Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo. Benito Pérez Galdós
voz tartamuda dijo así:
– Ya que Vuestra Alteza tiene el honor de… no… digo… ya que yo tengo el honor de ser recibido por Vuestra Alteza serenísima… decía que me felicito de que la salud de Vuestra Alteza sea buena, para que por mil años sigamos haciendo el bien de la nación…
El príncipe parecía muy preocupado, y no contestó al saludo sino con una ligera inclinación de cabeza. Después pareció recordar, y dijo:
– Es Vd. el señor chantre de la catedral de Astorga, que viene a…
– Permítame Vuestra Alteza – interrumpió D. Celestino- que ponga en su conocimiento cómo soy el cura de la parroquia castrense de Aranjuez.
– ¡Ah! – exclamó el príncipe, – ya recuerdo… el otro día… se le dio a Vd. el curato por recomendación de la señora condesa de X (Amaranta). Es usted natural de Villanueva de la Serena.
– No señor: soy de los Santos de Maimona. ¿No recuerda Vuestra Alteza esa villa? En el camino de Fuente de Cantos. Allí se cogen unas sandías que pesan muchas arrobas, y también hay muchos melones… Pues, como decía a Vuestra Alteza, hoy venía con dos objetos: con el de tener el honor de presentarme a Vuestra Alteza, para que este chico lea un poema latino que ha compuesto… no, quiero decir…
D. Celestino se atragantó, mientras que el Príncipe, asombrado de mi precocidad en el estudio de los clásicos, me miraba con ojos benévolos.
– No – dijo el cura entrando de nuevo en posesión de su lengua. – El poema ha sido compuesto por mí, y, accediendo a los deseos de V. A. voy a comenzar su lectura.
El Príncipe adelantó la mano con ese instintivo movimiento que parece apartar un objeto invisible. Pero D. Celestino no comprendió que su protector rechazaba por medio de un movimiento físico la amenazadora lectura del poema, y firme en su propósito, desenvainó el manuscrito homicida. En el mismo instante Godoy, que atendía poco a nosotros, y parecía estar pensando cosas muy graves, volviose bruscamente hacia la mesa y empezó a hojear de nuevo los papeles.
D. Celestino me miró y yo miré a D. Celestino.
Así transcurrió un minuto al cabo del cual el Príncipe dirigiose hacia nosotros y dijo señalando unas sillas:
– Siéntense Vds.
Después siguió en su investigación de papeles. Sentados en nuestros asientos el cura y yo nos hablábamos en voz baja.
– Para exponerle tu pretensión – me dijo el tío de Inés, – debes esperar a que yo lea mi poema, en lo cual con la pausa conveniente no tardaré más que hora y media. El admirable efecto que le ha de producir la audición de los versos clásicos a que es tan aficionado, le predispondrá en tu favor, y no dudo que te concederá cuanto le pidas.
Después de otro rato de espera, un oficial entró para dar un despacho al Príncipe. Este le abrió al punto, y después que lo hubo leído con mucha ansiedad, dejolo sobre la mesa y se dirigió hacia don Celestino.
– Dispénseme Vd. – dijo- mi distracción. Hoy es día para mí de ocupaciones graves e inesperadas. No pensaba recibir a nadie en audiencia, y si le mandé entrar a Vd. fue porque sabía no es de los que vienen a pedirme destinos.
D. Celestino se inclinó en señal de asentimiento, y yo dije para mí: «Lucidos hemos quedado». Después dirigiose S. A. a mí, y me dijo:
– En cuanto al poema latino que este joven ha compuesto, ya tengo noticias de que es una obra notable. Persista Vd. en su aplicación a los buenos estudios y será un hombre de provecho. No puedo hoy tener el gusto de conocer el poema; pero ya me habían hablado de Vd. con grandes encomios y desde luego formé propósito de que se le diera a Vd. una plaza en la oficina de Interpretación de Lenguas, donde su precocidad sería de gran provecho. Sírvase usted dejarme su nombre…
D. Celestino iba a contestar rectificando el error; pero su turbación se lo impidió. Antes que mi compañero pudiera decir una palabra, levanteme yo, y extendiendo mi nombre sobre un papel que en la mesa encontré, ofrecilo respetuosamente al Príncipe, que concluyó así:
– Ruego a Vds. que tengan la bondad de retirarse, pues mis ocupaciones no me permiten prolongar esta audiencia.
Hicimos nuevas cortesías, D. Celestino balbuceó las fórmulas pomposas propias del caso, y salimos del despacho del Príncipe. Al pasar por la sala donde esperaban con impaciencia los demás pretendientes, el ujier lanzó esta terrorífica exclamación: – «¡No hay audiencia!».
Al encontrarse en la calle, el buen cura, recobrando la serenidad de su espíritu y la soltura de su lengua, me dijo con cierto enojo:
– ¿Por qué no le dijiste tú que el poema no era tuyo sino mío?
No pude menos de soltar la risa, viéndole picado en su amor propio, y considerando el extraño resultado de nuestra visita al príncipe de la Paz.
VII
– Pues, Gabrielillo – me dijo D. Celestino cuando entrábamos en la casa, – cierto es que hay demasiada gente en el pueblo. Se ven por ahí muchas caras extrañas, y también parece que es mayor el número de soldados. ¿Ves aquel grupo que hay junto a la esquina? Parecen trajineros de la Mancha… y entre ellos se ven algunos uniformes de caballería. Por este lado vienen otros que parecen estar bebidos… ¿oyes los gritos? Entrémonos, hijo mío, no nos digan alguna palabrota. Aborrezco el vulgo.
En efecto, por las calles del Real Sitio, y por la plaza de San Antonio discurrían más o menos tumultuosamente varios grupos, cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador. Asomábase a las ventanas el vecindario todo, para observar a los transeúntes, y era opinión general, que nunca se había visto en Aranjuez tanta gente. Entramos en la casa, subimos al cuarto de D. Celestino, y cuando este sacudía el polvo de su manteo y alisaba con la manga las rebeldes felpas del sombrero de teja, la puerta se entreabrió, y una cara enjuta, arrugada y morena, con ojos vivarachos y tunantes, una cara de esas que son viejas y parecen jóvenes, o al contrario, cara a la cual daba peculiar carácter toda la boca necesaria para contener dos filas de descomunales dientes, apareció en el hueco. Era Gorito Santurrias, sacristán de la parroquia.
– ¿Se puede entrar, señor cura? – preguntó, sonriendo, con aquella jovialidad mixta de bufón y de demonio que era su rasgo sobresaliente.
– A tiempo viene el Sr. Santurrias – dijo el cura frunciendo el ceño, – porque tengo que prevenirle… Sepa Vd. que estoy incomodado, sí señor; y pues los sagrados cánones me autorizan para imponerle castigo… allá veremos… y digo y repito que la gente que se ve por ahí no viene a lo que Vd. me indicó esta mañana. Pues no faltaba más.
– Señor cura – contestó irrespetuosamente Santurrias, – esta noche me desollará las manos la cuerda de la campana grande. Es preciso tocar, tocar para reunir la gente.
– ¡Ay de Santurrias si suenan las campanas sin mi permiso!… Pero ¿qué quiere esa gentuza? ¿Qué pretende?
– Eso lo veremos luego.
– Ande Vd. con Barrabás, diablo de siete colas. ¿Pero a qué viene esa gente a Aranjuez? – repitió D. Celestino dirigiéndose a mí. – Gabriel, se nos olvidó advertir al señor príncipe de la Paz lo que pasa, y aconsejarle que no esté desprevenido. ¡Cuánto nos hubiese agradecido Su Alteza nuestro solícito interés!
– Ya se lo dirán de misas – murmuró burlonamente Santurrias. – Lo que quiere esa gente es impedir que nos lleven para las Indias a nuestros idolatrados Reyes.
– ¡Ja, ja! – exclamó el sacerdote poniéndose amarillo. – Ya salimos con la muletilla. Como si uno no tuviera autoridad para desmentir tales rumores; como si uno no fuera amigo de personas que le enteran de lo que pasa; como si uno no estuviera al tanto de todo.
Diciendo esto, D. Celestino no quitaba de mí los ojos, buscando sin duda una discreta conformidad con sus afirmaciones. En tanto Santurrias, que era uno de los sacristanes más tunos y desvergonzados que he visto en mi vida, no cesaba de burlarse de su superior jerárquico, bien contradiciéndole en