Nelson Mandela. Javier Fariñas Martín
en el país. Sin embargo, ahora tenía amigos sothos, como Zachariah Molete, o su profesor de zoología, Frank Lebentele. Este último se casó con una joven xhosa de Umtata. El mundo de las identidades en Sudáfrica, que parecía monolítico en el ideal de Mandela, se comportaba ahora como una utopía con un sinfín de fisuras. Una de ellas fue la unión del propio Lebentele. Si quería conocer al pueblo sudafricano debía pensarlo en su globalidad, y no a través del microcosmos que personificaba cada una de sus etnias. Sudáfrica era mucho más que aquellas comunidades orgullosas pero fragmentadas.
Su paso por la casa del regente le había permitido crecer en muchos aspectos, pero en otros seguía siendo el chico criado en el Transkei. En lo intelectual se abría paso a marchas forzadas a un mundo más cosmopolita y en el que convivían compañeros de diferentes procedencias y formación, pero en los usos occidentales en los que tanto se esmeraban en Fort Beaufort todavía andaba muy lejos de buena parte de sus compañeros. Eso provocó que no pocos domingos saliera del comedor hambriento y malhumorado ya que no sabía manejar bien la cuchara, el tenedor y el cuchillo. No pensaba autoinfligirse el severo castigo de mostrar a sus compañeros, y especialmente a sus compañeras, que no sabía manejar con la soltura necesaria los cubiertos. Prefería el hambre a la humillación.
El rugir de las tripas no impedía, sin embargo, que el sentido de la justicia se alojara, poco a poco, en su interior. El reverendo Mokitimi y el doctor Wellington, dos de los responsables de Fort Beaufort, le nombraron prefecto durante el segundo curso, un cargo que tenía que ver con el mantenimiento del orden entre el alumnado. Uno de los cometidos de los prefectos era controlar que por la noche los chicos no orinaran fuera de las letrinas. Una noche no solo pilló a 15 compañeros cumpliendo con sus necesidades fisiológicas debajo de un porche, sino que junto a ellos estaba otro prefecto. Tuvo el dilema de delatar lo de unos, los alumnos, y callar lo del otro, el prefecto. Al final, no quiso romper la norma no escrita de mantener el respeto entre iguales, entre los prefectos, pero tampoco quiso señalar a los más débiles, a los alumnos. Muchos años después, Mandela reconocería que aquella injusticia le rascaba todavía la conciencia.
Durante el segundo curso que Mandela estuvo en Fort Beaufort recibió un impacto similar al que provocaron las ya lejanas palabras de Meligqili el día de su circuncisión. Algo similar ocurrió en Healdtown cuando se presentó en el comedor el poeta xhosa Krune Mqhayi. Aquel hombre, uno de los grandes custodios de la tradición oral de la comunidad en la que se había criado Mandela, apareció ante los alumnos vestido con un karoos de piel de leopardo y una lanza en cada mano. La imponente puesta en escena de aquel hombre dejó boquiabiertos a todos. Poco elocuente y torpe en la elección de las palabras, generó un sentimiento de frustración entre los jóvenes que le escuchaban. Pero en una de sus idas y venidas encima del escenario golpeó con la punta de su lanza un cable del telón. Y ahí, en ese anecdótico tropezón durante la dramatización del discurso, cambió todo. Él calló. Los demás callaron, más expectantes que curiosos, hasta que retomó un discurso que ya nunca fue igual. Arrancó con una metáfora, para acabar con la realidad: «La azagaya (punta de la lanza) representa toda la gloria y la verdad de la historia africana; es un símbolo del africano como guerrero y como artista. Este cable metálico es un ejemplo de la industria occidental, competente pero fría, inteligente pero sin alma. Hablo no del contacto entre un trozo de hueso y otro de metal, ni siquiera del solapamiento de dos culturas; de lo que hablo es del choque brutal entre lo que es nativo y bueno, y lo que es foráneo y malo. No podemos permitir que estos extranjeros a quienes no les preocupa nuestra cultura se apoderen de nuestra nación. Predigo que algún día las fuerzas de la sociedad africana lograrán una histórica victoria sobre el intruso. Hace demasiado tiempo que hemos sucumbido ante los falsos dioses del hombre blanco. Pero algún día emergeremos de entre las sombras y desecharemos esas ideas venidas de fuera»8.
La reacción de Mandela no fue la misma que un par de años atrás en la orilla del río Mbashe. No había nada malo en reconocer el valor de lo propio, nada malo en poner en entredicho los presuntos beneficios de los principios impuestos por los colonos blancos. No había rubor en intentar alcanzar las mismas metas, sentarse en los mismos sillones y optar a disputar la hegemonía a aquellos que ahora manejaban los designios del país, como si solo ellos pisaran aquella tierra.
Esa percepción era algo que los hechos y un carácter dúctil moldearon con el tiempo en Mandela. No solo no establecería diferencias con el resto de comunidades negras sudafricanas, sino que con ellos, mestizos, indios o, incluso, blancos, logró derribar el muro de la vergüenza que se había levantado en Sudáfrica.
A Fort Beaufort le siguió Fort Hare, la universidad en la que ingresó en 1939. Era la única para negros en Sudáfrica y donde completó dos cursos del grado de Historia. Tenía 21 años y comenzó a llevar esos trajes cruzados característicos del Mandela joven. Ostentaba ya ese porte alto, elegante y orgulloso. El primero de ellos, color gris y chaqueta cruzada, fue un regalo del regente antes de su ingreso en la universidad.
Primero un pantalón recortado.
Luego unas botas nuevas.
Ahora un traje.
La vanidad, de algún modo, había llegado al corazón de Mandela, que se sentía el más elegante y pulcro de todo el campus. Pero para eso, tuvo que pulir algunas de las lagunas que todavía acarreaba desde el lejano Qunu. Desde los tiempos de su aldea natal utilizaba ceniza para blanquearse los dientes. Eso quedaría atrás y comenzaría a usar pasta de dientes y cepillo. Supo, a través de la práctica, lo que eran un inodoro y una ducha. Las pastillas de jabón sustituyeron al detergente de color azul que había utilizado hasta entonces.
Sin embargo, no todo iban a ser renuncias del pasado, de su infancia, de sus gustos y de las tradiciones del Transkei. A pesar de todas las comodidades y expectativas de las que era sujeto y objeto directo, echaba de menos su tierra y algunas de sus costumbres. Así, junto a varios compañeros, algunas noches protagonizaba escarceos que les llevaban a robar mazorcas de maíz para asarlas y comérselas a la luz de una buena lumbre. Aunque la transformación era evidente, seguía siendo el joven travieso de Qunu.
Los nuevos hábitos adquiridos le ayudaron a avanzar en el camino de la sofisticación y la elegancia, un campo en el que en Fort Hare tenía menos competencia que en Healdtown. Si aquí eran cerca de un millar los alumnos que asistían a clase, Fort Hare era más elitista y estaba menos masificada. Coincidiendo con su llegada, cursaban allí sus estudios unos 150 jóvenes. Uno de ellos, K. D. Matanzima, fue su padrino y cicerone. Y no solo eso. Como el regente no les atribuía una asignación para sus gastos, de no haber sido por su primer amigo en Fort Hare no se hubiera podido permitir ningún dispendio. Gracias a la generosidad de su mentor, Mandela podía acompañar a algunos compañeros en una excursión gastronómica que se repetía casi cada domingo. El destino era un restaurante de la localidad de Alice al que aquellos jóvenes universitarios negros debían acceder por la puerta de atrás, y solo hasta la cocina, para poder degustar algunas de las viandas que allí se servían. Sin ser demasiado conscientes de ello, o sin darle demasiada importancia porque la edad y las ansias de divertirse sobrepasaban cualquier atisbo de crítica, aquellos mozos que apuntaban alto dentro de la juventud negra sudafricana estaban siendo víctimas de un sistema de discriminación que todavía no había alcanzado su cénit. La puerta de atrás de aquel restaurante era también la puerta de servicio que daba entrada a una sociedad desigual.
Además de permitirle ciertos gastos extraordinarios, K. D. cuidaba de que el crecimiento académico de Nelson fuera el adecuado. Le recomendó estudiar Derecho, aunque Mandela en aquel tiempo consideraba que su futuro pasaba por el Departamento de Asuntos Nativos. El sueño de las minas, de momento, se había esfumado. Ahora, el anhelo pasaba por ser funcionario del Gobierno sudafricano. Otro de sus compañeros de fatigas en aquella pequeña universidad fue un hombre que le acompañaría durante toda su vida: Oliver Tambo.
En la universidad completó un proceso que se había desarrollado íntegramente en instituciones metodistas: Clarkebury, Healdtown y el propio Fort Hare. Aquí, incluso, llegó a ser catequista por los pueblos cercanos a la universidad. Los domingos era habitual verle en las celebraciones y se incorporó, incluso, a la Asociación de estudiantes cristianos.
Cuando llegó a Fort Hare pensó que la formación