La bodega. Vicente Blasco Ibanez
una fuerza. La monarquía era una bandera social, como decía su amigo el padre Urizábal: conforme; pero él se fijaba poco en banderas y colores; lo importante era que Dios estuviese sobre todo, que reinase Cristo con monarquía o con república, y los gobernantes fuesen hijos sumisos del Papa. A él no le infundía miedo la República. Miraba con gran simpatía algunas de la América del Sur, pueblos ideales y felices donde la Purísima Concepción era capitana generala de los ejércitos y el Corazón de Jesús figuraba en las banderas y en los uniformes de los soldados, formándose los gobiernos bajo la sabia inspiración de los Padres de la Compañía. Una república de esta clase podía venir, por él, cuando quisiera. Daría por su triunfo la mitad de su fortuna.
– Te digo, Fermín, que soy más republicano que tú y que de todo corazón estaría con aquellos buenos señores que conocí de niño, a los que miraba la gente como unos descamisados, siendo excelentes personas… ¡Pero el Salvatierra de ahora! ¡Y todos vosotros, los jovenzuelos que le escucháis, mequetrefes que os parece poco ser republicanos y habláis de la igualdad, y de repartirlo todo, y decís que la religión es cosa de viejas!…
Dupont abría sus ojos desmesuradamente para expresar el asombro y la repugnancia que le inspiraban los nuevos rebeldes.
– Y no creas, Fermín, que yo soy de los que me asusto por lo que ese Salvatierra y sus amigos llaman reivindicaciones sociales. Ya sabes que no riño por cuestiones de dinero. ¿Que piden los trabajadores unos céntimos más de jornal o un nuevo rato de descanso para echar otro cigarro? Pues si puedo, lo doy, ya que gracias al Señor, que tanto me protege, lo que menos me falta es dinero. Yo no soy como esos otros amos que viviendo en perpetuo ahogo regatean el sudor del pobre. ¡Caridad, mucha caridad! Que se vea que el cristianismo sirve de arreglo para todo… Pero lo que me revuelve la sangre es que se pretenda que todos seamos iguales, como si no existiesen jerarquías hasta en el cielo; que se hable de Justicia al pedir algo, como si favoreciendo yo a un pobre no hiciese más que lo que debo y mi sacrificio no significase una buena acción. Y, sobre todo, esa infernal manía de ir contra Dios, de quitar al pobre sus sentimientos religiosos, de hacer responsable a la Iglesia de todo lo malo que ocurre, y que no es más que obra del maldito liberalismo…
Don Pablo se indignaba al recordar la impiedad de la gente rebelde. En esto no transigía. Salvatierra y cuantos fuesen contra la religión le encontrarían enfrente. En su casa, todo menos eso. Aún temblaba de cólera recordando cómo despidió, dos semanas antes, a un tonelero, un mentecato adulterado por la lectura, al que había sorprendido haciendo alarde de incredulidad ante sus compañeros.
– Figúrate que decía que las religiones son hijas del miedo y la ignorancia: que el hombre, en sus primeros tiempos, no creyó en nada sobrenatural, pero que ante el rayo y el trueno, ante el incendio y la muerte, no pudiendo explicarse tales misterios, había inventado a Dios. ¡Vamos, no sé cómo me contuve y no le di de bofetadas! Aparte de estas locuras, un buen muchacho que sabía su oficio: pero buena penitencia lleva, pues en Jerez nadie le ha dado trabajo por no molestarme, viéndolo expulsado de mi casa, y ahora tal vez vaya por el mundo royéndose los codos de hambre. Ese acabará por echar bombas, que es el final de todos los que niegan a Dios.
Don Pablo y su empleado iban lentamente hacia el escritorio.
– Ya sabes mi resolución, Fermín— dijo Dupont antes de entrar en la oficina.– Te quiero por tu familia y porque casi hemos sido compañeros de infancia. Además, eres como un hermano de mi primo Luis. Pero ya me conoces; Dios sobre todo: por él soy capaz de abandonar a mi familia. Si no estás contento en mi casa, habla; si te parece escaso el sueldo, dilo. Contigo no regateo, porque me eres simpático a pesar de tus necedades. Pero no me faltes el domingo a la misa de la casa: aléjate del chiflado de Salvatierra y todos los perdidos que se juntan con él. Y si no haces esto, nos veremos las caras, ¿sabes, Fermín? Tú y yo acabaremos mal.
Dupont fue a instalarse en su despacho y acudió presuroso don Ramón, el encargado de la publicidad, con un lío de papeles que presentó a su jefe, acompañándolo con una sonrisa de cortesano viejo.
Montenegro, desde su mesa, veía al jefe discutiendo con el director del escritorio, removiendo los papeles y haciéndole preguntas sobre los negocios, con un acierto que revelaba que todas sus facultades útiles se habían concentrado al servicio de la industria.
Había transcurrido más de una hora, cuando Fermín se vio llamado por el jefe. La casa tenía que aclarar una cuenta con el escritorio de otra bodega: era asunto largo que no podía discutirse por teléfono, y Dupont enviaba a Montenegro como dependiente de confianza. Don Pablo, serenado ya por el trabajo, parecía querer borrar con esta distinción la dureza amenazadora con que había tratado al joven.
Fermín púsose el sombrero y la capa y salió sin prisa alguna, disponiendo del día entero para desempeñar su comisión. El amo no era exigente en el trabajo cuando se veía obedecido. En la calle, el sol de Noviembre, tibio y dulce como un sol primaveral, hacía resaltar bajo su lluvia de oro las casas blancas, de verdes balcones, recortando la línea de sus azoteas africanas sobre un cielo de intenso azul.
Montenegro vio venir hacia él un airoso jinete en traje de campo. Era un mocetón moreno, vestido como los contrabandistas o los bandidos caballerescos que sólo existen ya en los relatos populares. Al trotar su caballo, movíanse las alas de su chaqueta corta de cordoncillo de Grazalema, con coderas de paño negro ribeteadas de seda y bolsillos de media luna forrados de rojo. El sombrero, de alas grandes y rectas, estaba sostenido por un barbuquejo. Calzaba botines de cuero amarillo con grandes espuelas y las piernas las resguardaba del frío con unos zajones de piel, amplio delantal sujeto con correas. Delante de la silla iba plegada la manta oscura de grueso borlaje; en la grupa las alforjas, y a un lado la escopeta con el doble cañón asomando por debajo de la panza del animal. Cabalgaba elegantemente, con una gallardía árabe, como si hubiese nacido sobre los lomos del corcel y éste y su jinete formasen un solo cuerpo.
– ¡Olé, los caballistas!– gritó Fermín al reconocerle.– Buenos días, Rafaelillo.
Y el jinete paró su caballo de un tirón que le hizo tocar con las ancas el suelo, al mismo tiempo que levantaba las patas delanteras.
– ¡Buen animal!– dijo Montenegro dando palmadas en el cuello del corcel.
Y los dos jóvenes quedaron silenciosos examinando la inquieta nerviosidad de la bestia, con el fervor de unas gentes que aman la equitación como el estado perfecto del hombre y consideran al caballo cual el mejor amigo.
Montenegro, a pesar de su vida sedentaria de oficinista, sentía removerse en él atávicos entusiasmos a la vista de un corcel de precio; sentía la admiración del nómada africano ante el animal, eterno compañero de su vida. De la riqueza de su jefe don Pablo, sólo envidiaba la docena de caballos, los más caros y famosos de las ganaderías de Jerez, que tenía en sus cuadras. También aquel hombre obeso, que parecía no sentir otros entusiasmos que los que le inspiraban su religión y su bodega, olvidaba momentáneamente a Dios y al cognac al ver un caballo hermoso que no fuese suyo, y sonreía agradecido cuando le elogiaban como el primer jinete de la campiña jerezana.
Rafael era el aperador del cortijo de Matanzuela, la finca de más valía que le quedaba a Luis Dupont, el primo escandaloso y pródigo de don Pablo. Inclinado sobre el cuello de la jaca, explicaba a Fermín su viaje a Jerez.
– He venío a encargá unas cosillas para allá y llevo prisa. Pero antes de volver, echaré un galope para ir a la viña y ver a tu padre. Me farta algo cuando no veo al padrino.
Fermín sonrió con malicia.
– ¿Y a mi hermana, no la verás? ¿No te falta también algo, cuando pasan días sin ver a María de la Luz?
– Naturalmente— dijo el mocetón ruborizándose.
Y como si sintiera repentina vergüenza, espoleó su caballo.
– Con Dios, Ferminillo, y a ver si un día vienes al cortijo.
Montenegro le vio alejarse rápidamente, calle abajo, con dirección a la campiña.
– Es un angelote— pensaba.– ¡Que le vaya a éste Salvatierra con que el mundo está mal arreglado y hay que volverlo como quien dice