La Guerra de la Independencia (1808-1814). Enrique Martinez Ruíz
polaca –que acaba con los repartos de este país, incapaz de resistir la presión conjunta de prusianos, rusos y austriacos– y las complejas relaciones turco-rusas. Pues bien, no deja de ser significativo que ninguno de estos conflictos se desarrollara en la Europa occidental y que tres de ellos se sitúen en la oriental: el interés de la política europea se desplazaba hacia el Este. Por lo que respecta a la Europa occidental, es muy interesante la afirmación de Francia, que prepara su desquite desde 1765 dirigida por Choiseul, quien impulsa un considerable esfuerzo de rearme en su Ejército y Armada, modificando sus planteamientos de acción exterior al no querer mezclarse en ningún conflicto continental europeo y preparando el enfrentamiento con Inglaterra en los ámbitos coloniales.
En cambio, la diplomacia inglesa parece perder su capacidad de acción; no acierta a valorar las nuevas directrices de sus rivales franceses y calcula mal las posibilidades de contar con sus antiguos aliados continentales, pues ninguno está interesado en un nuevo enfrentamiento, por lo menos en función de los supuestos británicos, de forma que su posición internacional se deteriora insensiblemente en estos años mientras se refuerza la de Francia, al tiempo que el mal clima de las relaciones con España no remite. Los resultados de semejante cambio quedan de manifiesto al producirse la sublevación de las trece colonias inglesas de Norteamérica y la subsiguiente guerra por conseguir su independencia, en donde intervendrá Francia ayudándolas y también España, aunque ésta lo hará con bastante reticencia y la relación entre ella y la potencia emergente acabaría enrareciéndose1 al enfrentarse con los sublevados en una guerra abierta al otro lado del Atlántico, Inglaterra va comprobar su auténtica situación: la de un completo aislamiento internacional; hasta los neutrales –hartos de los abusos ingleses sobre sus navíos y de los “derechos marítimos” que aplicaban los británicos– se unen formando la Liga de la Neutralidad Armada, promovida por Catalina II de Rusia y a la que se suman la mayor parte de los estados ribereños europeos. No obstante, la paz firmada en Versalles en 1783, aunque reconoce la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica, no se cerró tan desfavorablemente para los ingleses como era presumible: cedió a Francia Santa Lucía y Tobago en América, Senegal y Gorea en África, mientras España recuperaba Menorca y la Florida; pero los ingleses retuvieron Gibraltar y no dieron satisfacción ninguna a los franceses en India, resultado que puede explicarse como consecuencia del cambio experimentado en sus planteamientos coloniales, ya que Vergennes y sus colegas no aspiraban a recuperar extensos territorios, pues entendían que el nuevo Imperio colonial francés debería basarse en pequeños enclaves territoriales para fomentar su comercio y contrarrestar de esa forma el poderío británico.
Sin embargo, el nuevo rumbo adquirido por la política internacional iba a cambiar con rapidez. La tormenta interior que se barruntaba en Francia acaba por estallar y vuelve a concentrar el interés de la historia en la Europa occidental. La revolución y su desarrollo incidirán directamente en las relaciones internacionales, pues van a convertir a Francia en la enemiga de Europa en los años finales del siglo xviii y primeros del xix. Las distintas fases de la Revolución Francesa y, sobre todo, el posterior Imperio Napoleónico amenazan al continente con la implantación de un nuevo orden presidido por una Francia europea, imperial y hegemónica. Un proyecto que los europeos rechazan, incluidos –y especialmente– los ingleses, que han aprendido la lección y ven llegado el momento de recuperar su posición en el concierto internacional y tomarse la revancha sobre Francia, por el comportamiento de ésta en la sublevación de sus colonias americanas2.
Por lo pronto, Europa asiste expectante y sorprendida a los sucesos revolucionarios que se desencadenan en el país galo y que, de momento, no impulsan a la acción a los europeos, pero en 1791 la situación empieza a cambiar, pues Prusia y Austria firman la Declaración de Pilnitz, donde se llamaba a la unión a todos los soberanos para restablecer el orden en Francia. En abril del año siguiente, Francia declara la guerra a Austria, como reacción contra las amenazas de las dos firmantes de la Declaración; con esta decisión se pretendía, además, desviar la atención de los graves problemas internos y abortar la agitación de los emigrados, que estaban siendo apoyados por Prusia y Austria.
Y es que si la Convención se mantuvo en Francia con la guillotina, el Directorio para mantenerse recurrirá a la guerra, sin reparar en que de esas campañas, si eran victoriosas, podía salir el general que amenazara la existencia de la nueva República Francesa, cuyos objetivos eran acabar con el absolutismo y el feudalismo en Europa y conseguir las fronteras naturales para la nación. En cualquier caso, el Directorio es heredero de la Convención en lo relativo a la doctrina de las fronteras naturales, pues se habían formulado también los Derechos de las Naciones para ser libres e integrarse dentro de unos límites geográficos determinados e históricos y en esta convicción declararon en 1792 que los franceses se mantendrían con las armas empuñadas hasta echar al otro lado del Rin a los enemigos de su república. Semejante declaración significaba que Francia anexionaría la actual Bélgica, incluida Amberes, además de los territorios del Imperio dependientes de Austria que estaban en la orilla izquierda del Rin. La ocupación del espacio belga provocaría la reacción tanto de Austria como de Inglaterra, que se opondrían durante el Directorio, el Consulado y el Imperio napoleónico a toda pretensión francesa de alcanzar sus fronteras naturales.
En julio de 1792, comienza la Guerra de la Primera Coalición cuando las tropas austriacas y prusianas invaden Francia. Ante el peligro exterior, el sentimiento patrio de los franceses se exalta y el 29 de septiembre vencen a los invasores en Valmy, una victoria decisiva y emblemática que provoca la retirada prusiana; una nueva victoria en Jemmapes permite la invasión francesa de Bélgica, a la que sigue la anexión de Saboya. Éxitos que mantienen la exaltación interior y estimulan el proceso revolucionario hasta que el 21 de enero de 1793 Luis XVI es guillotinado, rompiendo todos los posibles lazos de entendimiento entre la Francia revolucionaria y la Europa legitimista.
Francia, incorpora a Inglaterra a la Primera Coalición, respondiendo a los viejos antagonismos coloniales y a la amenaza de la alteración del equilibrio europeo que a ella le interesaba conservar, declarándose la guerra entre ambas potencias el 1 de febrero de 1793.
Por su parte, España no tardaría en entrar en guerra contra Francia también en el marco de las hostilidades desarrolladas por la Primera Coalición y no lo iba a hacer en las mejores circunstancias en lo que refiere a la institución monárquica, ya que el primer plano de la política española iba a ser ocupado por Manuel Godoy, a quien el rey entrega la responsabilidad del Gobierno: ser amante de la reina iba a restar al nuevo ministro credibilidad y honorabilidad, al tiempo de suscitar una fuerte oposición en ambientes cortesanos, que buscarían el apoyo del príncipe Fernando, heredero de la Corona y enemigo del favorito. La actitud de los revolucionarios galos hacia la familia real francesa, hicieron que Carlos IV y su primer ministro Godoy intervinieran en varias ocasiones para que los regios cautivos fueran liberados sin conseguirlo. Una realidad que enfrenta a los dirigentes españoles con un dilema: se atendían los vínculos familiares y el legitimismo dinástico (lo que llevaría a un enfrentamiento con Francia y a una alianza con Inglaterra) o se prolongaban las alianzas que propiciaban la defensa de los intereses coloniales (lo que entrañaba respetar lo establecido en el Tercer Pacto de Familia –pese a la Francia regicida– y mantener el enfrentamiento contra Inglaterra).
En 1793, España optó por la primera opción y el 7 de marzo, la Convención le declaraba la guerra, replicando Carlos IV con un manifiesto: así comenzaba la llamada Guerra de los Pirineos o de la Convención, que se prolongaría hasta el 22 de julio de 1795, momento en que se firmaba la paz de Basilea, por la que dábamos a Francia la parte española de Santo Domingo y la autorización para sacar ganado lanar y caballar de Andalucía durante seis años.
La derrota militar provoca un giro en los planteamientos diplomáticos españoles, abandonando la Primera Coalición y alineándose con Francia, pues se renuncia a las afinidades dinásticas y se vuelven a aceptar los imperativos estratégicos, ante el convencimiento de que la alianza inglesa no va a reportar nada positivo y tener un poderoso enemigo al otro lado de los Pirineos era un peligro demasiado amenazante, como el resultado de la guerra había mostrado. Tal giro se concreta el 18 de agosto de 1796, en el primer tratado de San Ildefonso, que, en apariencia, es una alianza perpetua entre España y el Directorio dirigida principalmente contra Inglaterra, pero tras él hay significados inequívocos,