Derecho individual del trabajo en el Perú. Elmer Arce
predeterminada2. Así, el “test” de la eficacia de una regulación podrá ser positivo o negativo en cuanto cumpla o no su funcionalidad. En suma, en tanto que la norma laboral posibilite la consecución del fin del Derecho del Trabajo en el ámbito material sobre el que actúa, será funcional o, lo que es lo mismo, eficaz; cuando se convierta en perturbadora de ese fin, será disfuncional, es decir, ineficaz.
Por ejemplo, el cambio en el modelo de producción capitalista, esto es, el paso de una producción de bienes en masa a una producción flexible, y sus consecuencias en la organización del trabajo o en las estructuras de la actividad empresarial, no puede fundamentar por sí solo una reforma laboral, pues ello implicaría reducir la condición de esta última a una categoría meramente descriptiva y, por ende, neutra, en el aspecto funcional. La norma laboral se adaptaría, desde esta óptica, a cualquier fin que le venga impuesto desde la realidad social, dejando al margen su funcionalidad intrínseca que la distingue de los productos normativos de los demás ordenamientos3.
Es por esta razón, que solo un análisis histórico-comparativo en el que se integren y conjuguen las transformaciones en el contexto socioeconómico con la propia funcionalidad del Derecho del Trabajo, permitirá reflexionar sobre la “eficacia” de la norma laboral en concreto. Es más, apostamos por esta visión de metodología evolutiva, porque, desde nuestra perspectiva, es la única que contribuye a entender el verdadero contenido de la función social que subyace a la regulación laboral, así como a calibrar las distintas respuestas que aquella puede hilvanar frente a realidades sociales en constante cambio. Por ello, al propósito de introducir la discusión sobre estos aspectos de base del Derecho del Trabajo contemporáneo, se dedican las páginas que vienen.
2. NACIMIENTO DEL DERECHO DEL TRABAJO EN LA ERA INDUSTRIAL Y LA PRODUCCIÓN EN SERIE
El paso de una sociedad básicamente agrícola a otra de cuño industrial ha de entenderse desde la lógica de una sustitución parcial y progresiva. De hecho, en la llamada “era” industrial no desapareció totalmente la agricultura, aunque el advenimiento de aquella vino a desplazar el modelo de desarrollo, y por ende de producción, predominante en esta. Sin embargo, hay que recalcar también, que este cambio no fue simultáneo, sino más bien progresivo en todas las sociedades. Así, por ejemplo, en 1920, el porcentaje de trabajadores dedicados a actividades extractivas, como es el caso de la agricultura y minería, respecto de los dedicados a labores de transformación es de 30% a 33% en EE. UU.; de 56% a 20% en Japón; de 33.5% a 40% en Alemania; de 44% a 30% en Francia y de 57% a 24% en Italia4. Es decir, el avance de la industrialización fue tan lento que recién luego de la segunda guerra mundial consiguió un predominio claro y definitivo.
No obstante lo anterior, una lectura poco atenta de tales estadísticas, basada en una visión traducible en la identidad absoluta entre sociedad industrial y la industria como actividad, bien puede inducir a conclusiones erróneas. Y es que, aunque la industria como actividad se consolidó en la economía mundial a partir de la segunda mitad del siglo pasado, la sociedad industrial alude a un nuevo modelo de desarrollo denominado capitalista, en contraposición al feudal, cuya vida se inicia, aproximadamente, a finales del siglo XVIII, pero cuya dinámica se extiende a la industria a lo largo del siglo XIX5. Desde este último momento, es el capitalismo quien, con un nuevo modelo de producción fundado en las nuevas tecnologías que hicieron posible la producción en “masa” o en “serie” (piénsese, por ejemplo, en la máquina a vapor) y en la generalización del trabajo libre, impone las reglas de funcionamiento de toda la sociedad. Esto es, aun cuando en 1920, la industria no conseguía una supremacía clara, no se puede pensar que las actividades extractivas arrastraron su modelo original de producción, pues, por el contrario, este vino a moldearse también por el capitalismo6, introduciendo, de acuerdo con las posibilidades de cada sociedad, sistemas tendentes a promover la producción a gran escala a través del maquinismo.
Con todo, no fue necesario que la supuesta “era” industrial se consolide en la economía internacional para que surjan las primeras leyes laborales y ni siquiera para dar nacimiento al Derecho del Trabajo, en tanto ordenamiento jurídico autónomo. Incluso, sobre la segunda década del siglo pasado, con la Constitución mejicana de Querétaro (1917) y con la Constitución alemana de Weimar (1919), emerge el proceso de “constitucionalización” de los derechos sociales reconocidos al trabajador como tal. En un primer momento, digamos que la irracional explotación económica de determinados colectivos, como los niños y mujeres, a lo largo del siglo XIX y principios del XX7, y las condiciones penosas de trabajo que existían en la “fábrica” o “taller”8, obligó al intervencionismo legislativo estatal a arbitrar soluciones a los problemas planteados específicamente en la industria; sin embargo, la ampliación de esta tutela a otros colectivos excluidos de la misma, pero que se hallaban en situaciones similares, no se hizo esperar. Como es lógico, el desarrollo de este intervencionismo protector fue mayor, desde el momento en que aumentó la condición de explotación en la actividad industrial, por la incorporación, básicamente, de un nuevo diseño de la producción articulado sobre la base de los principios derivados de la “organización científica del trabajo” impulsados por F. W. Taylor. A partir de entonces, se pretendía someter la producción a una planificación sistémica, con el objeto de buscar, y luego implementar, los medios técnicos más eficaces para el logro del aumento de la productividad y del rendimiento industrial. En suma, de lo que se trata es de romper los criterios de producción limitada, para sustituirlos por los de producción en masa o en serie9.
Desde una concepción fragmentada y especializada de las tareas, este intento de organizar el trabajo, de cara a una mayor productividad, se sintetiza en tres puntos fundamentales: en primer lugar, disocia el proceso de trabajo de las capacidades de los trabajadores, convirtiendo en irrelevantes los conocimientos de aquellos; en segundo lugar, separa la concepción de la tarea, de la ejecución de la misma; y, en tercer lugar, usa el monopolio de los conocimientos para controlar paso a paso el proceso de trabajo y las formas de ejecución10. Como se puede observar, desde este esquema se pretende no solo trazar una línea divisoria entre quienes ejecutan y quienes diseñan el trabajo, sino, además, vía la simplificación y la extrema especialización de las tareas, alejar al operador del producto final. Así es, más allá de las consecuencias concretas en que se puedan manifestar las reglas técnicas del taylorismo (entiéndase, por ejemplo, indiferencia respecto de la calificación del trabajador, especialización en funciones con escaso grado de complejidad que no generan un estímulo mental adecuado, imposibilidad de desarrollo profesional, inexistencia de responsabilidad, etc.), se halla una consecuencia global del sistema que no hace otra cosa que reproducir una particular concepción de la relación capital-trabajo: no se permite al trabajador apreciar el resultado final de su labor, ya que normalmente actúa sobre una mínima parte del producto final11.
De esta manera, el modelo de producción en serie no se explica solamente desde opciones técnicas de organización del trabajo, ya que se erige también en una forma de excluir del proceso cognoscitivo y decisional a los trabajadores, impidiéndoles instrumentalizar su propio trabajo a efectos de comprender el funcionamiento técnico y social en el que se encuentran insertos12. Nótese, por consiguiente, que, al margen de una simple finalidad de orden técnico-económico, la organización científica del trabajo aporta a la dirección empresarial un poderoso instrumento de control de los trabajadores. Ahora bien, como no puede ser de otro modo, esta concepción bifuncional de la organización taylorista, viene a transformar a las partes de la relación de trabajo en sujetos con elementos caracterizadores perfectamente definidos. En primer término, dado que tan importante para la planificación de la producción resulta asignar al obrero una tarea específica, como que este la cumpla, la figura del empleador adquiere, por necesidad, una condición unitaria que le permita controlar de forma absoluta la prestación personal del trabajador. De ahí que, su interés por usar fórmulas descentralizadoras a través de figuras civiles vigentes como el contrato de ejecución de obra o el arrendamiento de servicios, fuera, por decirlo de algún modo, inexistente13. De otro lado, en segundo término, la figura del trabajador, en tanto sujeto cuyo comportamiento queda ajustado a las reglas de la dirección científica con el objeto de optimizar su rendimiento, asume una doble condición: la de ser homogéneo y al mismo tiempo fungible. Es importante resaltar este nuevo estatuto del trabajador,