El libro de las palabras robadas. Sergio Barce
la americana, meditando quizá sobre lo que escuchaba.
−Ágata debió de ser una mujer muy interesante… Y si fuese cierto que en esa otra dimensión se puede viajar en el tiempo... −su rostro se iluminó, como si le ilusionara esa posibilidad−. Es curioso cómo nuestra mente proyecta hechos reales del pasado en un mundo imaginario, una treta del subconsciente− añadió.
A veces Moses se quedaba ahí sentado escuchando con aparente atención, pero otras parecía tan ausente… En ese momento tenía la sensación de que nunca podría resolver mi problema, y me preguntaba si merecía la pena seguir pagándole. Había quien decía que sólo era un charlatán, que sus métodos eran añejos e inútiles, y que por eso apenas le quedaban ya unos cuantos pacientes europeos.
Moses posó el bolígrafo en sus labios, y levantó los ojos.
−Volvamos a ese día en el que tu madre irrumpió por sorpresa en tu vida… ¿No sería una simple proyección en tu imaginación causada por lo ocurrido en la consulta? Una especie de defensa evasiva…
−No lo sé –respondí; pero, tras reflexionar unos segundos, añadí:– Ese día hubo un incidente más. Mi desconcierto no me lo creó mi padre… Mi desconcierto me lo causó otra persona…
Me removí intranquilo en mi sillón, y me di cuenta de que de pronto Moses me miraba con tanta atención que podría dibujar mi rostro con los ojos cerrados.
−¿De quién me estás hablando? –me preguntó intrigado. Era como si de pronto hubiese metido la conversación sobre Ágata en uno de los cajones de su escritorio. Fue la mejor manera de despejar las dudas sobre su compromiso conmigo.
−Sucedió al terminar la presentación de mi novela –respondí−. Estábamos ya en la puerta de la librería cuando un hombre se me acercó… Se me acercó muy decidido, extendiéndome la mano. Cuando estreché la suya, noté la piel fría y húmeda, los dedos huesudos, y el anillo que llevaba se hincó dolorosamente en mi mano; pero también sentí su urgencia por abordarme al dar ese férreo tirón para atraerme hacia él. Logré clavar los pies en el último momento. Enseguida el otro cedió, aunque sin soltarme. Continuamos unos segundos con ese absurdo forcejeo hasta que, al prestar atención a lo que ese tipo me decía entre dientes, dejé de resistirme.
−¿Sabe que ha puesto en peligro a este viejo, hijo de puta? –los ojos del hombre centelleaban, y su aliento, aguardentoso, me golpeó en la cara−. Dígame, ¿cómo conoce esa historia?
Miré en derredor, con la vaga esperanza de que alguien me sacara del atolladero. Sin embargo, los demás conversaban animadamente sin percatarse de la tensión que se había levantado entre ese tipo desarrapado y engreído y yo.
−¿De qué me está hablando? –logré balbucear al fin.
−¿No lo sabe? ¡Deberíamos desenmascararle! Y entonces, ¿qué es lo que haría? Nada, no podría hacer nada. Si tuviésemos las manos libres, le humillaríamos −la garganta se le desgarró cuando añadió esto último, la mirada sangrante, como si contemplara en ese mismo momento lo que anunciaba.
La boca de ese hombre desprendía un olor agrio y candente, como si hubiese estado bebiendo sin parar. La barba rala, la chaqueta deshilachada en las mangas, roída en los codos y en los bolsillos. En su mirada sólo se atisbaban ausencias y desencantos, apenas un brillo en el fondo de su desvarío. Pero la rabia se había adueñado de él, escupiéndome una diatriba que yo trataba de descifrar como podía.
−Pero no sé realmente…
−¿Qué es lo que ha hecho esta noche, señor Vázquez? ¿Qué es lo que ha estado haciendo hasta hace sólo un instante?
−Yo… −titubeé, con la sensación de que una ráfaga de hielo me atravesaba el pecho−. Sólo presentaba mi novela…
−¿Su novela? –negaba con la cabeza, sus dedos aferrados a mi mano como si pretendiera apropiársela, escapar con ella; y eso inoculaba el miedo−. ¿En serio me está diciendo que es su historia?
Me sentía tan confuso que dudaba incluso de que el acto organizado por la editorial hubiera sucedido. Lo único de lo que podía tener alguna certeza era que ese hombre, al interpelarme utilizando el apellido de Ágata, sólo me conocía por mi obra.
−Yo a usted no lo he visto en toda mi vida… −la voz comenzaba a resquebrajárseme. Quería pedir auxilio. Allí estaban mis amigos, algunos familiares, sería muy fácil que acudieran a ayudarme en cuanto levantara la voz. Pero seguía ahí paralizado frente a ese extraño que me hincaba sus pupilas glaucas como arpones llameantes. De pronto, pareció reaccionar.
−Si eso es cierto, si realmente no conoce a este hombre cansado y humillado, ¿cómo va a explicar que haya escrito sobre mí, señor Vázquez? –su mano me apretaba ahora con una fuerza inverosímil, ajena a ese cuerpo mayor y aparentemente agotado, el anillo hundiéndose en mi piel−. ¿Quién le ha hablado de este anciano y de El libro de las palabras robadas? He de saberlo, ¿me comprende? Es cuestión de vida o muerte para nosotros… ¡Dígamelo! ¿Quién?
Su voz se había hecho grave y rencorosa, pero no levantaba el tono quizá para evitar llamar la atención. Por algún extraño motivo, nadie se nos acercaba. Un misterioso cinturón invisible parecía mantenerlos a raya.
−No entiendo de qué me habla... Es una novela de intriga, de ficción, ¿comprende? Una invención mía sin base alguna en la realidad…
El hombre frunció el ceño y se mordió los labios, tal vez creyendo que trataba de engañarlo. Miró a su alrededor, nervioso, y dio un paso hasta acercarse más de lo que yo hubiera deseado. Su penetrante olor a humedad y a sudor me hizo echar la cabeza atrás.
−Yo soy ése al que usted ha llamado Jesús Ortega… Cambiar mi nombre no es suficiente para embozar la historia… –abrió los ojos, alucinado−. Aún nos queda aliento suficiente para evitar esta calamidad, y vamos a hacer algo… Oí que en su novela habla de ella sin pudor alguno, como si la hubiese conocido igual que yo… De ella… También oí que describe detalladamente El libro de las palabras robadas, como si pudiera enseñarlo igual que a un cuerpo desnudo. Y, para colmo, se permite el peligroso lujo de ponerle el mismo título –soltó una risita antipática−. El único que es uno y son millones… El libro de las palabras robadas debiera volver a estar en poder de quienes pueden protegerlo. Sólo merece ser desenmascarado, pero sabe que no podemos hacerle nada por respeto a ella –y corrigió enseguida su propia frase en un hilo de voz, exhausto:– Sólo por respeto a ellas…
−¡Déjeme en paz! –di un tirón y, al fin, logré librarme de su mano; pero, enfurecido ahora, trataba de continuar conminándome a que le respondiera a sus requerimientos.
−¡Yo soy Jesús Ortega! –añadió en tono delirante. Me sentía agarrotado, incapaz de dar un paso, como si dos deseos opuestos lucharan sin tregua. El hombre parecía absolutamente fuera de sí, como si algo lo desbordara−. Él cree que no lo sé, pero le oí hablar de usted, y por eso estoy ahora aquí. Tenía que venir a verlo. Su novela no le pertenece, señor Vázquez.
−¡Elicito! –mi cuñado se acercaba con un ejemplar en la mano−. ¡Elicito! −al escuchar mi nombre por segunda vez, el hombre pareció estremecerse.
−Elicito… −repitió él entre dientes, escudriñándome con una intensidad inesperada. De alguna manera su reacción me desconcertó, era como si no supiera qué estaba haciendo allí.
−¡Arturo! –gritó Joan Gilabert−. ¡Arturo Kozer!
Su rostro se crispó, miró en derredor, y sin mediar palabra se cerró la chaqueta, levantándose la solapa, como si de pronto hubiese notado un frío glacial, y, dándose la vuelta, se precipitó hacia la salida empujando a todo aquél que lo estorbaba en su camino.
−¡Apártense, hijos de puta! –maldecía mientras escapaba de la librería−. ¡Hijos de puta!
Aturdido aún, no terminaba de asimilar sus palabras. Me temblaba el cuerpo,