El libro de las palabras robadas. Sergio Barce
El libro de las palabras robadas
Sergio Barce
ISBN: 978-84-15930-93-8
© Sergio Barce, 2016
© Punto de Vista Editores, 2016
http://puntodevistaeditores.com
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ÍNDICE
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
ÁGATA Y EL LIBRO DE LAS PALABRAS ROBADAS
LA VERDAD SEGUÍA SEPULTADA POR EL LODO
LA HABITACIÓN 606: LA CAJA DE PANDORA
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
Sergio Barce (1961) es licenciado en Derecho. Toda su infancia transcurrió en Larache (Marruecos), y desde 1973 vive en Málaga.
Ha publicado los libros de relatos Últimas noticias de Larache y otros cuentos (Aljaima, Málaga, 2004) y Paseando por el Zoco Chico (Ediciones del Genal, Málaga, 2015). Y ha participado en varios libros colectivos también de relatos: Sesión continua (2013), Animales en su tinta (2013), Último encuentro en BiblioCafé (2014) y Por amor al arte (2014), todos ellos publicados por Jam Ediciones/Generación BiblioCafé, de Valencia; El Protectorado español en Marruecos: la historia trascendida (Iberdrola, Bilbao, 2013) y La narrativa tenía un precio (Ed. Playa de Ákaba, Almería, 2016).
Barce es autor de varias novelas, entre ellas: Sombras en sepia (Pre-Textos, Valencia, 2006), que fue galardonada con el Primer Premio de Novela Tres Culturas de Murcia; Una sirena se ahogó en Larache (Círculo Rojo, Almería, 2011), con la que fue finalista del Premio de la Crítica de Novela de Andalucía 2012, o La emperatriz de Tánger (Ediciones del Genal, Málaga, 2015), novela finalista tanto del Premio Vargas Llosa 2012, como del Premio de la Crítica de Novela de Andalucía 2016.
Colabora igualmente en revistas culturales y literarias tanto de España como de Marruecos.
A Pablo Cantos Ceballos
este abrazo
para siempre
Y mi agradecimiento
a Jesús Ortega, Joana Márquez,
Juan Pablo Caja y Ana Berrocal,
por la paciencia y las sugerencias.
Esta edición de Punto de Vista Editores está dedicada a Silvia García Ábalos, que, como una brisa inesperada, vino de Larache para vivir en José Luis.
ÁGATA Y EL LIBRO DE LAS PALABRAS ROBADAS
Moses Shemtov estaba de pie dándome la espalda con las manos metidas en los bolsillos y las piernas entreabiertas, su figura achaparrada silueteada contra el ventanal. Presumí que, desde la privilegiada atalaya de su consulta, sus ojos se perdían en el boulevard: el mirador con los viejos cañones vigilando el mar, la boca del puerto, su pasado glorioso. Apenas me había dirigido unas palabras pero yo sabía que mi inesperado regreso le había alegrado.
−Dime, ¿quién era ese cuarto espectro que viste tras tu madre? −preguntó quedamente al girarse.
Nos miramos. No iba a decírselo y él lo sabía. Cuando sacó el móvil, dejé de respirar unos segundos como si mi sangre se hubiera congelado, y noté que algo en mi vida llegaba a su final, que ya no habría vuelta atrás. Pero hasta ese momento las cosas no habían sido tan fáciles.
Comencé a hablarle por primera vez del asunto varias semanas después de que Sara sugiriera que lo visitase, cuando ella comprendió que, pese al códice, si no hacía algo al respecto nuestro pequeño mundo podría llegar a quebrarse en cualquier momento. En esos instantes mi relación con Sara parecía naufragar sin remedio, y yo, por supuesto, no estaba dispuesto a que las circunstancias nos vencieran, quería luchar por ella, tenía que vencer por ella. Merecía la pena, era lo único que realmente merecía la pena porque ya sabía entonces que Sara lo significaba absolutamente todo para mí.
Las sesiones anteriores habían servido para tantearnos, para que Moses Shemtov se hiciera una idea de con quién bregaba. Le costó trabajo ganarse mi confianza, pero una vez que lo hubo logrado mi incontinencia verbal fue mi válvula de descompresión. Era un hombre listo, experimentado, aunque me resultaba extraño que siguiera ejerciendo en la ciudad. No había podido librarse de su embrujo, supongo, y con setenta y tres años seguía ahí, al pie del cañón, pese a las habladurías.
Le conté a Moses que había encontrado a mi madre recostada en un diván de cuero, con un vago aire de melancolía, vestida tan solo con unas enaguas blancas de encajes bordados a mano y con una fina medalla de oro al cuello. Y que también la había visto en ropa interior, arrebatadora. Le conté que siempre llevaba el cabello suelto y lacio sobre sus hombros desnudos, como una modelo de los sesenta que posara para David Hamilton. En las ocasiones en las que ella había aparecido, lo había hecho con no más de veinticuatro años, la edad con la que me tuvo. La sensación que me producía era como la de estar observándola mientras