Episodios Nacionales: El equipaje del rey José. Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: El equipaje del rey José - Benito Pérez Galdós


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están la Nava, Rueda, la Seca, Mojados y demás cepas…

      – ¿Con que a Valladolid?

      – No faltarán batallas… – indicó el joven con énfasis. – Napoleón ha mandado un recado a su hermano, diciéndole que salga a campaña.

      – ¿Un recadito?

      – Y nosotros salimos también… Y con nosotros los ministros, y con los ministros los empleados, y con los empleados…

      – Con los empleados los empleos – añadió Lobo. – Eso será bueno.

      – En palacio están empaquetando a toda prisa cuadros y alhajas – prosiguió Salvador con alborozo y orgullo, propios de la juventud al verse portadora de nuevas estupendas. – Ayer embaulamos juntamente con la batería de cocina una tabla pintorreada que llaman el Pasmo de Sicilia… Nos llevamos hasta los clavos… Dentro de pocos días se van a embargar todos los coches y carros de la villa, y aún no bastará.

      – ¡Todos los carros! Pero esta gente nos va a dejar sin un alfiler para atrabarnos las chorreras.

      – ¿Acaso vinieron a otra cosa? Pues qué – afirmó Salmón, – ¿cree Vd. que esa gente ha sabido lo que es pan antes de venir a España?

      – Y ahora, señores – dijo el militarejo, – harán Vds. bien en marcharse cada uno a su casa de dos en dos, porque la policía no gusta de ver grupos en los alrededores de palacio.

      Esta advertencia produjo rápidos efectos: deshízose el grupo, y por parejas se alejaron en direcciones diversas los esclarecidos varones, marchando cuál a su oficina, cuál a su tienda, este a la escribanía, aquel al convento, quién a la tertulia de la botica, quién a los estrados de las damas y a las reuniones de la gente tónica, afanosos todos de transmitir las noticias recibidas, que de calle en calle, de sala en sala, y de boca en boca iban desfigurándose y abultándose hasta el punto de que no las conocería el mismo que las lanzó a los vaivenes y agitaciones del mundo.

      ¡Y entonces no había periódicos!

      José Bonaparte había salido en efecto para Valladolid, obedeciendo a su amo y hermano que le mandaba ponerse al frente del ejército, mientras él, no escarmentado con la desastrosa campaña de la Moscowa, se disponía a emprender otra nueva en Alemania contra la sexta coalición.

      Cuando el coche, pasado el arco de San Vicente, torció a la derecha en dirección a la Puerta de Hierro, Su Majestad, que hablaba con el general Jourdan, dejó a este con la palabra en suspenso, y se asomó por la portezuela para contemplar el real palacio que quedaba detrás, sentado en los bordes de la villa, con un pie arriba y otro abajo, destacando su enorme cuerpo blanco sobre las rampas de ladrillo que le sirven de trono y sobre la verdura de los árboles que le sirven de alfombra. José Bonaparte dirigió al edificio una mirada en la cual difícilmente podrían conocerse los sentimientos de su corazón. Aquel abandonado albergue que veía Su Majestad tras sí, ¿era una mansión risueña, de la cual no podía alejarse sin pena, o por el contrario, cueva horrorosa en cuyo recinto no había sino cautiverio y tristeza? ¿Era grata al intruso la idea del regreso, o se complacía su ánimo con el pensamiento de perder de vista para siempre la enorme casa blanca y las rojas murallas y el jardín rastrero entre cuyo follaje levanta el abollado sombrerete de su techo, la ermita de la Virgen del Puerto?…

      Napoleón el Chico, después del triste mirar, recostose taciturno en el fondo del coche, mas no oyeron sus cortesanos ningún suspiro como el que en parecido caso regaló a la historia Boabdil el de Granada. Reanudose la conversación entre José y el mariscal Jourdan. Madrid y su palacio y su polvo y su claro cielo y su aire sutil no fueron ya para el hermano de Bonaparte más que un recuerdo.

      II

      Salvadorcillo Monsalud era un joven de veintiún años, de estatura mediana y cuerpo airoso y flexible. Su rostro moreno asemejábase un poco al semblante convencional con que los pintores representan la interesante persona de San Juan Evangelista, barbilampiño y un poco calenturiento, con singular expresión de ansiedad inmensa o de aspiración insaciable en los grandes ojos negros. Grave seriedad sentimental se desprendía de su persona, de su voz y de su porte; cautivaba a todos por su bondad, y a las muchachas por sus modales corteses y su agraciada delicadeza no adquirida con la educación, pues había nacido en cuna muy humilde. Era como el Evangelista, algo tímido y muy circunspecto, lo cual no resultaba útil en este siglo, ni aun cuando principiaba. Con su traje de guardia española, Monsalud estaba muy gallardo; pero sin aquel espantable continente marcial que caracteriza a los militares de afición: era su figura la de un soldado en yema o campeón verde que aún no se había endurecido al sol de los combates, ni acorazado con la provocativa soberbia y fanfarronería de una larga vida de cuarteles.

      Este joven tenía por tío a Andrés Monsalud, que vivía en la Cava Baja, y por amigo íntimo y confidente a un compatriota llamado Juan Bragas, que con él viniera poco antes de la Puebla de Arganzón a buscar fortuna. Había emigrado Salvador por razones que se conocerán en el transcurso de esta historia, y que no eran ciertamente alegres. Indeciso primero sobre la carrera a que debía dedicarse, y no sintiéndose con vocación para el comercio ni para la curia ni para la Iglesia, entrose de rondón por la puerta del militarismo, ancha y abierta siempre, y que tiene la ventaja sobre las demás puertas, incluso la Otomana, de llevar rápidamente a todas partes. Diérale su buena madre al partir una cantidad que podía parecer considerable en el condado de Treviño, pero que en Madrid era de esas que se disuelven pronto en la inmensidad de la vida, como grano de sal en tinaja de agua. Viéndose pues, el joven sin nada blanco ni amarillo en sus arcas, y no teniendo más tesoro que los sabios consejos de su insigne tío D. Andrés Monsalud, resolvió aprovecharse de este caudal, que a todas horas se le vertía en los oídos, ya en forma de reprimenda, ya con color de amonestación. No por entusiasmo, no por falta de patriotismo, no por bélico ardor, sino por necesidad, entró Salvador en uno de los regimientos españoles que servían malamente a José, y a los cuales llamábamos entonces jurados. Bien pronto le dieron las charreteras de sargento.

      Eran los individuos de estos cuerpos muy aborrecidos y escarnecidos en Madrid, por servir al enemigo intruso, tirano y ladrón de la patria; pero Monsalud no se preocupaba de esta falta de estimación, que al recaer sobre la infame bandera, alcanzaba también a su humilde persona. Aunque el joven tenía ideas y no pocas, si bien revueltas y confusas y desordenadas, aún no poseía las que comúnmente se llaman ideas políticas, es decir, no había llegado, a pesar del vehemente ardor de la generación de entonces, al convencimiento profundo de que la solución nacional fuese mejor o peor que la extranjera. No faltaba ciertamente en su corazón el sentimiento de la patria; pero estaba ahogado por el precoz desarrollo de otro sentimiento más concreto, más individual, más propio de su edad y de su temple, el amor. Está escrito, que en ciertos casos, tal vez siempre, el rostro de una mujer tenga mayores dimensiones y ocupe dentro del universo más grande espacio que las inmensidades materiales y morales de la patria. Por esta causa, por este aparente absurdo, Fernando el Deseado y José Bonaparte eran a los ojos de Monsalud dos figuras lejanas y pequeñitas, que apenas se parecían en las nieblas del cerrado horizonte.

      Quién era la persona que así llenaba la fantasía y ocupaba las potencias todas del alma de este joven, sabralo el lector más adelante, cuando con sus propios ojos la vea y oiga su vocecita y conozca su historia. Monsalud estaba solo en Madrid, porque realmente, para él los cien mil habitantes de la capital, no eran nadie, ni su amigo y su tío eran tampoco gran cosa. La soledad y la distancia habían ahondado el hoyo de su pensamiento, dentro del cual tristemente se revolvía, escarbando con ardor por todos lados sin hallar salida, ni respiro, ni luz.

      Hemos dicho que tenía un amigo, sí, Juan Bragas, joven nacido como Monsalud en el lugar de Pipaón, y que poseedor de mayores recursos y valimiento había resistido a las primeras escaseces de la vida cortesana, pescando al fin por lo muy pedigüeño y sumiso, una pluma de ganso en las covachuelas. Juan Bragas era, pues, covachuelista, es decir, palote árido y enteco en el cual debía injertarse después la vigorosa rama del funcionario público. Su carácter difería mucho del de Monsalud, y, sin embargo se juntaban ambos jóvenes con sumo gusto para charlar y referirse sus respectivas desventuradas aventuras.

      Juan Bragas carecía por completo de imaginación


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