Derecho penal de principios (Volumen I). Yvan Montoya
no solo para lograr entenderse sino también para alcanzar acuerdos normativos racionales. Es decir, a través de acciones comunicativas, que inherentemente se orientan al entendimiento, se constituye la base sobre la cual se puede obtener un acuerdo normativo que legitime el orden social general. Como afirma Durango (2008) «este postulado le sirve a Habermas para introducir el principio discursivo de forma reflexiva, en cuanto los destinatarios de las normas pueden sentirse coautores de estas, convenciéndose unos a otros argumentativamente de que las normas y principios jurídicos y democráticos logrados por la institucionalidad democrática logradas por medios democráticos merecen ser reconocidas por todos los participantes» (p. 37).
La ética discursiva16 —esto es, la construcción de pautas normativas a través de un proceso de interacción argumentativa racional— es la expresión de la sexta etapa en el desarrollo de la conciencia moral de las personas y las culturas (Habermas, 1996, p. 148; véase el resumen de las etapas del desarrollo moral propuesto por Lawrence Kohlberg en pp. 145 y ss.; véase también más abajo la nota 19). Habermas adapta este principio del discurso a la explicación y legitimación crítica de las sociedades modernas y complejas, especialmente caracterizadas por su pluralidad y por el aumento de la autonomización de los sistemas económico y administrativo que amenaza el mundo de la vida17. Para tal efecto, el derecho, legitimado discursivamente, es el único que puede otorgarle legitimidad a la sociedad como un todo. Ello es posible en la medida en que el principio del discurso exige que «sólo son válidas aquellas normas en las que todos los afectados puedan consentir como participantes en un discurso racional» (Habermas, 2010, p. 140). No debemos olvidar que, para Habermas, la racionalidad del discurso se asienta, como hemos mencionado, en premisas básicas que operan como presupuestos necesarios: autonomía y ausencia de coerción, imparcialidad, igualdad posicional de todos los participantes, revisabilidad crítica de los consensos alcanzados y apertura a todos (universalidad).
En consecuencia, la legitimidad de los consensos a los que se llega en una sociedad democrática no radicaría en el valor intrínseco e inmutable de algunos principios de justicia sobre los que se consensua, sino en el procedimiento discursivo racional seguido para tales fines. Sin embargo, esa naturaleza procedimental de la racionalidad comunicativa no significa, como ya hemos evidenciado, que no haya un contenido valorativo en la base del procedimiento discursivo (autonomía, ausencia de coerción, imparcialidad, etcétera)18, ni que no sea posible aceptar derechos o principios con pretensión universalizable que permitan evaluar la fundamentación de las normas jurídicas, entendidas específicamente como reglas jurídicas19.
En efecto, la ética discursiva, como señala Adela Cortina, «reconoce como personas a todos los interlocutores virtuales de los discursos prácticos. Los derechos que corresponden a tales interlocutores (todo ser humano) podrían caracterizarse por determinadas cualidades». Dichas cualidades resultan equivalentes a los derechos humanos recogidos en los instrumentos internacionales más importantes de protección de los humanos. Se trata, asimismo, de derechos que han sido adoptados por los Estados constitucionales y democráticos de Derecho, en sus cartas constitucionales, como derechos fundamentales (Cortina, 2000, p. 572; Boladeras, 1996, pp. 144-145). Los derechos humanos o los derechos fundamentales deben ser entendidos como el resultado del desarrollo de una construcción ética intersubjetiva, tal como lo ha explicado Habermas a partir de los descubrimientos de Kohlberg en el ámbito del desarrollo moral de las personas y las culturas20. Según la ética discursiva de Habermas21, siguiendo especialmente el sexto nivel del desarrollo moral de Kohlberg (Habermas, 1996), la ética posconvencional de la conciencia moral explica la universalidad de los derechos humanos en sociedades complejas como las nuestras, al igual que, como hemos mencionado, su concretización en los derechos fundamentales reconocidos por las constituciones de nuestros países.
Por otro lado, la propuesta de Habermas tampoco supone un pacto social a la manera de los clásicos ilustrados —es decir, un producto de procesos de aceptación voluntaria (expresa o tácita) de miembros egoístamente autónomos y libres—, sino la posibilidad de que todos los afectados en una colectividad, en condiciones de interacción comunicativa óptima (sin barreras), acuerden la aceptación de las medidas normativas o decisiones políticas básicas emitidas por la sociedad (Soto Navarro, 2003, p. 35). Como dice Adela Cortina, frente al liberalismo contractualista que entiende la justicia desde un pacto de individuos egoístas, la ética del discurso, al partir de la pragmática del lenguaje, entiende la justicia como el resultado de la interacción comunicativa entre seres dotados de esa competencia, dado que el telos del lenguaje apunta al consenso evolutivo, universal y revisable. De ahí la importancia de que los mecanismos institucionales reales de una democracia se aproximen a esas condiciones óptimas de comunicación para todos sus miembros: ello implica, actualmente, a los derechos humanos (con relación a los fundamentos de los derechos humanos a partir de la ética del discurso, véase Cortina, 2000, pp. 571-574).
Efectivamente, esta base justificativa de la racionalidad moral es aplicable a las normas iusfundamentales22 (derechos fundamentales e intereses constitucionales reconocidos) que integran una Constitución23. En Habermas, el derecho, como otros tantos ámbitos de la vida en sociedad, ha experimentado un proceso de desarrollo hasta alcanzar un alto grado de formalización, tecnificación y burocratización: todo ello configura un sistema jurídico que tiene su propia dinámica y recursos específicos. Para Habermas, quedarnos en esta dimensión del derecho —a la manera del funcionalismo sistémico de Luhmann— es insuficiente. Efectivamente, dado que el derecho regula diversos ámbitos del mundo de la vida —esto es, establece regulaciones de las relaciones entre las personas, la cultura, la política y la sociedad misma— y que estos ámbitos están en una situación de constante complejización, diversificación y pluralidad, se requiere una justificación y legitimación rigurosa que permita dar cuenta, precisamente, de las realidades que regula. La mera autonomización y autorreferencialidad del derecho no puede dar cuenta de este propósito de legitimación. El derecho, como señala Soto Navarro, sería portador de una doble naturaleza: «como subsistema funcionalmente especificado (basado en la coerción fáctica y la validez formal de su emisión) y como elemento en el que se reproduce la concepción de justicia de una sociedad (en lo que reside su validez o legitimidad material)» (2003, p. 39).
Teniendo en cuenta esta doble naturaleza del derecho, corresponde detenernos brevemente en la perspectiva de legitimación del derecho que, desde la teoría del discurso, desarrolla Habermas (2010). De acuerdo con su perspectiva, la validez de las normas jurídicas se determina «en base a una tensión entre facticidad o validez social y legitimidad o validez racional o comunicativa» (García Amado, 1997, p. 18). Efectivamente, como explica García Amado, las normas jurídicas, según Habermas, poseen una dimensión fáctica (validez del derecho), la cual está determinada tanto por su cumplimiento habitual o generalizado (que Habermas denomina «legalidad»)24 como por la coercibilidad que respalda su cumplimiento. Sin embargo, esta mera dimensión no les permitiría cumplir a cabalidad su función de integración social en sociedades complejas y plurales como las actuales. Para que ello pueda ser alcanzado se requiere de una dimensión de legitimación. Esta dimensión se define por el modo en que las normas jurídicas son creadas. Como señala Habermas, «la legitimidad de las reglas se mide por la desempeñabilidad o resolubilidad discursiva de su pretensión de validez normativa» (2010, p. 92). Es decir, en palabras de García Amado, las reglas «son legítimas cuando sus destinatarios “pueden al mismo tiempo sentirse en su conjunto como autores racionales de esas normas”, es decir, cuando el procedimiento de creación de las normas reproduce el procedimiento argumentativo y consensual de la razón comunicativa» (1997, p. 19). Ello supone haber seguido, en términos reales, el procedimiento democrático institucional óptimo de creación de normas.
En consecuencia, la validez de una norma jurídica no solo radica en la legalidad o habitualidad de su cumplimiento, sino también en la legitimidad de su creación —asentada en un proceso discursivo democrático y en la fundamentación imparcial de su aplicación—. Y. aunque Habermas no termine por definir claramente cuál es el estatus de una norma que solo cumpla con su dimensión de facticidad y de legalidad, no nos queda duda de que se trata de normas inválidas. Efectivamente, aunque el procedimiento discursivo incide en el procedimiento de producción de las normas jurídicas, este procedimiento, como hemos mencionado anteriormente, está