Episodios Nacionales: La revolución de Julio. Benito Pérez Galdós
obra en la casa. Quiere aumentar la altura de todas las puertas y entradas del edificio, ja, ja… Y del gavilán que se ha llevado a la paloma, nada sé… Oí que es pintor».
Nada más pude sacarle, porque el buen señor, que temía exponer al frío su gordura sudorosa en tarde tan fría, dio por terminado el plantón, y se despidió, apretándome mis dos manos con una sola suya… «¿Con que pintor? – pensaba yo, encaminándome a la casa de Socobio para recoger a mi costilla. – Algo he descubierto; no dirá esa que he perdido el día». Visitas fastidiosas que iban sin duda a guluzmear, metiendo el hocico en el dolor de los padres de Virginia, me impidieron comunicar a Ignacia mi precioso descubrimiento. Llegó a la puerta nuestro coche, nos avisaron, partimos, y al bajar la escalera desembuché lo poco que sabía. En el trayecto de la calle de las Infantas a nuestra casa, Ignacia no hizo más que burlarse de mí con desenfado y gracejo. «Yo creí que esta tarde nos traerías a los dos fugitivos, cada uno por una oreja. ¿Y Sartorius, Zaragoza y Chico no te han dado más que esa luz: que el galán es pintor? ¿Y lo sabes por el gordo Mora?… ¡Pintor! Pues eso yo también lo supe, a poco de salir tú para el Ministerio. Me lo dijo Ceferina, una de las criadas de la prófuga».
En casa, tratando del mismo asunto, mi mujer, con poca seriedad a mi parecer, me dijo: «Averigua tú ahora qué es lo que pinta ese bandido, y quizás por el género de pintura saquemos el nombre.
– No creo que sea difícil sacar el nombre por el género, y el género por referencias que yo pediré a Federico Madrazo, a Carlos Rivera, o a Jenaro Villaamil…
– Pues no tardes, que ello corre prisa.
– ¿Y no te dijo Ceferina si es pintor notable?
– Notabilísimo.
– Pues los chicos que en Madrid descuellan en la pintura se pueden contar. Verás qué pronto doy con ese pillo.
– ¿A ti qué te parece?, ¿será pintor de historia, pintor de paisaje, de asuntos religiosos, o de Mitología?
– Me parece a mí – dije viendo asomos de chacota en la sonrisa de mi mujer- que es pintor de historia, y que la pinta al fresco.
– Sí, sí – exclamó ella, rompiendo a reír, – y voy a satisfacer tu curiosidad diciéndote el género… Es pintor… ¡de puertas!
– ¡De puertas! ¡Mujer, tú te chanceas!
– No… Pero no vayas a creer que pinta sólo puertas. Pinta también ventanas… En fin, Pepe: hablando seriamente: sabemos el oficio, el nombre no. Oye otro dato muy importante: es un chico guapísimo.
– ¿Joven?
– No representa más de los veinte años. Decía la Ceferina… y puso los ojos en blanco diciéndolo… que nunca creyó que pudiera existir un mozo tan guapo. Por la descripción que hace del tal, debe de ser un perfecto modelo de la hermosura de hombre.
– Bueno: ¿y cómo entró en la casa? ¿Le llamaron para que diera una mano de pintura al armario de la cocina?…
– No: fue llamado para componer una cerradura, porque su verdadero oficio es mecánico.
– No compondría una cerradura sola.
– Fueron dos, tres o más. Eran cerraduras que no querían dejarse abrir. Parece que lo arregló tan a gusto de Ernestito, que éste le dio el encargo de nuevas composturas. En la casa había molinillos de café y aparatos de asador con mecanismo, que no funcionaban. Pues él lo dejó todo que no había más que pedir, muy a satisfacción de Ernestito y de la señora. Luego le dijeron que buscase un pintor; querían dar una mano de blanco a la galería grande. A esto replicó que no había por qué llamar pintor, pues él era amañado para todo, y también pintaba.
– Eso es verdad. Bien probada está su maña para todo. Bueno; y en eso empleó algunos días…
– Más de cuatro, y más de seis. Observó Ceferina que la señora iba a verle pintar, y con él pasaba ratos largos de parloteo. Cuando las criadas llegaban allí, se callaban como muertos, o sólo hablaba la señora para decir: ‘Maestro, tiene usted que dar otra mano’. En los últimos días, la señora le llevó a las habitaciones interiores para que le barnizara un entredós. No llegó a barnizarlo, y todo se quedó en la preparación, raspando y afinando el mueble con lija…
– ¿Y no sabe más Ceferina?
– No sabe más. La fuga fue el lunes por la noche. Salió sola, con un lío de ropa, y dijo a Manuela, la criada vieja, que no volvería más. La hermana de la portera la vio por la calle del Baño andando presurosa con el pintor, cerrajero y alijador… Atravesaron la calle del Prado, y se perdieron de vista en la de León…
– Pues hay una pista segura. Cuando se necesitó en la casa un oficial mecánico para componer las cerraduras, ¿a quién se dio el encargo de buscarlo?
– A un albañil que fue al arreglo de las chimeneas. Este albañil se ha ido a la Mancha. No hay rastro de él.
– El caso es raro, extrañísimo por las circunstancias de tiempo y lugar; pero no nos asombremos de él como de un fenómeno estupendo, no visto jamás bajo el sol.
– Vamos, Pepe: eres capaz de disculpar la frescura y la indecencia de esa mujer? Yo concedo a las flaquezas humanas todo lo que se quiera; comprendo las pasiones repentinas, la ceguera de un momento, de un día; ¡pero fugarse así… condenarse a la deshonra para toda la vida, a la miseria…! No creas: yo tengo en cuenta todo, y, entre otras circunstancias, lo guapísimo que es el muchacho. Pues figurándomelo como un perfecto Adonis, todavía no entiendo la pasión de Virginia: ¡Vaya, que enamoricarse de un bigardo semejante, que quizás no sepa leer ni escribir… apestando a aceite de linaza y todo manchado de pintura… con aquellas manazas!… Pero ¿no piensas tú lo mismo?
– Querida mujer, me permitirás que reserve mi opinión mientras no conozca el caso por el anverso y el reverso, por la cara que da a la Sociedad y a las leyes, y por la otra cara, generalmente poco visible, que da a la Naturaleza y al reino de las almas.
19 de Enero. – Concertado tenía yo mi plan de campaña con el gobernador don José de Zaragoza; pero este digno funcionario presentó inopinadamente su dimisión por escrúpulos políticos muy respetables, y como no conozco al nuevo Pilatos, don Javier de Quinto, me entiendo con Chico, Jefe de la Policía. Presumo que este inmenso gato, buen conocedor de todos los agujeros donde se ocultan ratones y ratoncillos señalados por la ley, sabrá coger las vueltas a los ladrones de mujeres solteras o casadas. Hace tres días le vi en el Gobierno Civil: concertamos una entrevista en su casa; en ella estuve ayer y hablamos lo que voy a referir.
– Cuénteme, don Pepito, lo que le pasa – me dijo empleando las formas confianzudas a que cree tener derecho por sus años, por su autoridad policíaca, y aun por el miedo que inspira, – y yo veré en qué puedo servirle».
Expuesto el caso, resultó que ya tenía conocimiento de la evasión por referencias de don Pedro Egaña, íntimo amigo de los Socobios, y que había mandado buscar ese rastro, sin resultado alguno.
– Lo que contesté al don Pedro se lo repito a usted, señor don Pepito, a saber: que la política nos ocupa hoy todo el personal, y aun no basta, por lo que nos es muy difícil atender a los negocios de familia.
– Ya, ya comprendo – le dije- que con el cisco que se está armando no tiene usted ojos ni manos bastantes para perseguir y cazar conspiradores…
– Mi opinión es ésta: o suprimir la policía, dejando que haga cada quisque lo que le salga de los riñones, o aumentarla hasta que tengamos tantos agentes como españoles existen. Esto está perdido. Desde que cogió San Luis las riendas, se ha desatado el infierno: aquí conspiran progresistas y moderados, paisanos y militares, las señoras del gran mundo y los cesantes de todos los ramos, que se cuentan por miles; conspiran los aguadores, los serenos y hasta las amas de cría. Yo digo a los señores: «a las cabezas, a las cabezas…».
– Y a las cabezas apuntan. Ya van saliendo deportados casi todos los Generales…
– Que es avivar la hoguera en vez de