Cara y cruz. José Miguel Cejas
palos entre las montañas de desperdicios malolientes, con el peligro constante de ser tragados por ellas. Muchos habían muerto así, rebuscando entre la basura el tesoro de un bote de comida o un reloj extraviado. A nuestro alrededor gruñían los zopilotes y otras aves carroñeras.
Mientras recorría aquel universo de pobreza, pensaba en el inspirador de aquellos dos centros, Josemaría Escrivá, que había sido declarado beato dos años antes, en 1992. Yo dirigía entonces una ONG, Solidaridad Universitaria Internacional, de la que era miembro fundador. Atendíamos, gracias a la ayuda de cientos de jóvenes voluntarios, a miles de niños marginados de los barrios de chabolas de Madrid y de las villas miseria de algunas zonas centroamericanas, donde también luchaban contra la pobreza algunas personas del Opus Dei; y pensé que algún día tendría que investigar el pensamiento y el periplo vital de Escrivá desde esa perspectiva que suele denominarse social.
No puede decirse, parafraseando el título de una novela, que Escrivá no tenga quien le escriba. Se han publicado numerosos estudios y biografías sobre su figura y por diversas causas –entre ellas, una película dirigida por Roland Joffé1su nombre y su mensaje resultan cada vez más conocidos dentro y fuera de la Iglesia católica2. El analista de la CNN, John L. Allen, le considera «una figura histórica fascinante» y «uno de los santos más estudiados y que más debates ha generado en todos los tiempos»3.
Esta segunda afirmación requiere matizaciones, porque hay numerosos santos cuya vida y escritos han sido estudiados ampliamente (basta pensar en Agustín de Hipona o en Teresa de Jesús, entre otros muchos) y la historia del catolicismo es rica en hombres y mujeres que generaron debates en su época4. Algunos, como Tomás Moro, murieron a causa de ellos.
Aunque durante las últimas décadas se hayan publicado diversos perfiles, semblanzas y biografías sobre Escrivá, como la de Vázquez de Prada5, considero que estamos demasiado próximos en el tiempo, como señalaba el cardenal Baggio6, para valorar el alcance de su proyección en la Iglesia y el impacto de su mensaje entre los hombres del tercer milenio.
Escrivá continúa siendo, en muchos aspectos, nuestro contemporáneo. No contamos todavía con sus Obras completas, aunque se hayan editado las primeras ediciones críticas de sus libros más conocidos, como Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa y Conversaciones7. Se ha publicado un Diccionario con ciento cincuenta y ocho voces de carácter teológico-espiritual, y otras ciento treinta histórico-biográficas8; pero faltan décadas –si los plazos de apertura siguen siendo los mismos que en la actualidad– para que los investigadores puedan acceder a los archivos vaticanos sobre los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, que se corresponden con periodos decisivos de la existencia de Escrivá.
Y se adolece aún, en determinados ámbitos de la investigación histórica general, del distanciamiento afectivo y vivencial necesario para abordar algunas cuestiones que afectaron a su vida de un modo u otro, como la Guerra civil española, la II Guerra mundial o el concilio Vaticano II. Por lo que se refiere a las contiendas, hay demasiados relatos escritos por los vencedores o por los perdedores, y pocos todavía realizados por analistas e historiadores imparciales y rigurosos. No resulta fácil, como afirmaba mi profesor Gonzalo Redondo, «escribir desapasionadamente sobre la pasión»9; y la existencia de Escrivá se desarrolló en medio de escenarios históricos tan apasionantes como apasionados.
He conversado durante estas últimas décadas con más de medio centenar de personas que le trataron directamente en diversas etapas de su existencia. Muchos convivieron con él durante muchos años. Ofrezco sus impresiones y testimonios, junto con mi visión particular sobre esta figura de la Iglesia. Eso hace que estas páginas no se ciñan del todo a las características propias del género «relato histórico» ya que, junto con la exposición de los hechos, pongo de relieve las impresiones de primera mano que me transmitieron esas personas, y en algunos casos, también las mías.
En cierto sentido, el lector se encuentra ante un libro de testimonios, recuerdos, fuentes directas y experiencias personales tanto de otras personas como mías. Conocí a Josemaría Escrivá en 1967 y tuve la oportunidad de escucharle en una decena de ocasiones durante los años siguientes, en diversas ciudades de España: la última fue en mayo de 1975, en Madrid, un mes antes de su fallecimiento10.
No me detengo demasiado en aquellos aspectos de su trayectoria vital que han sido ampliamente analizados en diversos estudios y biografías, como sus mociones espirituales interiores; sus esfuerzos por llevar a cabo la configuración jurídico-canónica del Opus Dei o su modo de dirigir la Obra. He puesto especial atención en aquellas áreas que me interesan personalmente: su sentido de la justicia social, su desvelo por los pobres y necesitados, y la influencia de sus enseñanzas sobre este aspecto en las mujeres y hombres que le siguieron11.
La mayoría de los biógrafos de Escrivá subrayan su trato con Dios y analizan rasgos de su personalidad que pertenecen a los ámbitos de la teología, de la ascética, de la mística, de la historia de la Iglesia o del derecho canónico; por decirlo de algún modo, se ocupan especialmente del Escrivá santo.
Aunque estas distinciones acaban siendo solo de razón, porque esos dos aspectos –santo, hombre–, forman en la vida real una unidad indisoluble, este retrato de Escrivá se centra en una perspectiva propia; en aquellas facetas de su personalidad que suelen denominarse, en el habla coloquial, más humanas. Deseo mostrar la cara y la cruz íntima de este sacerdote: sus virtudes y defectos; sus alegrías y penas; sus éxitos y sus fracasos.
Dedico esta semblanza a mis padres, contemporáneos de Escrivá, que se esforzaron por sembrar, con corazón hondamente cristiano, la concordia y el perdón en un mundo zarandeado por las guerras y el odio.
Agradezco vivamente la ayuda que me ha prestado Constantino Anchel, experto en la figura histórica de Escrivá, en este y otros escritos.
Unas palabras del propio Escrivá y del Papa Francisco han inspirado estas páginas: «No nos engañemos –decía Josemaría Escrivá–: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha»12.
«Los santos no son superhombres –recordaba Francisco–, ni nacieron perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo vivieron una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Pero, ¿qué es lo que cambió su vida? Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron con todo el corazón, sin condiciones e hipocresías; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Esta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida»13.
Madrid, Pinar de Chamartín,
10 de octubre de 2015
I
La forja (1902-1915)
1902, Barbastro
El arte cinematográfico tiene tal capacidad de seducción que miles de personas imaginan en la actualidad el Barbastro de comienzos del siglo XX –una antigua ciudad aragonesa de siete mil habitantes, cabeza de partido, sede episcopal y núcleo comercial relativamente importante– tal y como lo representó Roland Joffé en su película Encontrarás Dragones.
Pero el Barbastro real, donde nació Josemaría Escrivá1, a las diez de la noche del 9 de enero de 1902,