Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo. Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo - Benito Pérez Galdós


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componer al instante. Es uno de aquellos interesantes y conmovedores anuncios del Diario de Madrid, que dicen: «Se necesita un joven de diecisiete a dieciocho años, que sepa de cuentas, afeitar, algo de peinar, aunque sólo sea de hombre, y guisar si se ofreciere. El que tenga estas partes, y además buenos informes, puede dirigirse a la calle de la Sal, número 5, frente a los peineros, lonja de lanería y pañolería de D. Mauro Requejo, donde se tratará del salario y demás».

      Al leer el nombre del tendero, un recuerdo viene a mi mente: – D. Mauro Requejo – digo. – Yo he oído este nombre en alguna parte.

      II

      He recordado días tan felices, y ahora me corresponde contar lo que me pasó en uno de aquellos viajes. No se olvide que he empezado mi narración en Marzo de 1808, y cuando yo había honrado el Real Sitio con diez o doce de mis visitas. En el día a que me refiero, llegué cuando la misa había concluido, y desde el portal de la casa un armonioso son de flauta me anunció que D. Celestino estaba tan alegre como de costumbre, señal de que nada desagradable ocurría en la modesta familia. Inés salió a recibirme, y hechos los primeros cumplidos, me dijo:

      – El tío Celestino ha recibido una carta de Madrid, que le ha puesto muy alegre.

      – ¿De quién? – pregunté.

      – No me lo ha dicho su merced, ni tampoco lo que la carta reza; pero él está contento y… dice que la carta trae muy buenas noticias para mí.

      – Eso es particular – añadí confundido. – ¿Quién puede escribir desde Madrid cartas que a ti te traigan buenas noticias?

      – No sé; pero pronto saldremos de dudas – repuso Inés. – El tío me dijo: «Cuando venga Gabriel y nos sentemos a la mesa, os contaré lo que dice la carta. Es cosa que interesa a los tres: a ti principalmente, porque eres la favorecida, a mí porque soy tu tío, y a él porque va a ser tu novio cuando tenga edad para ello».

      No hablamos más del caso, y entré en el cuarto del buen sacerdote y humanista. Una cama cubierta de blanquísima colcha pintada de verdes ramos ocupaba el primer puesto en el reducido local. La mesa de pino con dos o tres sillas que le servían de simétrica compañía, llenaba el resto, y aún quedaba espacio para una cómoda estrambótica, con chapas y remiendos de diversos palos y metales. Completaban tan modesto ajuar un crucifijo y una virgen vestida de terciopelo, y acribillada de espadas y rayos, ambas imágenes con sendos ramos de carrasca o de olivo clavados en varios agujeritos que para el caso tenían las peanas. Los libros, que eran muchos, no cubrían por el orden de su colocación más que media mesa y media cómoda, dejando hueco para algunos papeles de música y otros en que borrajeaba versos latinos el buen cura. Desde la ventana se veía un huerto no mal cultivado, y a lo lejos las elevadas puntas de aquellos olmos eminentes que guarnecen como hileras de gigantescos centinelas todas las avenidas del Real Sitio. Tal era la habitación del padre Celestino.

      Sentámonos los tres, y el tío de Inés me dijo:

      – Gabrielillo: tengo que leerte una poesía latina que he compuesto en loor del serenísimo señor príncipe de la Paz, mi paisano, amigo y aun creo que pariente. Me ha costado una semanita de trabajo; que componer versos latinos no es soplar buñuelos. Verás, te la voy a leer, pues aunque tú no eres hombre de letras, qué sé yo… tienes un pícaro gancho para comprender las cosas… Luego pienso enviarla a Sánchez Barbero, el primero de los poetas españoles desde que hay poesía en España; y no me hablen a mí de fray Luis de León, de Rioja, de Herrera, ni de todos esos que compusieron en romance. Fruslerías y juegos de chicos. Un verso latino de Sánchez Barbero vale más que toda esa jerga de epístolas, sonetos, silvas, églogas, canciones con que se emboba el vulgo ignorante… Pero vuelvo a lo que decía, y es que antes que aquel fénix de los modernos ingenios la examine, quiero leértela a ti a ver qué te parece.

      – Pero, Sr. D. Celestino, si yo no sé ni una palabra en latín, a no ser Dominus vobiscum y bóbilis bóbilis.

      – Eso no importa. Precisamente los profanos son los que mejor pueden apreciar la armonía, la rimbombancia, el cre rotundo, con que tales versos deben escribirse – dijo el clérigo con tenacidad implacable.

      Inés me dirigió una mirada en que me recomendaba, con su habitual sabiduría, la abnegación y la paciencia para soportar al prójimo impertinente. Ambos prestamos atención, y D. Celestino nos leyó unos cuatrocientos versos, que sonaban en mi oído como una serie de modulaciones sin sentido. Él parecía muy satisfecho, y a cada instante interrumpía su lectura para decirnos: – ¿Qué os parece ese pasajillo? Inés: a esa figura llamamos lítote, y a este paloteo de las palabras para imitar los ruidos del mar tempestuoso de la nación cuando lo surca la nave del Estado se llama onomatopeya, la cual figura va encajada en otra que es la alegoría.

      Así nos fue leyendo toda la composición, de la cual figúrense Vds. lo que entenderíamos. Aún conservo en mi poder la obra de nuestro amigo, que empieza así:

      Te Godoie, canam pacis: tua munera caelo

      Inserere aegrediar: per te Pax alma biformem

      Vincla recusantem conduxit carcere Janum.

      Cuatrocientos versos por este estilo nos tragamos Inés y yo, siendo de notar que ella atendía a la lectura con tanta formalidad como si la comprendiera, y aun en los pasajes más ruidosos hacía señales de asentimiento y elogio, para contentar al pobre viejo: ¡tal era su discreción!

      – Puesto que os ha agradado tanto, hijos míos – dijo D. Celestino guardando su manuscrito, – otro día os leeré parte del poema. Lo dejo para mejor ocasión, y así se comparte el placer entre varios días, evitando el empacho que produce la sucesión de manjares demasiado dulces y apetitosos.

      – ¿Y piensa Vd. leérsela también al príncipe de la Paz?

      – ¿Pues para qué la he escrito? A Su Alteza Serenísima le encantan los versos latinos… porque es un gran latino… y pienso darle un buen rato uno de estos días. Y a propósito, ¿qué se dice por Madrid? Aquí está la gente bastante alarmada. ¿Pasa allá lo mismo?

      – Allá no saben qué pensar. Figúrese Vd., la cosa no es para menos. Temen a los franceses que están entrando en España a más y mejor. Dicen que el rey no dio permiso para que entrara tanta gente, y parece que Napoleón se burla de la corte de España, y no hace maldito caso de lo que trató con ella.

      – Es gente de pocos alcances la que tal dice-repuso D. Celestino. – Ya saben Godoy y Bonaparte lo que se hacen. Aquí todos quieren saber tanto como los que mandan, de modo que se oyen unos disparates…

      – Lo de Portugal ha resultado muy distinto de lo que se creía. Un general francés se plantó allá, y cuando la familia real se marchó para América, dijo: «Aquí no manda nadie más que el Emperador, y yo en su nombre; vengan cuatrocientos milloncitos de reales, vengan los bienes de los nobles que se han ido al Brasil con la familia real».

      – No juzguemos por las apariencias – dijo D. Celestino; – sabe Dios lo que habrá en eso.

      – En España van a hacer lo mismo – añadí; – y como los Reyes están llenos de miedo, y el príncipe de la Paz tan aturrullado, que no sabe qué hacer…

      – ¿Qué estás diciendo, tontuelo? ¿Cómo tratas con tan poco respeto a ese espejo de los diplomáticos, a esa natilla de los ministros? ¿Que no sabe lo que se hace?

      – Lo dicho, dicho. Napoleón les engaña a todos. En Madrid hay muchos que se alegran de ver entrar tanta tropa francesa, porque creen que viene a poner en el trono al príncipe Fernando. ¡Buenos tontos están!

      – ¡Tontos, mentecatos, imbéciles! – exclamó con enfado el padre Celestino.

      – Lo que fuere sonará. Si vienen con buen fin esos caballeros, ¿por qué se apoderan por sorpresa de las principales plazas y fortalezas? Primero se metieron en Pamplona engañando a la guarnición; después se colaron en Barcelona, donde hay un castillo muy grande que llaman el Monjuich. Después fueron a otro castillo que hay en Figueras, el cual no es menos grande, el mayor del mundo, según dice Pacorro Chinitas, y lo cogieron también, y por último se


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