Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
que nuestro pueblo ya no temiera la represión, que estuviera preparado para desafiarla Y si un hombre puede enfrentarse a la ley e ir a la cárcel y salir de ella, no es probable que ese individuo se deje intimidar por la vida carcelaria»12.
Uno de los actos simbólicos de aquella campaña fue la quema del carné que habilitaba la circulación de los ciudadanos negros, el conocido pass. Mandela fue el primero en hacer arder aquel documento, antes de lo cual «escogió el momento y el lugar que podían causar el máximo impacto en los medios. Las fotografías de la época le muestran sonriendo para las cámaras mientras infringía aquella ley fundamental del apartheid. En el plazo de unos días, miles de personas negras siguieron su ejemplo»13.
La campaña contemplaba dos niveles de acción. En la primera, grupos reducidos de voluntarios irrumpirían en espacios exclusivos para blancos. Trenes. Bancos. Playas. En este caso, incluso se preveía avisar a las autoridades del tipo de acción que se pretendía desarrollar para que las detenciones y acciones policiales fueran lo menos violentas posible. La segunda, sin acuse de recibo, pretendía movilizaciones masivas y paros organizados por todo el país. Cuatro días antes de la Campaña tuvo lugar el Día de los voluntarios, en el que Mandela ofreció un mitin a cerca de 10.000 personas. Todo estaba a punto.
La primera acción fue en Port Elizabeth. Un grupo de 32 voluntarios entró en la estación de tren por la puerta de los ciudadanos blancos. Fueron detenidos; los primeros de un total de 250 voluntarios que se habían saltado de forma pacífica las normas del apartheid. Entre ellos estaba Mandela, que fue abordado por la policía cuando regresaba a casa después de un duro día de trabajo. Eran ya más de las once de la noche, por lo que estaba vigente el toque de queda, y un ciudadano negro no podía circular por la calle sin un permiso extraordinario. Entre sus planes no estaba ser detenido tan pronto, pero no hubo excusas. Era uno de tantos que durmió en Marshall Square, una cárcel sórdida y oscura en la que, a pesar de todo, los huelguistas entonaron a todo pulmón el Nkosi Sikelel’ iAfrika (Dios bendiga a África), el himno del pueblo negro sudafricano que, con el tiempo, formaría parte del nuevo himno de la nación. La preocupación de Mandela en aquella noche de canciones y reivindicación fue quién llevaría adelante la campaña si él iba a estar mucho tiempo encerrado. Al final, fueron solo tres días.
Antes de esa breve detención ya había pasado por la cárcel. Bueno, hablar de cárcel sería mucho. Pasó apenas un día en el calabozo no por participar en la Campaña de desobediencia civil, sino por pasar a un baño para blancos. ¿Se equivocó al leer el letrero que determinaba quién podía orinar o no en ese lugar o convirtió aquello en un gesto simbólico de lucha contra todo un sistema? En una conversación con Richard Stengel, y entre risas, reconocería que fue por un error. Aunque esa sonrisa escondía, quizás, otra intencionalidad14.
Durante la campaña, al final fueron detenidas 8.500 personas. Entre los que estaban dentro y, sobre todo, entre los que no habían sido arrestados, se hizo viral un llamamiento dirigido al Primer Ministro: «Malan, abre las puertas de la cárcel. Queremos entrar». La estancia en prisión solía ser breve, apenas unos días que terminaban tras la asunción del pago de una pequeña multa, pero la repercusión del hecho fue mayúscula durante los seis meses que duró el desafío. El impacto tuvo un efecto directo e inmediato en el CNA, que multiplicó por cinco sus afiliados, pasando de 20.000 a 100.000 miembros. «Cometimos muchos errores, pero la Campaña de desafío abrió un nuevo capítulo en la lucha. Las seis leyes que habíamos cuestionado no fueron derogadas, pero no nos habíamos hecho ilusiones al respecto. Las habíamos elegido porque eran la manifestación más inmediata y visible de la opresión, y el mejor mecanismo para incorporar a la lucha al mayor número posible de personas»15, cosa que lograron con la primera embestida.
El 30 de julio de 1952, Nelson Mandela estaba trabajando en un despacho de abogados cuando llegó la policía con una orden de detención. Se le acusaba de violar la ilegalización del Partido Comunista. El requerimiento, replicado con otros líderes del partido en Johannesburgo, Kimberley y Port Elizabeth, era una nueva forma de actuar del Gobierno de Daniel Malan. La Policía se había hecho con documentación en diversas redadas en sedes del CNA y en casas de sus afiliados, lo que permitió la detención de militantes del partido, de la Liga Juvenil, del CISA y del Congreso Indio del Transvaal (CIT). James Sebe Moroka, presidente del CNA, Walter Sisulu o el propio Mandela se sentaron en el banquillo en un juicio que se desarrolló en septiembre de ese año en Johannesburgo. Eran, en total, 21 acusados. Si salían condenados, las autoridades descabezarían a los principales actores de la inestabilidad en la que se veía inmersa Sudáfrica desde el inicio de la Campaña de desobediencia. Si eso hubiera ocurrido, se habrían cumplido los planes del Gobierno, pero también los de los acusados, ya que estos habían planificado ser condenados en grupo. Sin embargo, Moroka se desmarcó y actuó por cuenta propia. Eligió un abogado diferente y en pleno proceso renegó de la causa anti-apartheid, expresó su convencimiento de que los negros nunca podrían tener los mismos derechos que los blancos y señaló a algunos de sus compañeros de banquillo como seguidores del Partido Comunista. Una traición en toda regla que quebró el ánimo del resto de los antiguos compañeros de brega. El juicio, que social y mediáticamente tuvo gran impacto entre la ciudadanía, se saldó con una condena de nueve meses de cárcel y trabajos forzados por «comunismo estatutario». La sentencia quedó en suspenso durante dos años. El juez tuvo en consideración que, a pesar del efecto de las movilizaciones, decidieron intencionadamente no utilizar la violencia.
Una de las cosas que cambió la Campaña del desafío fue el estigma del prisionero. Antes de la misma, ir a la cárcel se convertía en una rémora para el ciudadano negro, mestizo o indio. Ahora era casi un orgullo. Y había, al menos, 8.500 orgullosos ciudadanos de haberse plantado desarmados y pacíficos frente al mecanismo opresor del Partido Nacional. La campaña se fue desvaneciendo y a finales de año cayó casi por agotamiento y apatía. Era muy difícil mantener un alto nivel de emoción y actividad durante tanto tiempo. Además, frente a lo que algunos pensaban –que el Gobierno estaba noqueado por el impacto de las acciones de desobediencia–, el enemigo se mantuvo firme y tenía unos cimientos que ni siquiera habían comenzado a oscilar. La segunda fase de la campaña no llegó ni a plantearse, y el CNA se mostró incapaz de llevar la resistencia pacífica al ámbito rural. En las ciudades la repercusión había sido significativa. En el campo, apenas perceptible. Sin embargo, entre sus logros, uno se embutió en el alma de uno de los principales impulsores de la campaña, Nelson Mandela. Ahora sí, después de la participación directa en aquella protesta, tras su paso por la cárcel unos días, y con una condena en su expediente, se consideraba preparado para la lucha. Ese sería, sin duda, el momento de suscribir su compromiso de por vida contra el apartheid.
A finales de 1952, con la traición reciente de James Sebe Moroka, el CNA eligió nueva dirección. El presidente electo era un hombre más enérgico, Albert Luthuli. Mandela emergió ya como primer vicepresidente, cargo que se acumulaba a la presidencia del CNA en el Transvaal que ya ostentaba. Luthuli, que ocupaba el cargo de jefe tribal elegido por el Gobierno, recibió meses antes presiones del Ejecutivo para abandonar el CNA y renegar de la Campaña del desafío. Luthuli se negó y se reafirmó en la lucha no violenta contra el desafío del Gobierno del Partido Nacional. Hizo pública entonces una carta titulada «El camino a la libertad pasa por la cruz», en la que reincidía en su compromiso por la lucha no violenta y la resistencia pacífica. A pesar de la apuesta de Mandela por Luthuli, no pudo asistir a su elección, igual que le ocurrió unos años antes cuando se votó al ahora repudiado Moroka. Entonces un empleo recién estrenado imposibilitó su presencia. Ahora la causa vino de manos del Gobierno, que prohibió participar a 52 líderes políticos del país en mítines o encuentros durante seis meses. Junto a esa limitación para tomar parte en actividades políticas, se limitaban sus movimientos a Johannesburgo, ciudad de la que no podía salir. No podía hablar con dos personas a la vez. No podía ir a reuniones familiares. Se perdió el cumpleaños de su hijo.
Era, literalmente, un proscrito.
«La proscripción –dejó escrito Mandela– representa tanto un confinamiento físico como espiritual. Induce una especie de claustrofobia psicológica, que hace que uno añore no solo la libertad de movimientos sino también la de espíritu. Era un juego peligroso,