarrollo de la imaginería musical. Esta imbricación de lo literario y de lo musical, enraizada de alguna manera en el ideal romántico, se conduce sin embargo por el particular universo sonoro mahleriano, donde un pesar irónico y amargo subyace en el tratamiento que hace de los temas musicales utilizados.
Mahler compuso diez sinfonías, dejando la última de ellas inacabada, a las que se suele sumar su ciclo sinfónico conocido como La canción de la tierra. Característica de muchas de sus páginas de este género es la amplia plantilla instrumental para la que están escritas, algo que por otra parte lo conecta con mucha de la música de las postrimerías del siglo XIX. Sin embargo, Mahler recoge estas enormes fuerzas orquestales legadas por sus predecesores románticos no para conseguir algo multitudinario, sino que las concibe como una especie de almacén instrumental para llevar a cabo combinaciones más pequeñas, como de cámara, donde desplegar sutiles contrapuntos y transformaciones tímbricas. De esta forma, Mahler no construye efectos abrumadores, sino un concierto entre complejidad y simplicidad, donde coherentemente se integran marchas, temas populares o incluso instrumentos no orquestales como la mandolina y la guitarra, como ocurre en la «Serenata» de su Séptima sinfonía (1905), materiales que sufren una especie de extrañamiento en su proceso de transformación. Resulta curioso que esta radical manera de proceder, donde se yuxtapone la espiritualidad más sublime a lo banal y cercano, resultase confusa para muchos de sus coetáneos.
Más al norte, el muniqués Richard Strauss (1864-1951) habitualmente es presentado en binomio con Mahler por sus trayectorias paralelas como reconocidos directores y compositores con altas capacidades orquestadoras, si bien en este segundo aspecto conseguirá un mayor predicamento social que el vienés, especialmente en su extensión de las fuerzas musicales heredadas del Romanticismo ligado a las figuras de Wagner y Liszt, esto es, el poema sinfónico y la ópera que caracterizarán su producción. Los primeros, rebautizados por el autor como «poemas tonales», tales como Muerte y transfiguración (1889) o Una vida de héroe (1898), lejos de las dudas y pesimismos mahlerianos, adoptan un vitalismo y optimismo culminado en muchas ocasiones por finales apoteósicos cuyo signo es la consumación y la glorificación. En la música de Strauss, se dan ciertos rasgos que pueden considerarse piedras angulares para el desarrollo de mucha música del siglo XX, como en el caso de las figuras melódicas basadas en rápidas alternancias y combinaciones móviles. En lo que se refiere a lo orquestal y armónico, las texturas se vuelven especialmente complejas, con grandes variaciones y un alto cromatismo. De esta manera, tanto en poemas tonales tales que Así habló Zaratustra (1896) como en sus óperas Salomé (1905) o Elektra (1908), se percibe la tensión de mucha música de la época en cuanto al uso del sistema tonal. Este había sido el soporte sobre el que se había cimentado la música occidental desde aproximadamente mediados del siglo XVIII. Esta manera de componer consistía en privilegiar un tono (do mayor, re menor, etc.) por encima de otros que orbitaban a su alrededor. La consecuencia principal era que el oyente tenía una clara referencia acerca de hacia dónde orientar su escucha dentro de lo que se denomina armonía, o arte de combinar las notas que suenan simultáneamente. Así, Strauss es un claro ejemplo de un proceso que había comenzado decenios antes, quedando invadida, por intensificación del propio sistema tonal, de sonidos ajenos al principal, y dando lugar a lo que se conoce como intenso cromatismo, típico de la obra del alemán en estos momentos. Por otra parte, la disonancia, y otros medios así utilizados por el autor, se sitúa al servicio de una exploración de las obsesiones y perversiones de la psique humana, especialmente en Salomé, basada en la obra homónima del dramaturgo y escritor Oscar Wilde. No en vano, estamos en la época en la que comienzan a ser reconocidos los trabajos del padre del psicoanálisis, Sigmund Freud.
Volvamos precisamente a la Viena de Freud, del arquitecto Gropius, del pintor Kokoschka, del filósofo Wittgenstein y, por supuesto, de Arnold Schoenberg, cuya música se halla plenamente en el contexto posromántico de Mahler o Strauss, culminando un periodo personal con la fusión de la herencia de Brahms y de lo wagneriano. Su escritura se basa ya en este periodo en el uso de una característica variación constantemente desarrollada, como en el caso de su Cuarteto de cuerda n.º 1 (1905) o la Sinfonía de Cámara (1907), constituida en un movimiento único e ininterrumpido, ambas coetáneas a Elektra y Salomé de Strauss. A partir de aquí, el estilo de Schoenberg caminará hacia la atonalidad, en un proceso de acelerada experimentación, pasando a lo que en años posteriores el compositor denominará «la emancipación de la disonancia», esto es, la utilización con naturalidad de notas extrañas y lejanas al centro tonal, que en último término suponían para el propio Schoenberg «las más distantes consonancias». De esta forma, solamente en 1909 compone El libro de los jardines colgantes, Erwartung (La espera) o la tercera de las composiciones para piano de su Op. 11, la primera obra sin armadura de clave, esto es, sin ninguna indicación al principio de la partitura de qué notas alteradas forman el tono de la obra. Cualquier apelación a un tema melódico aparece sustituida por una suerte de correspondencias basadas en una célula o grupo de sonidos ordenado en torno a determinados intervalos de altura, es decir, distancias entre distintas notas que terminan por convertirse en factores seminales y, a su vez, estructurales. Por ejemplo, en «Nacht» («La noche»), de su Pierrot Lunaire (1912), la célula que da coherencia a todo el pasaje se compone de tres notas con saltos de terceras. «Con una obra de arte pasa lo mismo que lo que con cualquier organismo perfecto. Es tan homogéneo en su constitución que revela en cada detalle su esencia más verdadera e íntima», afirmó el propio autor. Esta idea tendrá fuertes implicaciones para el futuro desarrollo de la música.
Schoenberg había iniciado así su periplo por la atonalidad, o por la «pantonalidad», como él prefería denominarla, en su anhelo por trascender más allá de una simple tonalidad. Pero no se trataba puramente de una cuestión de producción musical. En la más pura tradición decimonónica, Schoenberg fue también un prolífico escritor, recuérdese el ya mencionado Tratado de armonía, dedicado a la memoria del «santo Mahler», así como docente de diversos alumnos, entre ellos importantes compositores como el alemán Hanns Eisler o el español Robert Gerhard. Pero la relación que estableció con los también vieneses Anton Webern (1883-1945) y Alban Berg (1885-1935) fue más allá de la simple relación alumno-profesor, creándose un núcleo generador de ideas de especial trascendencia para el devenir de la música. Su estrecha asociación llegó a denominarse como Segunda Escuela de Viena, para distinguirla de una más bien historiográfica primera escuela formada por Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert.
Una de las características de este fértil núcleo durante estos años previos al inicio de la Primera Guerra Mundial fue la tendencia hacia la miniaturización de la producción compositiva tanto en cuestión de dimensiones, caso del cuarto movimiento de las Cinco piezas orquestales, op. 10 (1913) de Webern, articulado únicamente en seis compases, como en el uso de los recursos instrumentales. Esta música de tipo aforístico, pero donde a la par brota una enorme riqueza de elementos sonoros fragmentados, desemboca en una saturación de recursos, donde cada instrumento desarrolla abundantes detalles de técnica y color, como el trémolo, el uso de la sordina, diferentes tipos de articulaciones y de dinámicas. Algunos de sus paradigmas son las Seis bagatelas para cuarteto de cuerda, op. 16 (1913) de Webern, o las Cinco piezas orquestales, op. 16 (1909) de Schoenberg. Esta última ofrece en su tercer movimiento una disposición que el autor denominó Klangfarbenmelodie, melodía de colores o melodía de timbres, donde las notas del acorde permanecen casi inalterables, cambiando sólo los instrumentos que las interpretan, haciendo que la música no se mueva por elementos interválicos o melódicos, sino por el cambio de color que se produce al variar sucesivamente la instrumentación del acorde.
Tales medios hacen emerger en el discurso musical una expresividad muy particular de la segunda escuela vienesa de este instante, poniéndola en relación con el movimiento plástico expresionista coetáneo en un análogo recorrido de quiebre con la herencia de las normas artísticas heredadas y en la búsqueda de una expresión subjetiva y exploradora del interior del individuo. Es célebre el intercambio de ideas entre el pintor Vasili Kandinski (1866-1944) y Schoenberg,