Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez

Mare nostrum - Vicente Blasco Ibanez


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Moría Poncio de Santapáu, el almirante catalán; moría después el almirante valenciano Bernardo Ripoll, y la pérdida de estos jefes daba la victoria á los de Génova.

      Pero, un año después, la marina catalana tomaba el desquite en las costas de Cerdeña, sorprendiendo á la flota genovesa que favorecía la insurrección del juez de Arborea contra los monarcas de Aragón, señores de la isla. Ocho mil genoveses quedaban en el fondo del mar, y las naves vencedoras volvían á Barcelona con tres mil quinientos prisioneros y cuarenta y una galeras enemigas.

      Con este desastre se iniciaba la decadencia marítima de Génova. Los catalanes expulsaban á sus mercaderes de Egipto, monopolizando el comercio de África. Alfonso V de Aragón, el único rey marino de España, empleaba años después el resto de su existencia en expediciones contra Génova. Sus principios eran desgraciados.

      Ulises se acordó de su padrino Labarta al oír cómo este amigo del pasado hablaba del combate naval de la isla de Ponza. Aún no había llegado á consolarse de una derrota ocurrida en 1435.

      El rey y todos sus feudatarios aragoneses y sicilianos iban con armaduras de hierro, lo mismo que para un combate terrestre, y la pesada superioridad de sus armas les hacía ser vencidos por la ligereza y la táctica de las galeras genovesas. Alfonso V, su hermano el rey de Navarra y todo el cortejo de magnates quedaban prisioneros de la República. Asustada ésta por la importancia de su presa, confiaba los cautivos á la guarda del duque de Milán… Pero los monarcas se entienden fácilmente para engañar á los gobiernos democráticos, y el soberano milanés daba suelta al rey de Aragón con todo su acompañamiento. Luego, éste bloqueaba á Génova con una enorme flota. La marina provenzal iba en ayuda de sus vecinos y el rey aragonés forzaba el puerto de Marsella, llevándose como trofeo las cadenas que cerraban su entrada.

      Ulises hacía gestos afirmativos. El rey navegante las había depositado en la catedral de Valencia. Su padrino el poeta se las había enseñado en una capilla gótica formando una guirnalda de hierro sobre los negros sillares.

      Cuando Génova, agotada, iba á entregarse, moría Alfonso el Magnánimo, y sus sucesores olvidaban las rivalidades con la República, para dedicarse á las guerras por el dominio de Nápoles.

      La marina catalana aún siguió dominando el Mediterráneo comercialmente. A sus antiguos buques agregó las galeras gruesas y las galeras sutiles, las tafureyas, panfiles, rampines y carabelas.

      – Pero Colón – añadía tristemente el catalán – descubrió las Indias, dando un golpe de muerte á la riqueza marítima del Mediterráneo. Además, Aragón y Castilla se juntaron, y la vida y el poder fueron contrayéndose al centro de la Península, lejos de todo mar.

      De ser Barcelona la capital de España, ésta habría conservado la dominación mediterránea. De serlo Lisboa, el imperio colonial español habría resultado algo orgánico, sólido, con vida robusta. Pero ¿qué podía esperarse de una nación que había puesto su cabeza en la almohada de las amarillas estepas interiores, lo más lejos posible de los caminos del mundo, y sólo enseñaba sus pies á las olas?…

      El catalán terminaba hablando tristemente de la decadencia de la marina mediterránea: combates aislados con los berberiscos de galera á galera; expediciones inútiles á la costa de África; hazañas de Barceló, el marino mallorquín; navegaciones comerciales en polacras, tartanas, pingües, londros, laúdes y canarios.

      Todo lo que daba placer á sus gustos lo hacía remontar á los buenos tiempos de la dominación del Mediterráneo por la marina catalana. Un día ofreció á Ulises un vino dulce y perfumado.

      – Es malvasía. Las primeras cepas las trajeron los almogávares de Grecia.

      Luego dijo, para halagar al muchacho:

      – Vecino de Valencia fué Ramón Muntaner, el que escribió la expedición de catalanes y aragoneses á Constantinopla.

      Se entusiasmaba con el recuerdo de esta novelesca aventura, la más inaudita de la Historia, admirando de paso al almogávar cronista, Homero rudo en el contar, Ulises y Néstor en el consejo, Aquiles en la dura acción.

      La impaciencia de doña Cristina por reunirse con su marido y devolverle las comodidades de una casa bien gobernada arrancó á Ulises de esta vida de la costa.

      Durante varios años no vió otro mar que el del golfo valenciano. El notario se opuso con diversos pretextos á que el médico se llevase otra vez á su sobrino. Y el Tritón menudeó los viajes á Valencia, arrostrando todos los inconvenientes y peligros de estas aventuras terrestres, á impulsos de su desorientada paternidad de célibe.

      El y Labarta, al ocuparse del porvenir de Ulises, tomaban cierto aire de bondadosos regentes encargados del gobierno de un pequeño príncipe. El muchacho parecía pertenecerles á ellos más que al padre. Sus estudios y su futuro destino ocupaban las conversaciones de sobremesa cuando el médico estaba en la ciudad.

      Don Esteban sentía cierta satisfacción en molestar á su hermano haciendo el elogio de una existencia sedentaria y fructuosa.

      Allá en las costas de Cataluña vivían sus cuñados los Blanes, unos verdaderos lobos de mar. Esto último no lo podría contradecir el médico. Pues bien; sus hijos estaban en Barcelona, unos como dependientes de comercio, otros plumeando en el despacho de su tío el rico. Todos eran hijos de marinos, y sin embargo se habían emancipado del mar. En tierra firme estaban los negocios. Sólo las cabezas locas podían pensar en barcos y aventuras.

      El Tritón sonreía humildemente ante estas alusiones y cruzaba miradas con su sobrino.

      Un secreto existía entre los dos. Ulises, que terminaba su bachillerato, asistía al mismo tiempo en el Instituto á los cursos de pilotaje. Dos años le bastaban para completar estos estudios. El tío le había facilitado las matrículas y los libros, recomendándolo además á uno de los profesores, antiguo compañero de navegación.

      III. PATER OCEANUS

      Cuando murió casi repentinamente don Esteban Ferragut, su hijo tenía diez y ocho años y estudiaba en la Universidad.

      En sus últimos tiempos, el notario llegó á sospechar que Ulises no iba á ser el jurisconsulto célebre que él había soñado. Huía de las clases, para pasar la mañana en el puerto ejercitándose en el remo. Si entraba en la Universidad, los bedeles le vigilaban, temiendo la largura de sus manos. El se creía un marino, é imitaba á los hombres de mar, que, acostumbrados á medirse con los elementos, consideran poca cosa reñir con un hombre.

      Con violentas alternativas de estudio y de holganza se aproximaba trabajosamente al término de su carrera, cuando una angina de pecho acabó de pronto con el notario.

      Doña Cristina, al salir de la estupefacción de su dolor, miró en torno de ella con extrañeza. ¿Por qué seguir en Valencia?… Quiso reunirse con los suyos al verse sin el hombre que la había trasplantado á este país. El poeta Labarta cuidaría de sus bienes, que no eran tan cuantiosos como lo hacía esperar el rendimiento de la notaría. Don Esteban había sufrido grandes pérdidas en negocios extravagantes aceptados por bondad; pero aun así, dejaba fortuna suficiente para que la esposa viviese una desahogada viudez entre sus parientes de Barcelona.

      La pobre señora no sufrió otra contrariedad en el arreglo de su nueva existencia que la rebeldía de Ulises. Se negaba á continuar su carrera: quería embarcarse, alegando que para esto se había hecho piloto. En vano doña Cristina impetró el auxilio de parientes y amigos, prescindiendo del Tritón, pues adivinaba su respuesta. El hermano rico de Barcelona fué breve y afirmativo: «¿Si eso le da dinero?…» Los Blanes de la costa mostraron un sombrío fatalismo. Era inútil oponerse si el muchacho sentía vocación. El mar agarra bien á sus elegidos, y no hay poder humano que logre desasirlos. Por eso ellos, que ya eran viejos, no oían á sus hijos que les llamaban á las comodidades de la capital. Necesitaban vivir junto á la costa, en agradecido contacto con el monstruo obscuro y pesado que les había mecido maternalmente, cuando con tanta facilidad podía haberlos hecho pedazos.

      El único que protestó fué Labarta. «¿Marino?… Sea en buen hora; pero marino de guerra, oficial de la Real Armada.» Y el poeta veía su ahijado revestido


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