Piratas de todos los tiempos. Víctor San Juan
usos y abusos de la época, realizó un crucero pirático por la costa meridional italiana, arrasando Capua, Sorrento, Pasitano y Astura, además de apoderarse de las islas de Capri y Procida. Para no ser menos, Roger recompuso seis galeras con las que recorrió en pirata la costa provenzal, haciendo numerosas presas, y saqueando localidades como Engrato y Santueri. Llevaba de nuevo el almirante el correo real, es decir, un comunicado del rey Jaime de Sicilia para su hermano Alfonso.
La piratería aragonesa provocó la reacción del gobernador de Nápoles, decidido a la invasión de Sicilia en connivencia con el papa. Mandaba la expedición Reinaldo de Aveliá y el obispo de Marturano, legado del papa; tomaron Augusta, al norte de Siracusa, desde la que se vislumbra el Etna justo por la vertiente contraria que lo contemplaban desde Mesina los aragoneses, como cabeza de puente para pasar el ejército de Brindisi. Estaba Roger precisamente en el astillero de Mesina, sucio y envuelto en una toalla, preparando como solía, personalmente, sus galeras, cuando se enteró de que los volubles sicilianos le acusaban de lo sucedido, y, ni corto ni perezoso, tal como estaba, se presentó en la corte ante Constanza y su hijo Jaime, espetándole a los cortesanos:
“¿Quién de vosotros es el que, ignorando los trabajos míos (que detalló uno por uno), no está contento de lo que he hecho hasta ahora?”.
Calló la corte, y Roger, hombre fuerte del reino, y, como tal, mal visto por los que mucho quieren y nada hacen, partió con cuarenta galeras al encuentro del enemigo. De un rápido golpe de mano, puso sitio y reconquistó Augusta, donde cayeron prisioneros Aveliá y el legado papal. Sin descanso, se dirigió a destruir la flota enemiga, de ochenta y cuatro barcos, fondeada en Castellmare di Stabia, y la avisó de que la iba a combatir. Dispuestos los franceses en batalla, se arrojaron contra los de Aragón, rodeándolos con ventaja inicial. Pero, viendo que podían ganar gracias a su superioridad numérica, empezaron a estorbarse unos a otros por conseguir el mejor botín, creando masas de barcos atascados que eran fácil presa del enemigo, y, en especial, de los ballesteros catalanes. El momento cumbre de la confusa batalla de Castellmare, posiblemente la mejor de Lauria, llegó cuando fueron tomadas las dos taridas con los estandartes del almirante enemigo, Enrique del Mar, que, una vez más, huyó para ponerse a salvo. Fueron apresadas un total de 44 galeras enemigas, es decir, la mitad de la escuadra francesa, que fueron llevadas a Mesina en medio de grandes hurras y aclamaciones para Roger y los suyos. Crecido por la victoria, el marino aragonés se creyó capaz de lograr personalmente un armisticio con sus derrotados, pero el nuevo rey Jaime de Sicilia no le respaldó, ordenándole ponerse a sus órdenes en la contraofensiva por tierras calabresas. Frente al castillo de Bellveder volvió Roger a poner de manifiesto un proceder típicamente pirático, como fue exponer al tiro de las máquinas de guerra enemigas, en vanguardia, al hijo del señor que defendía la plaza, resultando el joven muerto. Tomó acto seguido el rey Jaime el puerto de Gaeta, y, cuando se preparaba una cruenta batalla con las fuerzas de Nápoles que acudían a combatirlos, el papa logró poner paz entre ambos contendientes, iniciándose una tregua de dos años. Paz también buscaba el rey Alfonso de Aragón con Francia, pero, antes de consumar el tratado, falleció con sólo veintisiete años, en 1291.
Heredaba el trono el rey Jaime de Sicilia, ahora Jaime II de Aragón, ocupando el de Sicilia Fadrique. Roger de Lauria aprovechó el interregno para realizar una nueva expedición pirática en aguas africanas; llevó luego al nuevo rey a la Península, y regresó a Sicilia, donde, desembarcando, le ganó una fiera escaramuza al caballero francés Guillermo Estenardo en Castella, tras lo que saqueó Malvasía y la isla de Chío, regresando porteriormente a Mesina.
Llegaba entonces, para sorpresa y estupor de todos, el giro copernicano que dio Jaime II a la política aragonesa haciendo las paces con Francia, cediendo Sicilia a los Anjou a cambio de Córcega y Cerdeña, y acordando la revocación de la excomunión a los aragoneses por el célebre tratado de Agnani. Fadrique y Roger, no sabiendo en un principio qué partido tomar, son citados en la playa de Roma –el Lido– por el inquietante papa Bonifacio VIII, que trata de apoderarse de Sicilia. El pontífice, consciente de que se halla ante uno de sus mayores enemigos, el más afamado y diestro almirante y pirata de su época, le espeta:
“—¿Es éste el enemigo tan grande de la Iglesia y el que le ha quitado la vida tanta muchedumbre de gentes?
—Ese mismo soy, Padre Santo –le replica Roger– mas la culpa de tantas desgracias es de vuestros predecesores y vuestra”.
Acto seguido, el taimado papa se lleva en privado a Fadrique, al que trata de convencer con sus intrigas. En Sicilia, el bando aragonés estaba dividido; unos caballeros apostaban por Jaime pese a que ello implicaba entregar la isla, otros por Fadrique, que, finalmente, decidía quedarse. Roger no es ajeno a esta controversia, y, aunque al principio favorable a Fadrique, acabó abandonándolo por numerosas discrepancias, que no logró aplacar su colega y cuñado Conrad de Llansá, a la sazón en la corte siciliana.
Siguió un nuevo crucero pirático de la armada de Roger por la costa italiana: se atacan y saquean Lecce, Otranto y Bríndisi, a cuyo regreso el almirante se evidencia ya como partidario de Jaime II de Aragón, lo que fue causa de su arresto (1297) en un arrebato de Fadrique, que, a continuación, ordena el destierro, que verifica el marino en compañía de la reina viuda Constanza y su hija Violante, que iba a casarse con el duque de Calabria en Roma. El rey Jaime no tiene otra opción, si quiere garantizar el tratado, que arrebatar Sicilia a su hermano Fadrique, aliándose con los franceses. Roger, tapándose la nariz, debe encabezar con el conde Russo la hueste napolitana en la batalla de Cattanzaro, pero son vencidos por los sicilianos, y el calabrés está apunto de morir, herido en una cuneta. Enfurecido y derrotado, regresa a la Península, donde el rey Jaime le rehabilita poniéndole de nuevo al mando de la escuadra aragonesa. Roger de Lauria volvía a ser el almirante invencible de siempre, para ésta su última cabalgada sobre las olas en pos de su rey, Jaime II de Aragón.
El intento de reconquista de Sicilia conoció no pocos altibajos y sinsabores, pues los coriáceos guerreros fieles a Fadrique, y éste mismo, supieron insuflar a los sicilianos un espíritu de resistencia que el rey de Aragón y los suyos, Roger incluido, no pudieron superar. Los sitios de Patti y Siracusa se complicaron lamentablemente; Juan de Lauria, sobrino del almirante, corría la costa con veinte galeras de catalanes, cuando le salieron al paso veintidós sicilianas, que le derrotaron estrepitosamente, apresando dieciseís naves y tomándole prisionero. Para supremo escarnio del almirante, su sobrino fue decapitado en Mesina por traidor; cumpliendo órdenes, hubo de volver a la costa italiana para rehacer sus fuerzas, pero no tardó en regresar con 56 naves de guerra y el rey Jaime a bordo, dispuesto a cumplir sus compromisos. No lejos del cabo Orlando, toparon con los sicilianos, antiguos amigos y compañeros, ahora enemigos a muerte, con cuarenta galeras al mando de Fadrique, Alagón, Ampurias, Palici y Entenza. Anochecía, y, con buen juicio, el rey Jaime ordenó esperar a que rayara el alba para atacar.
Roger aprovechó el tiempo para acondicionar sus galeras a son de batalla; consciente de su superioridad, ordenó a una de sus divisiones acometer al enemigo por la popa, mientras el resto lo hacían por el frente. Por su parte, los sicilianos ataron sus naves para forzar al enemigo a aceptar el combate a distancia mientras le desgastaban con salvas de ballestería. Pero Entenza, demasiado impulsivo, desató su galera y acometió a los aragoneses, trabándose así la batalla, y cayendo los sicilianos en la tenaza que magistralmente Roger había planeado. Fadrique quiso aguantar hasta vencer o morir, pero, rendido por el cansancio y el calor, sus lugartenientes emprendieron la huida con otras seis galeras, dejando al resto en la estacada. Al ver esto, el alférez Pérez de Arbe, leal a Fadrique en toda la heroica sublevación siciliana, se quitó el casco y se suicidó partiéndose la cabeza contra el mástil, acto sin parangón en la ya extensa historia de la guerra naval. Por lo que respecta a Jaime, luchó con valor con un pie clavado a cubierta por un dardo, tal como le sucediera a Roger en Malta. Dieciocho galeras cayeron prisioneras del almirante Lauria, el cual, sin dudar un instante, se vengó cruelmente de los prisioneros por la muerte de su sobrino; tuvo el rey Jaime que detener la carnicería, perdonando a muchos que antes le prestaron servicio.
Con la victoria de cabo Orlando dio Jaime II por conquistada Sicilia, habiendo cumplido con Carlos de Anjou y el papa en virtud de lo firmado en Agnani; pero sus aliados no quedaron contentos con él, especialmente cuando el príncipe de Taranto,