El hospital del alma. Lourdes Cacho Escudero
de páginas templadas con mi cariño y adaptaba una boca de grafito al cuerpo sugerente de un papel en blanco. La silueta del miedo, del dolor indescriptible de los días de cárcel iba ocupando la dimensión del tiempo, el retal de savia en donde trataba de explicarme su pasado. Sentada en su costura, antes de ser amordazada por el pañuelo del olvido, mi abuela entre sus hilos, zurcía calcetines para pasar el rato. Cada cinco minutos el rabillo de su ojo observaba mi falda o el pantalón vaquero que marcaba el nacimiento de mis caderas. A mi edad, en sus tiempos, se ganaba la vida y no tenía padre al que obedecer ni madre donde refugiarse. Mi adolescencia vino con un pan bajo el brazo, sin retraso en los trenes, sin amor clandestino en pensiones baratas, sin portales adictos a los candados; la primavera llegaba puntual a una canción de rock y las ganas se descamisaban a plena luz del día; el río se arrodillaba ante los besos y no sobre las tablas de lavar y la cara era el espejo del alma. Pero en los dibujos de mi abuelo, las caras reflejaban un alma amenazada, una libertad afligida, un agujero de lana donde la vida se ovillaba para pasar desapercibida. La soledad de otro tiempo humedecía el lápiz que en sus manos se encadenaba a una saca o anudaba la luna en la garganta de un aula de química a la que el horror vistió con barrotes; el olor de aquel espacio ácido de pizarras que le retuvo preso y el pH elevado del insomnio, de los amaneceres emparedados, de las monstruosas cunetas de cementerios que hurgaban en el aroma de mis ojos produciendo salinas. Porque yo no entendía que por ser aprendiz de pintor él fuese un demonio ni que quisieran dejarme huérfana de sus colores… En el tuerto equilibrio de una paz silenciosa acaricié las sinuosas formas del consuelo, la largura de un tiempo aún cerrado a las palabras, la oquedad de los pasos baldíos, la dentera de una lana que todavía abrigaba el invierno del miedo…
El bolsillo de mi bisabuelo
Había en las tardes una madeja que me llevaba a otro laberinto. En un banco a la vuelta del frontón, en la pared de un bar en la que años más tarde aprendí a esperar al amor y a seducir a la risa, mi bisabuelo me recogía como si acabase de vencer al minotauro. El algodón de mis dedos se entrelazaba entre sus manos grandes llenas de otra labranza, la de los años. Y al compás de sus pequeños pasos y su bastón comenzábamos a subir la cuesta que me llevaba hasta la casa donde mi tía me recibía con la merienda. Él se sentaba en la mesa camilla junto al balcón y sacaba las cartas con las que me enseñó a jugar a la brisca y que guardo impecables en mi memoria. “¡Abuelo! ¡Has tirado triunfo!—le decía a veces sorprendida— “¡Qué despiste!”—me decía él— Y señalaba con los ojos mi merienda que cada vez se hacía más grande y que acariciaba mi boca solo si oía acercarse los pasos de mi tía. Al cabo de un rato, cuando daba por imposible mi apetito y la silueta de mi madre se hacía cada vez más bonita al otro lado del balcón, el bolsillo de mi abuelo, cómplice otra vez, daba cobijo al pan con chocolate y dos besos en las mejillas sellaban nuestro secreto y el hilo de la ternura volvía a atarse a mi dedo.
Mujeres
Si tuviera que describirte a mi abuela como una estación, ella sería el verano. Porque mi abuela olía a campo, a labranza y el campo en verano es cuando más bonito está. Podría decirte que en su mirada llevaba un tren, el que la sacó un dieciséis de julio de Nalda hacia Bilbao para sustituir a su hermana que iba a dar a luz, en el oficio de repartir el pan. Un tren triste que a mí me dio la oportunidad de conocer la distancia, no la objetiva, sino la distancia del tiempo. Mi abuela también fue una mujer joven y enamorada. El amor lo describía perfectamente en las historias que contaba sentada en una silla junto al balcón, con las manos entrelazadas, girando los pulgares, definiendo una sensualidad que la austeridad de la posguerra le obligó a guardar. Porque ella regresó por amor. También en un tren, desde Francia, una primavera en plena guerra. Así que su juventud yo la rodeo de violetas. Digamos que mi abuela era verano y tren, y que su corazón era de violetas como el amor que me enseñó.
Fue alegre. Muy alegre. Quizás porque ella, al igual que otras muchas mujeres llevaron la sombra de la muerte a sus espaldas durante mucho tiempo y el miedo de la oscuridad o de la incertidumbre en cada centímetro de tela de su delantal y aprendieron a valorar la vida de otra manera, desde su esencia. Podría decirte así, sin tapujos, que ella me encendía el sol con sus canciones que también disfrutaron mis hijos.
Recordar la piel de sus mejillas es recordar la ternura, como el almíbar de la conserva de septiembre. Dejarle un beso era inscribir en mi paladar unos gramos de azúcar. Y todos mis domingos, sin excepción, son dulces porque me dejo acariciar por el recuerdo que me lleva con ella a la plaza, tras una mesita de dulces y gominolas y al abrigo de un brasero donde ella y mi abuelo asaban castañas.
No tengo abrazos rotos si pienso en ella, ni tristeza alguna, ni dolor porque ella entre otras muchas cosas me enseñó a ver la vida desde el espejo de las cosas bonitas, el que refleja un lugar en el corazón, el equipaje cómplice del amor o la fragancia de un cuerpo desnudo; ese espejo que a mí también me enseñó a ser poeta.
La flor del azafrán
Justo debajo del castaño que custodia la ermita había una finca que llevaba mi bisabuelo Raimundo. Desde el camino que da la mano a la montaña que me despierta, a veces lo imagino en aquel tiempo de espera del almuerzo cuidando el azafrán con el que dar sabor al guiso del invierno. Yo aún no había llegado, tampoco el desconsuelo que haría más hondo el silencio de los hombres, ni el barbecho del corazón, aquellos años en los que el amor descansó y el odio se convirtió en el peor enemigo de todos.
Las flores del azafrán se extendían en la blanca mesa de una cocina donde las manos de mi bisabuela, de nombre Mercedes, sacaban las hebras rojizas con el cariño de toda una vida. Sobre su delantal, que amamantó el regazo de nueve hijos, el reflejo azul de sus ojos daba la sensación de pintar aquel mar que durante días y noches la tuvo navegando hasta llegar a Puerto Rico, al paisaje de plantaciones de caña de azúcar que le endulzaron sin duda alguna la paciencia y la delgadez. A ella la tuve que memorizar desde las fotografías porque yo tenía dos años cuando murió pero saberme en sus brazos ya enfermos, en sus brazos de aya, de madre, haciéndole subir un escalón en el árbol genealógico me alimenta la ternura.
Como en todas las historias de amor, llegaron el uno al otro porque tenían que llegarse. Él como hijo de viuda se libró de la guerra de África para mantener a su madre con la tierra. Ella, como la mujer de su vida, debía esperar los cinco años que marcaba la ley, en estos casos, para poder casarse. Así que comenzó su ajuar una mañana en el puerto de una Barcelona quemada, de la mano de unos condes que le ofrecieron trabajo como nodriza en una de sus mansiones de Puerto Rico. Supongo que aquellos cinco años fueron un letargo de tierra y de calor, de veranos de campo y limonada, de noches de amantes sigilosos sobre la almohada del pensamiento. Transcurrido el tiempo de nieve establecido por la ley, aquella condición que mantuvo a mi bisabuelo alejado de las armas, la primavera de mil novecientos catorce trajo de vuelta a mi bisabuela, con su baúl de sábanas bordadas y toallas de algodón que suavizaron el afeitado del resto de los días. Su casa, al final de la cuesta que durante años fue guardián de las puertas de un cine, albergó risas y llanto, pobreza y consuelo, muerte y esperanza, ni más ni menos de lo que albergaron las casas vecinas.
Yo, al igual que el castaño que custodia la ermita, custodio desde el camino el azafrán, como si la exquisita flor de la memoria fuese a sacar la hebra de sus manos, de su delantal, de su amor, de su paciencia en una mesa blanca donde extiendo palabras…
El hielo
África quedaba entre los límites del desconsuelo, a dos días de camino y siglos de cartas, a dos pasos del costo y de la rebeldía, a medio paso de una sublevación que todavía dolía en la memoria. Parecía un destierro, un castigo de un Dios que aún no había tenido bastante, la venganza de un muerto desalmado o la equivocación voluntaria de un destino cacique. El caso es que fuera como fuese, el último de los hijos de mi abuela, el de jerséis de pico y pantalones de campana, el que escuchaba a Triana, el que llevaba unas botas que a mí me hacían soñar se tuvo que ir a Ceuta para cumplir con la obligación de soldado y yo, al igual que mi primo, me quedé huérfana de juegos y de fotografías. Porque el invierno dormitaba en una tarde de balcón y brasero, de sumas y costura, de puzles que guardaban las cajas de quesitos y que me hacían recorrer el mundo. Nunca se derretían los carámbanos del tejado, nunca de las montañas desaparecía