Sangre Y Arena. Vicente Blasco Ibanez
para todos, y fuera de la plaza quedaron miles de personas esperando ansiosas las noticias de la corrida.
Gallardo toreó, mató, fue volteado por un toro, sin sufrir heridas, y tuvo al público en continua angustia con sus audacias, que las más de las veces resultaron afortunadas, provocando colosales berridos de entusiasmo. Ciertos aficionados respetables en sus decisiones sonreían complacidos. Aún le faltaba mucho que aprender, pero tenía corazón y buen deseo, que es lo importante.
– Sobre todo, entra a matar de veras y no se sale del terreno de la verdad.
Las buenas mozas amigas del diestro agitábanse borrachas de entusiasmo, con histéricas contorsiones, los ojos lacrimosos, la boca chorreante, agotando en plena tarde el léxico de palabras amorosas que sólo usaban por la noche. Una arrojaba su mantón al redondel; otra, por ser más, añadía la blusa y el corsé; otra llegaba a despojarse de la falda, y los espectadores agarrábanlas riendo para que no se arrojasen a la arena o no quedaran en camisa.
En otro lado de la plaza, el viejo magistrado sonreía enternecido al través de su barba blanca, admirando la valentía del muchacho y lo bien que le sentaba el traje de «luces». Al verle volteado por el toro se echó atrás en su asiento, como si fuese a desmayarse. Aquello era demasiado fuerte para él.
En una contrabarrera pavoneábase orgulloso el marido de Encarnación, la hermana del diestro, un talabartero con tienda abierta, hombre sesudo, enemigo de la vagancia, que se había casado con la cigarrera prendado de sus gracias, pero con la expresa condición de no tratar al «maleta» de su hermano.
Gallardo, ofendido por el mal gesto del cuñado, no se había atrevido a pisar su tienda, situada en las afueras de la Macarena, ni a apearle el ceremonioso usted cuando de tarde en tarde le encontraba en casa de la señora Angustias.
– Voy a ver cómo corren a naranjazos al sinvergüenza de tu hermano— había dicho a su mujer al ir a la plaza.
Y ahora, desde su asiento, saludaba al diestro, llamándole Juaniyo, tratándole de tú, pavoneándose satisfecho cuando el novillero, atraído por tantos gritos, acabó por fijarse en él, contestándole con un movimiento de su estoque.
– Es mi cuñao— decía el talabartero, para que le admirasen los que estaban junto a él— . Siempre he creío que este chico sería argo en er toreo. Mi señora y yo le hemos ayudao mucho…
La salida fue triunfal. La muchedumbre se abalanzó sobre Juanillo, como si fuese a devorarlo con sus expansiones de entusiasmo. Gracias que estaba allí el cuñado para imponer orden, cubrirle con su cuerpo y conducirlo hasta el coche de alquiler, en el cual se sentó al lado del novillero.
Cuando llegaron a la casucha del barrio de la Feria iba tras el carruaje un inmenso grupo, a modo de manifestación popular, dando vítores que hacían salir las gentes a las puertas. La noticia del triunfo había llegado allí antes que el diestro, y los vecinos corrían para verle de cerca y estrechar su mano.
La señora Angustias y su hija estaban en la puerta de la casa. El talabartero casi bajó en brazos a su cuñado, monopolizándolo, gritando y manoteando en nombre de la familia para que nadie lo tocase, como si fuese un enfermo.
– Aquí lo tienes, Encarnación— dijo empujándolo hacia su mujer— . ¡Ni el propio Roger de Flor!
Y Encarnación no necesitó preguntar más, pues sabía que su marido, en virtud de lejanas y confusas lecturas, consideraba a este personaje histórico como el conjunto de todas las grandezas, y sólo osaba unir su nombre a sucesos portentosos.
Ciertos vecinos entusiastas que venían de la corrida piropeaban a la señora Angustias, admirando devotamente su abultado abdomen.
– ¡Bendita sea la mare que ha parió un mozo tan valiente!…
Las amigas la aturdían con sus exclamaciones. ¡Qué suerte! ¡Y poquito dinero que iba a ganar su hijo!…
La pobre mujer mostraba en sus ojos una expresión de asombro y de duda. Pero ¿era realmente su Juanillo el que hacía correr a la gente con tanto entusiasmo?… ¿Se habían vuelto locos?…
Mas de pronto cayó sobre él, como si se desvaneciese todo el pasado, como si sus angustias y rabietas fuesen un ensueño, como si confesara un vergonzoso error. Sus brazos enormes y flácidos se arrollaron al cuello del torero y las lágrimas mojaron una de sus mejillas.
– ¡Hijo mío! ¡Juaniyo!… ¡Si te viera el pobre de tu padre!
– No yore, mare… que hoy es día de alegría. Va usté a ve. Si Dios me da suerte, la haré una casa, y le verán sus amigas en carruaje, y va usté a yevar ca pañolón de Manila que quitará er sentío…
El talabartero acogió estos propósitos de grandeza con movimientos de afirmación ante la absorta esposa, que aún no había salido de su sorpresa por este cambio tan radical. Sí, Encarnación: todo lo haría este mozo si se empeñaba… Era extraordinario. ¡Ni el propio Roger de Flor!
Por la noche, en las tabernas de los barrios populares y los cafés, sólo se habló de Gallardo.
– El torero del porvenir. Ha quedao como las propias rosas… Ese chico va a quitar los moños a todos los califas cordobeses.
En estas afirmaciones latía el orgullo sevillano, en perpetua rivalidad con la gente de Córdoba, tierra igualmente de buenos toreros.
La existencia de Gallardo cambió por completo después de este día. Saludábanle los señoritos y le hacían sentar entre ellos en las puertas de los cafés. Las buenas mozas que antes le mataban el hambre y cuidaban de su ornato viéronse poco a poco repelidas con risueño desprecio. Hasta el viejo protector se alejó prudentemente, en vista de ciertos desvíos, y fue a poner su tierna amistad en otros muchachos que empezaban.
La empresa de la Plaza de Toros buscaba a Gallardo, mimándole como si fuese ya una celebridad. Anunciando su nombre en los carteles, el éxito era seguro: plaza llena. El populacho aplaudía entusiasmado al «niño de la señá Angustias», haciéndose lenguas de su valor. La fama de Gallardo extendiose por Andalucía, y el talabartero, sin que nadie solicitase sus auxilios, mezclábase en todo, arrogándose el papel de defensor de los intereses de su cuñado.
Hombre reflexivo y muy experto, según él, en los negocios, veía marcado para siempre el curso de su vida.
– Tu hermano— decía por las noches al acostarse con su mujer— necesita a su lao un hombre práctico que maneje sus intereses. ¿Crees tú que le vendría mal nombrarme su apoderao? Pa él una gran cosa. ¡Ni el propio Roger de Flor! Y pa nosotros…
El talabartero contemplaba en su imaginación las grandes riquezas que iba a ganar Gallardo, y pensaba igualmente en los cinco hijos que tenía y los que iban a venir seguramente, pues era hombre de una fidelidad conyugal incansable y prolífica. ¡Quién sabe si lo que ganase el espada acabaría por ser de sus sobrinos!…
Durante año y medio, Juan mató novillos en las mejores plazas de España. Su fama había llegado hasta Madrid. Los aficionados de la corte sentían curiosidad por conocer al «niño sevillano», del que tanto hablaban los periódicos y del que se hacían lenguas los inteligentes andaluces.
Gallardo, escoltado por un grupo de amigos de la tierra que residían en Madrid, se pavoneó en la acera de la calle de Sevilla, junto al Café Inglés. Las buenas mozas sonreían con sus requiebros y se les iban los ojos tras la gruesa cadena de oro del torero y sus grandes diamantes, preseas adquiridas con las primeras ganancias y a crédito de las futuras. Un matador debe mostrar que le sobra el dinero en el ornato de su persona y convidando generosamente a todo el mundo. ¡Cuán lejos estaban los días en que él, con el pobre Chiripa, vagabundeaba por la misma acera, temiendo a la policía, contemplando a los toreros con admiración y recogiendo las colillas de sus cigarros!…
Su trabajo en Madrid fue afortunado. Hizo amistades, y se formó en torno de él un grupo de entusiastas ganosos de novedad, que también le proclamaban el «torero del porvenir», protestando porque aún no había recibido la alternativa.
– A espuertas va a ganar el dinero, Encarnación— decía el cuñado— . Va a tener millones,