Entre Naranjos. Vicente Blasco Ibanez
Ramón, que fue muchas veces alcalde de Alcira.
Ya lo había soltado. El pobre muchacho sentía la comezón de revelar su nombre, de decir quién era, de hacer sonar aquel apellido famoso en el distrito, para que su personalidad adquiriera realce ante la desconocida. Influida ella por el ejemplo, tal vez dijese quién era. Pero la hermosa señora se limitó a acoger su declaración con un ¡ah! de fría extrañeza, que no revelaba siquiera si su nombre le era conocido. Pero al mismo tiempo, le envolvió en una rápida mirada investigadora y burlona que parecía decir:
– Este muchacho tiene buena presencia, pero debe ser tonto.
Rafael enrojeció, adivinando que había cometido una simpleza al revelar su nombre sin que nadie se lo preguntara, con la misma prosopopeya que si estuviera en presencia de un rústico del distrito.
Se hizo un silencio penoso. Rafael quería salir de esta situación, le molestaba ver a aquella mujer glacial, indiferente; tratándole con cortesía desdeñosa, sosteniendo con gran corrección las distancias para evitar la familiaridad. Pero puesto ya en la pendiente, se atrevió a seguir preguntando:
– ¿Y piensa usted permanecer mucho tiempo en Alcira?…
Rafael creyó que se hundía el suelo bajo sus pies. Una nueva mirada de aquellos ojos verdes: pero esta vez fría, amenazadora, algo así como un relámpago lívido, reflejándose en el hielo.
– No sé… – contestó con una lentitud que parecía subrayar su desdén. – Yo acostumbro a abandonar los sitios cuando me fastidio en ellos.
Y tras una nueva pausa, miró a Rafael de frente, para saludarle con un frío movimiento de cabeza.
– Buenas tardes, caballero.
Rafael quedó anonadado. Vio cómo se dirigió a la portalada del santuario llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael. La vio cómo inclinándose cariñosamente sobre la hortelana enferma, abría un pequeño saco de raso que le presentaba su doncella; y rebuscando entre brillantes baratijas y bordados pañuelos sacaba la mano llena, brillando la plata entre sus dedos. La vació sobre el delantal de la asombrada campesina, dio algo también al ermitaño, que no manifestaba menos sobresalto, y abriendo la sombrilla roja emprendió la marcha seguida por la doncella.
Al pasar frente a Rafael, contestó al sombrerazo de éste con una inclinación elegante, casi sin mirarle, y comenzó a bajar la pedregosa pendiente de la montaña.
La seguía el joven con la mirada, al través de los pinos y los cipreses, viendo empequeñecerse aquel cuerpo soberbio de mujer fuerte y sana.
En torno de él parecía flotar aún su perfume, como si al alejarse le dejara envuelto en el ambiente de superioridad, de exótica elegancia que emanaba de su persona.
Vio Rafael aproximarse al ermitaño, ganoso de comunicar su admiración.
– ¡Quina señora! decía poniendo los ojos en blanco para expresar su entusiasmo.
Le había dado un duro, una rodaja blanca de las que hacía muchos años, por culpa de la poca fe, no subían a aquellas alturas. Y allí estaba Visanteta, la pobre enferma, sentada en la puerta de la ermita mirando fijamente su delantal, como hipnotizada por el brillo del puñado de plata; duros, pesetas dobles y sencillas, monedas de cincuenta céntimos; todo el contenido del bolso; hasta un botón de oro que debía ser de algún guante.
Rafael participaba del asombro. ¿Pero quién era aquella mujer?
– ¿Yo qué sé? – contestaba el rústico. Y guiándose por las palabras incomprensibles de la doncella, añadía con gran convicción: – Será alguna fransesa… Una fransesa rica.
Volvió Rafael a seguir con la vista las dos sombrillas que descendían la pendiente como insectos de colores. Disminuían rápidamente. Ya no era la grande más que un punto rojo: ya se perdía abajo en la llanura entre las verdes masas de los primeros huertos… ya había desaparecido.
Y al quedar solo, completamente solo, Rafael sufrió una gran explosión de ira. Le parecía odioso aquel lugar donde tan tímido y tan torpe se había mostrado. Le molestaba ver aún allí el relampagueo de aquella mirada fría, repeliéndole, evitando la aproximación. Le avergonzaba el recuerdo de sus estúpidas preguntas.
Y sin contestar al saludo del ermitaño y su familia, se lanzó monte abajo con la esperanza de volver a encontrarla, no sabía dónde. Rodaban las rojas piedras bajo sus pies. El heredero de don Ramón, esperanza del distrito, iba furioso; agitaba sus manos con nervioso temblor, como si quisiera abofetearse. Y con acento agresivo, como si hablase con su yo que abandonando la envoltura del cuerpo caminase delante de él, gritaba:
– ¡Imbécil!… ¡estúpido!… ¡¡Provinciano!!
IV
Doña Bernarda no llegó a sospechar el motivo por el cual su hijo se levantó al día siguiente pálido y ojeroso como quien ha pasado una mala noche. Tampoco sus amigos políticos adivinaron por la tarde la razón por la que Rafael, haciendo buen tiempo, fuese a encerrarse en la atmósfera densa del Casino.
Los más bulliciosos correligionarios le rodearon para hablar una vez más de la gran noticia que hacía una semana traía revuelto al partido. Iban a ser disueltas las Cortes; los diarios no hablaban de otra cosa. Dentro de dos o tres meses, antes de finalizar el año, nuevas elecciones, y con ellas el triunfo ruidoso y unánime de la candidatura de Rafael.
Don Andrés y los más graves de sus adeptos, andaban preocupados recordando fechas y haciendo cuentas con los dedos, como cortesanos que forman sus cálculos en vísperas de la declaración de mayor edad del príncipe.
El íntimo amigo y lugarteniente de la casa de Brull, era el más enterado. Si las elecciones se verificaban en la fecha indicada por los periódicos, a Rafael le faltarían unos cuantos meses, cinco o seis, para cumplir los veinticinco años. Pero él había escrito a Madrid consultando a los personajes del partido; el ministro de la Gobernación se mostraba conforme, había precedentes, y aunque a Rafael le faltase el requisito de la edad, el distrito sería para él. Ya no enviarían de Madrid más cuneros. Se acabaron los señorones desconocidos. Y toda la grey brullesca, se preparaba para la lucha con el entusiasmo ruidoso del que sabe que el triunfo está asegurado de antemano.
Todas estas manifestaciones dejaban frío a Rafael. El, que tanto había deseado la llegada de las elecciones para verse libre, allá en Madrid, permanecía insensible aquella tarde como si se tratara de la suerte de otro.
Miraba con impaciencia la mesa de tresillo donde don Andrés con otros tres prohombres jugaba su diaria partida, y esperaba el momento en que viniera cual de costumbre a sentarse junto a él, para que le contemplasen en sus funciones de Regente, cobijando bajo su autoridad y sabiduría de maestro al príncipe heredero.
Bien mediada la tarde, cuando el salón del casino estaba menos concurrido, la atmósfera más despejada, y las bolas de marfil quietas sobre el paño verde, don Andrés dio por terminada la partida, aproximándose a su discípulo, rodeado como siempre por los partidarios más pegajosos y aduladores.
Rafael fingía escucharles mientras preparaba mentalmente la pregunta que desde el día anterior deseaba hacer a don Andrés.
Por fin se decidió:
– Usted que conoce a todo el mundo. ¿Quién es una señora muy guapa que parece extranjera y que encontré ayer en la montañita de San Salvador?
Comenzó a reír el viejo, echando atrás la silla para que su vientre estremecido por la ruidosa carcajada, no chocase con el borde de la mesa.
– ¿También tú la has visto? – dijo entre los estertores de su risa. – Pues señor, ¡que ciudad esta! Llegó anteayer, y todos la han visto ya, y no hablan de otra cosa. Tú eres el único que faltaba a preguntarme… ¡Jo! ¡jo! ¡jo! ¡Pero qué ciudad esta!
Después, extinguida su risa, que asombraba a Rafael, continuó más tranquilo:
– Pues esa señora extranjera, como tú dices, es de aquí, y ha nacido en la misma calle que