El compromiso constitucional del iusfilósofo. Группа авторов

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definición a elementos tales como la no arbitrariedad gubernamental o la garantía de los derechos humanos. Entiéndase bien: no estamos preguntándonos por una cuestión sustantiva, sino solamente por una cuestión definicional. No se trata de preguntarse si es o no mejor una situación en la que la actividad gubernamental esté guiada por reglas claras, públicas y prospectivas relativamente estables, en la que la judicatura sea independiente y tenga poderes de revisión de la conformidad con ello de las actividades de los poderes públicos o una situación en la que, además de darse todo ello, se evite la arbitrariedad y se encuentre garantizada la libertad individual en el sentido de la prohibición de interferencia de los poderes públicos en ciertos ámbitos. Poca duda cabe de que la segunda situación resulta con mucho preferible a la primera. Pero lo que nos estamos preguntando no es eso, sino si las notas incorporadas en la segunda situación deben introducirse o no en la definición de imperio de la ley. Y, en este sentido, creo que el introducir estas últimas notas en la definición de imperio de la ley reduce la claridad con la que podemos describir ciertas situaciones. Es más claro, creo, decir que en el territorio T rige un sistema jurídico acorde con el imperio de la ley, pero que ello no obstante no respeta, pongamos, la libertad de expresión, o la prohibición de discriminación por razón de raza, que afirmar que en relación con ese sistema jurídico no rige el imperio de la ley. La primera descripción permite poner de relieve que ese sistema jurídico proporciona previsibilidad de los comportamientos gubernamentales, lo cual —aunque no colme nuestra idealidad política— consideramos por sí mismo como algo valioso, mientras que la segunda no nos permite distinguir qué aspecto de nuestra idealidad política no se encuentra en él realizado, al cubrir diversos aspectos de la misma bajo el manto indiferenciado del término ‘imperio de la ley’. Una caracterización minimalista (al modo de Raz, en términos formales/procedimentales) del imperio de la ley facilita el acuerdo en torno a que las notas que la misma destaca son propiedades necesarias para poder hablar de tal cosa, en tanto que la presencia de términos sustantivos en su caracterización abre la controversia: puesto que, dado el prestigio indisputado del imperio de la ley, cada cual ubicará en dicha caracterización aquellos aspectos de su idealidad política a los que atribuya mayor importancia: desde la propiedad privada y la libertad económica, a los derechos humanos, la participación política o la justicia social. La claridad de la discusión pública se resentirá, inevitablemente, por ello. Y la función de las definiciones no es, de ningún modo, resolver discrepancias sustantivas sino aportar claridad a la discusión pública, también a la discusión que gira en torno a esas discrepancias sustantivas.

      IV.

      Hemos visto antes que, de acuerdo con Raz, la conformidad completa con el ideal del imperio de la ley es imposible, porque no cabe eliminar por completo la vaguedad y que la máxima conformidad posible es indeseable, porque es deseable algún grado de discrecionalidad administrativa. Sin discutir en absoluto lo segundo, por lo que hace a lo primero habría que añadir que reducir la vaguedad, sin eliminarla por completo, es desde luego, posible en muchos contextos, pero también indeseable en algunos de ellos. Supongamos que sustituimos la mención a la tortura o a los tratos inhumanos o degradantes como formas de conducta prohibidas por una caracterización descriptiva precisa que pretendiera ser exhaustiva de todas aquellas formas de conducta que pensamos ahora que constituyen instancias de tortura o de tratos inhumanos o degradantes. Dada nuestra incapacidad para prever por completo en términos descriptivos precisos todas aquellas formas de conducta de las que, enfrentados a ellas, pensaríamos que constituyen casos de tortura o de tratos inhumanos o degradantes, la resultante sería que no prohibiríamos formas de conducta de las que pensaríamos sin duda que deben encontrarse prohibidas. Algo análogo ocurriría si caracterizáramos en términos descriptivos precisos las causas de justificación en materia penal o los vicios del consentimiento en materia de derecho privado. Sobre ello ha insistido particularmente Josejuan Moreso (2009). Y, más en general, podemos decir que algo análogo ocurriría asimismo si tratásemos de eliminar del lenguaje de las normas todos aquellos términos que se refieren a lo que los juristas gustan llamar conceptos jurídicos indeterminados, tales como, en una enumeración que de ninguna manera pretende ser exhaustiva, “razonable”, “contrario a la moral”, “diligencia propia de un buen padre de familia”, “buena fe”, “interés social”, “justiprecio”, “abuso del derecho”, “fraude de ley” o “desviación de poder”. Tales conceptos hacen referencia, todos ellos, a una propiedad valorativa (positiva o negativa), dejando para el órgano aplicador de la norma la tarea de determinar si una determinada combinación de propiedades descriptivas constituye o no una instancia de la propiedad valorativa correspondiente (Atienza-Ruiz Manero, 2001).

      El lenguaje del derecho se aparta, en todos estos casos, en mayor o menor grado, de la exigencia de claridad y precisión que parece formar parte de los requerimientos del Rule of Law. Pero lo hace en virtud de otros requerimientos que gravitan asimismo sobre el derecho.

      Pasemos, ahora, al requisito de estabilidad de las normas, que también parece formar parte de las exigencias del Rule of Law. Una estabilidad absoluta es ciertamente posible, pero también claramente indeseable. Para hacerla real, bastaría con adoptar como criterio la prevalencia de cualquier norma anterior sobre las posteriores incompatibles (como pretendió Moisés y aparece en el Deuteronomio, por ejemplo), esto es, el criterio opuesto a aquel según el cual lex posterior derogat priori. Que esta estabilidad absoluta sería ciertamente indeseable requiere, creo, de escasa argumentación: no sería compatible con la necesaria adaptación del derecho a circunstancias cambiantes ni con el principio democrático, al excluir la posibilidad de que la generación presente revisara cualquier cosa que se hubiera decidido por alguna generación pretérita. Lo que el imperio de la ley exige, entonces, es lo que podríamos llamar una estabilidad relativa de las normas, esto es, que estas no se encuentren en una situación de cambio permanente. Pues si se encontraran en situación de cambio permanente no podrían ser usadas como guía de la conducta por parte de sus destinatarios. Un ejemplo muy gráfico de ello es el que proporciona Timothy Endicott: “el gobierno no incurre necesariamente en un déficit del imperio de la ley si impone un nuevo plan de estudios en las escuelas. Pero sí incurre en tal déficit si su conducta da a los profesores razones para pensar que no pueden guiarse ellos mismos por un plan de estudios existente, porque el mismo puede ser reemplazado antes de que sus lecciones hayan sido enseñadas o antes de que se hayan celebrado los exámenes” (Endicott, 1999, p. 9).

      V.

      Como


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