Educación White. Maijo Roth

Educación White - Maijo Roth


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a mi siervo David,

      y lo ungí con mi santa unción.

      Mi mano estará siempre con él;

      mi brazo también lo fortalecerá.

      »El enemigo no lo vencerá,

      ni el hijo perverso lo quebrantará;

      sino que quebrantaré delante de él a sus enemigos,

      y heriré a los que le aborrecen.

      »Mi fidelidad y mi misericordia estarán con él,

      y en mi nombre será exaltado su poder.

      »Asimismo pondré su mano sobre el mar,

      y sobre los ríos su diestra.

      »Él clamará a mí, diciendo: “Tú eres mi Padre,

      mi Dios y la roca de mi salvación”.

      »Y yo le pondré por primogénito,

      el más excelso de los reyes de la tierra.

      »Para siempre le aseguraré mi misericordia,

      y mi pacto será firme con él.

      »Estableceré su descendencia para siempre,

      y su trono como los días de los cielos».

      Por supuesto preguntamos de nuevo ¿de quién habla David?

      ¿Quién es el Santo?

      ¿Quién es el exaltado, escogido de entre el pueblo?

      ¿Quién es el que exclama: «Tú eres mi Padre,» a quien Dios responde, «yo lo haré mi primogénito»?

      ¿Quién es ese rey supremo de la Tierra, con quien Dios establecerá su pacto para siempre?

      David, por supuesto, ¡pero también alguien aún más que David!

      Llegados a este punto de nuestro recorrido, sabiendo lo que sabemos, simplemente leyendo estos dos salmos de David, una luz debería encenderse en nuestras mentes. Estos pasajes del Antiguo Testamento son vitales para comprender la historia que va a continuar en el Nuevo Testamento, específicamente con respecto a lo que el Nuevo Testamento quiere decir cuando llama a Jesús “hijo primogénito” o “hijo unigénito” de Dios. Estos salmos de David están en el origen de esa terminología, junto con los pasajes que hemos analizado anteriormente con respecto a la filiación de Israel. De hecho, como pronto descubriremos, el Nuevo Testamento cita específicamente estos dos Salmos para informarnos acerca de la identidad del Mesías dentro del marco del pacto.

      Por consiguiente —y esto es esencial— es aquí, en la narrativa del Antiguo Testamento, donde tenemos que mirar para interpretar la terminología relacionada con la filiación cuando la encontremos en el Nuevo Testamento.

      Y así lo vamos a hacer en breve.

      Por ahora, simplemente necesitamos anotar, en interés de nuestra futura investigación, que David se describe a sí mismo y al Mesías venidero, como «engendrados» por Dios y como «primogénitos» de Dios, no en un sentido literal cronológico, sino en un sentido simbólico o “posicional”. David es el hijo de Dios, dentro de una sucesión de hijos de su pacto, que entre todos conducen al Hijo mesiánico, quien clamará a Dios, con una recién descubierta fidelidad a la idea de filiación: «tú eres mi Padre.» Y Él es quien establece «para siempre».

      Este punto es muy sencillo, pero superimportante: El rey David no entra en el escenario bíblico en un vacío narrativo. Emerge dentro de una saga en desarrollo. Adán, el hijo de Dios, perdió su posición de hijo. Dios prometió recuperarlo dando a la raza humana un nuevo Génesis con un nuevo Hijo de Dios, que triunfaría donde Adán falló. La descendencia prometida a la mujer ocupará fielmente su vocación como eterna progenitora de la imagen de Dios para todas las generaciones futuras.

      La lógica interna del relato bíblico es coherente. Dios está actuando para rescatar a la humanidad desde el interior, desde nuestro propio reino genético, a través de un “Hijo de Dios” humano que revertirá los efectos de la caída de Adán. David es un paso más en esa sucesión de hijos.

      ¿Y qué es lo siguiente que ocurre?

      Lo has adivinado: llega otro hijo de Dios.

      «El Dios creador de la humanidad intenta salvarla desde su propio seno, desde nuestro propio reino genético, desde la posición estratégica de un “Hijo de Dios” que nacerá del linaje de Adán con el fin de redimir la caída de Adán».

      Capítulo seis

      SALOMÓN, MI HIJO

      A medida que la historia continúa avanzando, David tiene un hijo, a quien le da el nombre de Salomón. Fiel a la trayectoria de su plan, Dios transfiere a Salomón la posición única dentro de su filiación:

      Él edificará una Casa a mi nombre; será para mí un hijo, y yo seré para él un Padre; y afirmaré el trono de su reino sobre Israel para siempre (1 Crónicas 22: 10).

      Toma nota cuidadosamente del lenguaje empleado, porque reaparece en el Nuevo Testamento: «Él será mi hijo, y yo seré su Padre». No dice: “Él es mi hijo, y yo soy su Padre”. Estos roles narrativos están siendo precisados con un propósito que tiene que ver con el pacto. Salomón es reclutado en la posición de hijo con el fin de dar continuidad al plan del pacto.

      Salomón es alguien importante en esta dinastía porque su historia, a diferencia de la de su padre David, se desarrolla sin guerra. David, el hijo de Dios, expresa el deseo de construir un templo para el culto divino, pero Dios le explica que él no puede ser quien construya el templo de Dios (2 Samuel 7).

      ¿Por qué?

      Pues porque David es un hombre de guerra, con las manos manchadas de sangre (1 Crónicas 17; 22; 28). En el relato bíblico, el carácter de Dios es en última instancia incompatible con la guerra (Isaías 2: 1-4), por lo que el constructor del templo debe ser un hombre de paz. Ese hombre es Salomón, cuyo nombre significa paz, es decir: paz de la guerra (1 Crónicas 22: 9). De esta manera, al transferir la promesa del pacto de David a Salomón, Dios está proyectándose hacia el propósito más elevado que finalmente logrará por medio de Cristo. En un penúltimo sentido, Salomón es el hijo pacífico de Dios, anunciador de Jesús, el Príncipe de Paz definitivo. Él es aquel con quien Dios «establecerá el trono de su Reino sobre Israel para siempre», sin guerra.

      Así que con Salomón, estamos un paso más cerca, o un “hijo de Dios” más cerca, del Mesías prometido. La historia toma forma de manera clara y obvia.

      Adán, el hijo de Dios, perdió su posición de hijo.

      Dios promete iniciar un linaje a través del cual un nuevo Hijo de Dios vendrá para rectificar la caída de Adán.

      Dios suscita un pueblo a través del cual se cumplirá la promesa, y la sucesión dinástica se desarrolla de la siguiente manera:

      Abraham, hijo de Dios, da paso a…

      Isaac, hijo de Dios, que da paso a…

      Jacob, hijo de Dios, que da paso a…

      Israel, hijo colectivo de Dios, que da paso a…

      David, el hijo de Dios, que da paso a…

      Salomón, hijo de Dios.

      Cada vez está más claro. La Biblia es un relato sin fisuras. La historia se inicia con la creación del primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva, y luego sigue su camino hacia adelante a través del llamado a Abraham, el establecimiento de Israel, la unción de David como rey de Israel, y luego la de Salomón, el rey de la paz, todo avanzando hacia un gran final:

       el nacimiento de la descendencia prometida,

       un nuevo Adán que redimirá a la humanidad de su caída,

       un ser humano que será “el hijo de Dios” por su fidelidad al pacto y que restablecerá así la relación


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