Blanco de tigre. Andrés Guerrero
sea!», pensó la cazadora. «Una madre». Y templó un poco más el arco, apuntando al lugar donde hundiría la flecha: el cuello del felino.
La tigresa miró hacia atrás y, con un pequeño gruñido de llamada, hizo salir de la fronda al cachorro que la acompañaba.
Duna estuvo a punto de gritar en voz alta una blasfemia.
Pero se contuvo.
El menor ruido revelaría su presencia, y eso la situaría al otro lado; al fatídico lado en el que ella, la supuesta cazadora, se convertiría en una presa.
Por suerte, la tigresa actuó como solían hacer siempre los de su especie: se alejó de allí seguida de su retoño, llevando entre sus fauces el cadáver del jabato para devorarlo en la espesura, al abrigo de cualquier peligro para ella y su cría.
Duna nunca había matado a una madre acompañada de su cría.
Perpetuar la especie era un rito sagrado.
Matar a las hembras en periodo de crianza suponía matar también a los cachorros, pues no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir sin su madre, y esto acabaría con más tigres de los necesarios.
No todos los cazadores tenían estos escrúpulos: algunos, incluso, capturaban los pequeños tigres para venderlos después a implacables traficantes.
Para Duna, aquello no era ni natural ni bueno.
Quizás se debiera a su condición de mujer, a su ancestral instinto de madre.
Quizás.
Pero era una regla que se había impuesto y que nunca había quebrantado.
La muchacha se durmió allí mismo, en la improvisada guarida.
Dejaría pasar un tiempo prudencial antes de moverse.
Cualquier mínimo ruido revelaría su clandestina presencia a la tigresa en caso de que, por casualidad, esta estuviese cerca.
Así que, pese al calor y la frustración, se relajó. Intentó acomodarse y pensar en aquellas cosas que aún le aportaban felicidad en la soledad de su vida de cazadora.
El río y la amenaza del tigre eran los dos peligros que la habían acompañado durante su infancia.
La suya y la de todos sus hermanos.
Ahogarse en el río era un riesgo que eludían aprendiendo a nadar desde muy pequeños, pero el miedo al demonio rayado permanecía siempre incrustado en el ánimo de todos ellos.
Mientras existiera el tigre, su amenaza sería una cruenta realidad.
Ni siquiera evitar la selva era una garantía.
A menudo, los felinos atacaban en las tierras de labor o en los caminos que unían unas aldeas con otras. Y siempre existieron tigres asesinos, comedores de carne humana que, en la mitad de la noche, buscaban a los hombres incluso en sus propias chozas.
Pero el espíritu de Duna era tan fuerte que, siendo aún muy niña, desterró de su alma aquellos miedos atávicos que se transmitían de generación en generación.
Y así creció, nadando en el río y mirando la frondosidad de la selva sin temor.
El recuerdo de los juegos en el agua y del agradable olor de los baños jabonosos que le procuraba su madre le hacían ahora sonreír. Y el perfume de las telas, su maravilloso tacto y los vivos colores.
Los echaba tanto de menos… No solo a su madre, a toda su familia.
Cuando los recuerdos empezaron a hacerle daño, los alejó con un solo pensamiento: «¡Ya es hora!».
Y se incorporó estirando sus entumecidos músculos gatunos.
Abandonó la guarida trepando con inusitada destreza y, en silencio, se perdió entre las sombras de la selva.
Como una sombra más.
DUNA
El caudal de nuestro río variaba cada año, cada temporada y cada estación, y con ello, su profundidad.
En la época de lluvias, las aguas se desbordaban indomables y arrastraban en su ímpetu viejos árboles arrancados de sus márgenes, huertos enteros y casas orilladas, que desaparecían completamente engullidas por las turbulentas aguas.
Después, con la calma, en la temporada de pesca, todos estos restos formaban invisibles trampas en el lecho del río donde, con insistencia, se enredaban nuestras redes.
Éramos los muchachos quienes buceábamos, sumergiéndonos en la profundidad del río, para liberar las redes y recuperarlas.
Con frecuencia resultaba una tarea difícil, y en ocasiones arriesgada.
Más de uno quedó atrapado entre las redes y perdió su vida en las oscuras aguas.
Era el tributo que, a su manera, se cobraba el río… ¡Vidas!
La selva también cobraba su tributo en vidas.
Y su mayor servidor, su principal recaudador, era el tigre.
Todos teníamos miedo al tigre. Más que miedo.
¡Pavor!
Aparte de las leyendas, que habíamos escuchado desde niños, estaba la realidad. Cada año moría alguien en la comarca por el ataque de un tigre.
Daba igual que fueran niños o viejos, agricultores o cazadores.
Cada uno, a su manera y en cada momento, corría el riesgo de encontrarse frente a un tigre.
Los muchachos solíamos hablar de ello, y los que alardeaban de valentía se prometían a sí mismos que un día, cuando fueran mayores, cazarían uno y se convertirían así en envidiados héroes.
Todos sabíamos que aquello era tan imposible como encontrar un tesoro en el fondo del río.
Sabíamos perfectamente que ninguno de nosotros cazaría nunca un tigre, pero nada nos impedía alardear de ello.
Nos hacía sentir mayores.
Importantes.
Duna solía formar parte de estos corrillos, pero no decía nada.
Jamás manifestó miedo, ni tampoco alardeó de valentía.
Siempre nos pareció normal, porque era una chica y, aunque buceara junto a nosotros, pronto tendría que dejarlo: se convertiría en mujer, se casaría y tendría hijos.
Como les ocurría a todas las jóvenes cuando dejaban atrás la niñez.
Un día, el azar quiso que su destino se truncara de tal manera que ninguno de nosotros lo hubiera podido imaginar.
Sucedió durante un amanecer, cuando echábamos las redes al río con la primera luz del alba.
Duna navegaba en la barca que estaba más cerca de la orilla de la selva, en un extremo. Allí era donde se encontraba la mejor pesca, escondida entre los raizales de la ribera más agreste. El lugar más cercano a los dominios del tigre.
Asel era un muchacho algo mayor que Duna, uno de nuestros primos.
Debéis saber que, cuando hablo de mi familia, me refiero a toda mi familia, incluidos los dos hermanos de mi padre, sus mujeres y todos sus hijos. Entre todos gobernábamos las cuatro barcas y, por así decirlo, formábamos la misma empresa.
Tengo que decir que Asel era un buen nadador y un buen pescador. Pero su atrevimiento no conocía límites.
Aquella mañana, desde la embarcación, divisó unas huellas en el barro de la orilla.
–¡Son de tigre! –gritó.
Y, sin pensárselo, se lanzó al agua. Con unas rápidas y decididas brazadas alcanzó la orilla, que apenas distaba unos cuatro o cinco metros de nuestra barca.
–¡Mirad