Episodios Nacionales: Memorias de un cortesano de 1815. Benito Pérez Galdós
roto plato ni escudilla. Quien les viera, creyéralos a ellos jueces y a nosotros ladrones en cuadrilla, trocados los papeles, y convertidos los ajusticiadores en ajusticiados. Viendo tan descarada desvergüenza, no me pude contener, y a varios de ellos les dije cuatros frescas bien dichas y dos docenas de verdades como puños, siendo tal su cobardía, que no se atrevieron a contestarme, ni aun siquiera a soportar el mortífero rayo de mis ojos.
Yo les veía pasar de sus casas a las cárceles, y siempre me parecían pocos. Hubiera deseado que aquellos bergantes se multiplicaran para que fuese más grande el esplendor de la hazaña que estábamos consumando. ¡Oh!, ver a Madrid limpio de liberales, de gaceteros, de discursistas, de preopinantes, de soberanistas, de republicanos, de volterianos, de masones… ¡Esto era para enloquecer al menos entusiasta!
Llegaste al fin, ¡oh día 11 de Mayo, y tus primeras luces vieron al devoto pueblo de Madrid corriendo por las calles como impetuoso río, sin que ningún dique bastase a contener las desbordadas olas de su gozo! ¡ Oh, qué pueblo! ¡Y cómo gritaba celebrando el acabamiento de la tiranía! ¡Y con cuánto amor invocaba al Dios Todopoderoso y a su Santísima Madre, llevando en triunfo a los benditos frailes y arrastrando por las enlodadas calles las sacrílegas imágenes de la libertad, que exornaban el palacio del charlatanismo; arrancando la lápida de la Constitución y cuantos letreros y signos y figuras, recordasen la conjurada borrasca!… De seguro lo pasaran mal los señores encarcelados, si por acaso les echara la zarpa el discreto y sapientísimo vulgo. Hubo quien a grito herido pidió que se permitiera al pueblo hacer justicia por sí mismo en la ruin persona de los orgullosos caídos, pero la cosa no pasó de aquí.
Por mi parte trabajé en aquel día más que en otro alguno de mi vida. ¡Virgen de las Angustias! ¡Qué idas y venidas, qué mareo, qué ansiedad!… Sólo por causa tan santa y por el inextinguible amor del inocente Fernando, puede un hombre molerse y descoyuntarse como yo lo hice aquel día, con los hígados en la boca durante diez horas, sin dar paz a los pies ni a la lengua, ora arengando a estos, ora recomendando a los otros lo que habían de hacer, disponiendo y ordenando, conforme a la voluntad de mi patrono y de otros personajes de viso que andaban en el negocio.
¡Jesús, María y José! Flojita era la tarea en gracia de Dios… Al más pintado se la doy yo, seguro de que a la mitad de la jornada desfallecería, como no recibiera del cielo broncíneas piernas y garganta de acero. Ahí es nada… era preciso ir repartiendo dinero por los barrios bajos y convocar a determinados individuos de la majería, cuidando de andar con mucho pulso en lo del distribuir, porque a mucho que se abriera la mano, no quedaba nada para el repuesto del comisionado. Asimismo era indispensable ir de taberna en taberna y de garito en garito, contratando gente; avistarse con el tío Mano de Mortero, con Majoma y otros próceres del Rastro, para encomendarles delicadas comisiones, de esas que sólo a delicadísimos entendimientos pueden fiarse. También había que avisar a los padres franciscanos y agustinos, que estaban ocultos, para que saliesen a arengar a la muchedumbre; hacer correr noticias falsas de conspiraciones fraguadas por los revolucionarios; con otros muchos menesteres y ocupaciones que habrían rendido el organismo más fuerte y desquiciado el más sólido entendimiento y la más firme voluntad. Pero ¿de qué sirve la fe, si no es para hacer prodigios? Por la fe los hice yo en aquel memorable día; por la fe tuve cuerpo y alma y sentidos e ideas para tantas cosas; por la fe hice más yo solo que veinte compañeros encargados de iguales trapisondas.
Recordando aquel día y mi cansancio, el alma se me inunda de frenético gozo. Habíamos vencido a la infame pandilla, a un centenar de deslenguados charlatanes; les habíamos vencido sin más auxilio que un ejército y la autoridad del Rey, acompañado de la grandeza, del clero, de las clases poderosas; habíamos triunfado en sin igual victoria, y la monarquía absoluta, tal como la gozaron con pletórica felicidad nuestros bienaventurados padres, estaba restablecida; habíamos pisoteado la hidra asquerosa del democratismo extranjero, de la inmunda filosofía, devolviendo al trono su esplendor primero y a la autoridad real el emblema de su origen divino; habíamos derrotado a la impiedad, sacando a la religión sacrosanta de la sombra y abatimiento en que yacía; habíamos realizado una maravilla; habíamos sido los soldados de Cristo; sentíamos en nuestro pecho el aliento divino, y el regocijo de la bienaventuranza enardecía nuestras almas.
«¡Noche del 10 de Mayo! – decía el padre Castro en su inolvidable Atalaya. – ¡Ah, tú serás contada entre los días más solemnes que vio el mundo!… Españoles, alabemos y ensalcemos al Señor: que nuestra lengua no cese de cantar sus misericordias.
«Sí, españoles: Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Los principales cabezas de esta rebelión están ya presos en la capital y en las provincias. La sabiduría de nuestro idolatrado FERNANDO ha sabido combinar de tal modo los caminos de nuestra futura dicha, que es menester confesar que el Señor está en él. En un mismo día y en una misma hora han sido sorprehendidos todos estos verdugos de nuestra patria, y su exemplar castigo será la garantía más segura de nuestra perpetua felicidad. Confitemini Domino, quoniam bonus, quoniam in sæculum misericordia ejus. Españoles, alabad y bendecid al Señor. Nuestra patria es ya feliz: ya reina FERNANDO».
¡Sí, ya reinan Dios y Fernando!
III
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!… Señor, ¿con qué lengua cantaré tus alabanzas? ¿Qué palabras hay que no sean pálidas y frías para expresar mi gratitud? En la humildad nací, y del muladar de mi oscura condición sacome tu mano poderosa para llevarme a los dorados alcázares, donde las grandezas humanas dan idea de las grandezas divinas. Mi corazón se estremece de gozo al recordar mi primer paso por la dorada senda.
Era un domingo; habían pasado algunos días después de la entrada del Rey; funcionaba ya el nuevo ministerio; habían levantado su majestuosa cabeza, coronada con los laureles de cien siglos, el Real Consejo y Cámara de Castilla y la Sala de Alcaldes, cuando D. Buenaventura (algún nombre he de dar a mi protector para que se le distinga entre los individuos de que haré mención), me llamó a su despacho, y melifluamente me habló así:
– Dime, Braguitas, en cuál oficina quieres colocarte, pues ya he dado tu nombre al ministro, y no falta más que saber tu deseo para satisfacerle al punto.
– Señor – repuse, – como vayan por delante los veinte mil reales que Vuecencia me ha prometido, lo demás es cuestión secundaria. Sin embargo, mis aficiones…
– Ya sé que tú te inclinas a la Real Hacienda. Vas a lo positivo. ¿Te convendría la Caja de Amortización, los Pósitos, la Revisión de juros?…
– Iré, si Vuecencia no lo toma a mal, a Paja y Utensilios.
– Corriente… Mañana mismo tendrás tu nombramiento… Dime, ¿has llevado la carta a las monjas Bernardas?
– Desde esta mañana.
– ¿Me has limpiado las botas?
– Están como espejos.
– Bueno: antes de marcharte, pídele a doña Nicanora los calzones y la casaca que te prometí ayer. Con un poco de obra quedarán ambas prendas como nuevas… Ahora necesitas cierta ostentación, Juan: es preciso que te presentes como corresponde a un señor oficial segundo de Paja y Utensilios, y lo primero que has de hacer es dar las gracias al señor Ministro…
– ¿Las gracias?
– Seguramente. Ganabas 5.000 rs. en las covachuelas de la secretaría de Gracia y Justicia, y de golpe y porrazo pasas con 20.000 a Paja y Utensilios…
Mortificado por mi dignidad, un poco ofendida, permanecí en silencio; pero el insigne repúblico debió de adivinar mis pensamientos con su seguro tino, y me dijo:
– ¿Qué, no estás contento todavía? No sé en qué piensan los muchachos del día… Ya se ve… los tiempos que corren y los escándalos de estos últimos años han despertado las ambiciones de tal modo… En mis tiempos, lo que hoy se te da equivalía a un arzobispado de los de mejor renta.
– No me quejaré – repuse humildemente, – porque es propio de mi condición no pedir nada y aceptar lo que me dan; pero… si han de acomodarse las recompensas a los merecimientos…
– ¡Tus