El enemigo. Jacinto Octavio Picón Bouchet

El enemigo - Jacinto Octavio Picón Bouchet


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fueron adquiriendo mayor desarrollo y duración cada día. Oyéndole, se olvidaba ella de que era sólo algo más que un criado: hablándola perdía él la noción de la distancia que les separaba. Algunos de estos diálogos tomaron giro extraño.

      – Hoy no le quitaré a Vd. tiempo. ¡Estoy más aburrida!… Voy de tiendas, a escoger un regalo para una amiga que se casa, y no sé qué comprar. Tiene diez y ocho años: fue compañera mía de colegio.

      – Esa edad tiene precisamente mi hermana.

      – No sabía que tuviera Vd. hermanos.

      – Además, tengo otro hermano mayor, que es cura. Pero de fijo no me veré yo en el apuro de comprar a Leocadia regalo de boda.

      – ¿Por qué?

      – Las muchachas de la condición de mi hermana no hallan fácilmente quien las ame.

      – Pues ¿de qué condición es su hermana de Vd.?

      – La vida de mi padre nos ha colocado en una situación muy modesta, señorita, pero superior a la de los infelices que necesitan ganar un jornal. Pertenecemos a esas últimas capas de la clase media que tocan de cerca la pobreza, y las mujeres de esta clase son muy difíciles de casar.

      – No se me alcanza la razón.

      – Es muy sencilla. No pueden casarse con un obrero, porque lo estorba la diferencia de vida y de gustos, y es raro que lleguen a enamorar a un rico. En cuanto a los hombres de posición análoga a la suya… a esos les está vedado el matrimonio.

      – ¡Qué ideas tan raras!

      – No; es frialdad para considerar las cosas. ¿Qué hogar puede crear, ni qué existencia ofrecer a su novia un hombre que gana, por ejemplo, lo que yo? Desengáñese Vd., señorita, el matrimonio no está al alcance de todas las fortunas.

      – ¡Cuando digo que piensa Vd. cosas muy raras! ¿De modo que una muchacha pobre no puede enamorar a un hombre rico, y viceversa?

      – Lo primero no es tan difícil; pero el viceversa es punto menos que imposible.

      – Explíquese Vd.

      – Los encantos de la mujer no necesitan la ayuda del dinero. Las cualidades morales y la belleza lo pueden todo. La misión del hombre es más difícil: primero, tiene que saber agradar, luego debe disponer de medios para sostener una familia.

      – ¿Y si esos medios los lleva la mujer? ¿O es que Vd. no cree que deba casarse el pobre con mujer rica? Pues lo estamos viendo a cada paso.

      – Hay algo de eso. El amor y el oro hacen juntos grandes cosas; pero ¡que pocas veces se unen! Además, créame Vd., señorita, siempre resulta sospechoso el hombre pobre que enamora a una rica. Las beldades adineradas son para nosotros como los brillantes para las modistillas, que cuando los lucen nadie los imagina honradamente ganados.

      – Es decir, que hablando clarito, y sin dulcificar las cosas, en nosotras la fortuna puede ser un obstáculo a la felicidad.

      – Ha acertado Vd. mi modo de pensar. Nunca debe el hombre pedir amor a la que puede enriquecerle. ¿Cómo creerá ella en su sinceridad? ¿Cómo adquirirá la certeza de que es ella, ella misma, el objeto de la adoración? A una divinidad que nada concede, le es dado creer en la sinceridad de los que la rezan; pero un dios que pagara con oro las oraciones, ¿cómo estaría cierto del amor que le ofrecieran?

      – ¡Qué sutilezas y qué modo de entender las cosas! Entonces, según Vd., la mujer rica no puede hallar sino marido rico. Pues no es así. Todos los días se casan ricas con pobres.

      – No: ocurre que señoritas más o menos acaudaladas se unen a pillos bien vestidos, elegantes, instruidos y hasta bien educados; pero no habrá Vd. visto nunca que una señorita rica se case con un hombre digno y verdaderamente pobre.

      – Según… Con un pobre, pobre, vamos, que no tenga donde caerse muerto, no.

      – Es natural. El oro inspira a la mujer desconfianza de la buena fe del hombre. ¿Quién es capaz de descubrir la verdad en corazón ajeno? Por eso no debe nunca exponerse nadie a que le culpen de ambicioso cuando sólo pretende ser amado.

      – Tristes verdades, si lo son, para las ricas.

      Quizá nada tuvieran de extraordinario las frases de Pepe, pero ella no había oído nunca hablar así.

      Otro día compró Paz para su gabinete un espejo antiguo con marco de talla, una verdadera obra de arte. Hojas de vid, tallos de yedra, flores, acantos, cintas y volutas encerraban la luna de ancho bisel: fue preciso restaurarlo, y cuando acabada la obra lo entregaron, mandó dejarlo en el despacho para que lo viese su padre, y allí lo vio también Pepe al descargarlo los mozos. Ella, con esa alegría infantil de quien ostenta una adquisición nueva, le dijo:

      – Mire Vd. mi compra. En todo Madrid no hay otro igual. Y barato. Cinco mil reales.

      Pepe, al examinar el espejo, hizo un gesto involuntario.

      – ¡Qué! ¿Es feo? Luis XV, barroco puro… ¿O le parece a Vd. caro?

      – No; es precioso.

      – Entonces… ¡Vamos, hombre, hable Vd.! ¿Vale menos de lo que me ha costado?

      – Señorita, y ¿con qué título puedo yo permitirme comentar sus actos ni aquilatar sus gustos?

      – No se trata de eso. ¿Es que le parece a usted mucho dinero? Cuando yo tengo confianza con Vd., debía Vd. tenerla conmigo.

      – El marco es hermoso y vale lo que cuesta.

      – No es Vd. sincero.

      – ¿Por qué, señorita?

      – Se lo conozco a Vd. en la cara; sea usted franco, hombre, sea Vd. franco. Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad?

      – ¿Y con qué derecho podría yo pensar así?

      – Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca para que hable, vaya, que quiero que hable Vd.

      Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo que a ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.

      – Lo que me ha dicho mi pensamiento – repuso Pepe tímidamente – es que el dinero no tiene igual valor para todos.

      – ¡Qué modo tan delicado tiene Vd. de decir las cosas!; pero cinco mil reales no son para nadie más que doscientos cincuenta duros.

      – Que representan para una familia pobre doscientos cincuenta días de vida.

      – En eso tiene Vd. razón. No se debían comprar ciertas cosas mientras hay quien se muere de hambre… pero así está el mundo. Sí, ya lo veo: una locura como esta representa el bienestar de muchos.

      – Y a veces, la vida de algunos.

      – De modo – siguió Paz – que Vd. es de esos que dicen que todo debía repartirse entre todos.

      – No, señorita. Hay males que no tienen remedio. Habría también que repartir el entendimiento y la virtud, y eso es imposible. Yo no he hecho sino pensar que, si a veces la fortuna escoge bien aquellos a quienes favorece, otras, en fuerza de ser ciega, raya en cruel.

      – Perdóneme Vd. Conozco que he cometido una torpeza. Pero no toda la culpa es mía.

      – ¿Por qué, señorita?

      – No he debido enseñar a Vd. ese trasto. Por lo que otras veces he oído, su situación, de Vd., dicho sea sin ofenderle, pues en ello no hay injuria, no es nada lisonjera. He hecho mal, he sido indiscreta, ¿verdad?

      – Señorita, ¡no se ensañe Vd. conmigo! mis palabras no encerraban la menor censura.

      – No, si la mitad de la culpa es de Vd.

      – No entiendo.

      – La cosa es clara. Usted ha hecho por su ingenio y con su conversación que yo le trate como a un amigo, y me he tomado la libertad de enseñar a Vd. lo que no debía.

      – ¿Quiere


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