La catedral. Vicente Blasco Ibanez

La catedral - Vicente Blasco Ibanez


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de algún canónigo.

      Algunas veces le entraba en brazos en el departamento de los gigantones, una vasta sala entre los contrafuertes y los botareles de las naves, atravesada por arbotantes de piedra. Allí estaban los héroes de las antiguas fiestas: el Cid gigantesco, con su espadón, y las cuatro parejas representando otras tantas partes del mundo, enormes figurones con los vestidos apolillados y la cara resquebrajada que habían alegrado las calles de Toledo, pudriéndose ahora en los tejados de la catedral. En un rincón estaba la Tarasca, espantable monstruo de cartón que abría sus fauces asustando a Gabriel, mientras sobre su lomo rugoso giraba locamente una muñeca desmelenada e impúdica, que la religiosidad de otros siglos había bautizado con el nombre de Ana Bolena.

      Cuando Gabriel fue a la escuela, todos se asombraron de sus progresos. La chiquillería del claustro alto, que tanto enfadaba al Vara de plata, sacerdote encargado de la dirección y buen orden de la tribu establecida en los tejados de la catedral, admiraba al pequeño Gabriel como un prodigio. Aún no sabía andar y ya leía de corrido. A los siete años comenzó a rumiar el latín, dominándole rápidamente, como si en su vida no hubiese hablado otra cosa; a los diez disputaba con los clérigos que frecuentaban el jardín, los cuales se gozaban en oponerle objeciones y dificultades.

      El señor Esteban, cada vez más encorvado y débil, sonreía satisfecho ante su última obra. ¡Iba a ser la gloria de la casa! Se llamaba Luna, y podía aspirar a todo sin miedo, pues hasta papas había en la familia.

      Los canónigos llevábanse al pequeño a la sacristía, antes del coro, para hacerle preguntas sobre sus estudios. Un clérigo de las oficinas del arzobispado lo presentó al cardenal, quien después de oírle le dio un puñado de almendras y la esperanza de ocupar una beca para que hiciese gratuitamente sus estudios en el Seminario.

      Los Luna y sus parientes más o menos cercanos, que formaban casi el total de la población del claustro alto, se regocijaron con este ofrecimiento. ¿Qué otra cosa podía ser Gabriel sino sacerdote? Para aquellas gentes, pegadas desde que nacían al templo, cual excrecencias de la piedra, y que consideraban a los arzobispos de Toledo los seres más poderosos del mundo después del Papa, el único lugar digno de un hombre de talento era la Iglesia.

      Gabriel fue al Seminario, y la familia creyó que las Claverías quedaban desiertas. Con la marcha del estudiante acababan en casa de los Luna las veladas, en las que el campanero, el pertiguero, los sacristanes y demás empleados del templo escuchaban la voz clara y bien acentuada de Gabriel, que les leía como un ángel, unas veces las vidas de los santos, otras los periódicos católicos que llegaban de Madrid, y en ciertas noches un Quijote con tapas de pergamino y ortografía anticuada, venerable ejemplar que había pasado en la familia de generación en generación.

      La vida de Gabriel en el Seminario fue la existencia monótona y vulgar del estudiante laborioso: triunfos en las controversias teológicas, premios a granel y el honor de ser presentado a los compañeros como modelo. De vez en cuando, algún canónigo de los que explicaban en el Seminario entraba en el jardín.

      – El muchacho marcha muy bien, Esteban. Es el primero en todo, y además, callado y piadoso como un santo. Será el consuelo de su ancianidad.

      El jardinero, cada vez más extenuado y viejo, movía la cabeza. Él sólo podría ver el término de la carrera de su hijo desde las alturas, si es que Dios le llamaba a ellas. Moriría antes de su triunfo, pero no se entristecía por esto; quedaba la familia para gozar de la victoria y dar gracias al Señor por su bondad.

      Humanidades, teología, cánones, todo lo vencía aquel jovenzuelo con extraordinaria ligereza que asombraba a sus maestros. Le comparaban en el Seminario con los Padres de la Iglesia que habían llamado la atención por su precocidad. Iba a acabar sus estudios muy pronto, y todos le auguraban que Su Eminencia le daría una cátedra en el Seminario antes de cantar misa. Su deseo de saber era insaciable. La biblioteca del Seminario la trataba como cosa propia. Algunas tardes iba a la catedral para perfeccionar sus estudios de música religiosa hablando con el maestro de capilla y el organista. En el aula de oratoria sagrada dejaba estupefactos al profesor y los alumnos por la fogosidad y la convicción con que pronunciaba sus sermones.

      – Le llama el pulpito – decían en el jardín de la catedral – . Siente el fuego de los apóstoles. Tal vez sea un San Bernardo o un Bossuet. ¡Quién sabe adonde irá a parar ese muchacho…!

      Uno de los estudios que más apasionaban a Gabriel era el de la historia de la catedral y de los príncipes eclesiásticos que la habían regido. Surgía en él el amor vehemente de los Luna por aquella giganta que era su eterna madre. Pero no la admiraba a ciegas; como todos los suyos: quería saber el por qué y el cómo de las cosas; comprobar en los libros las noticias vagas oídas a su padre con más carácter de leyenda que de hechos históricos.

      Lo primero que llamaba su atención era la cronología de los arzobispos de Toledo, una cadena de hombres famosos, santos, guerreros, escritores, príncipes, todos con su cifra detrás del nombre, como los reyes en las dinastías. Habían sido en ciertas épocas los verdaderos monarcas de España. Los reyes godos en su corte no eran más que figuras decorativas, a las que se ensalzaba o se deponía según las exigencias del momento. La nación era una República teocrática, y el verdadero jefe el arzobispo de Toledo.

      Gabriel dividía y agrupaba por caracteres la larga lista de prelados famosos. Primeramente los santos, los propagandistas de la edad heroica del cristianismo, los obispos pobres como sus diocesanos, descalzos, fugitivos de la persecución romana y entregando al fin su cabeza al verdugo con el afán de dar nuevo prestigio a la doctrina por el sacrificio de la existencia: San Eugenio, Melando, Pelagio, Patruno y otros nombres que brillaban en el pasado, rompiendo apenas las nieblas de lo legendario. Luego venían los arzobispos de la época goda, los prelados monarcas, que ejercían sobre los reyes conquistadores la superioridad con que el poder espiritual acaba por dominar a la barbarie conquistadora. El milagro les acompañaba para confundir a los arríanos sus enemigos; el prodigio celeste estaba a sus órdenes para asombrar a los rudos hombres de guerra, supeditándolos. El arzobispo Montano, que vive con su mujer, indignado por la murmuración, pone carbones encendidos entre sus vestiduras sagradas mientras dice la misa y no se quema, demostrando con este milagro la pureza de su vida. San Ildefonso, no contento con escribir libros contra los herejes, hace que se le aparezca Santa Leocadia, dejando entre sus dedos un pedazo de manto, y goza el honor de que la misma Virgen descienda del cielo para ponerle una casulla bordada por sus manos. Sigiberto, años después, tiene la audacia de vestirse esta casulla, y es depuesto, excomulgado y desterrado por su temeridad. Los únicos libros que se producen en tal época los escriben los prelados de Toledo. Ellos compilan las leyes, ellos ungen con el óleo santo la cabeza de los monarcas, ellos improvisan rey a Wamba, conspiran contra la vida de Égica, y los concilios reunidos en la basílica de Santa Leocadia son asambleas políticas, en las que la mitra está sobre el trono y la corona del rey a los pies del prelado.

      Al sobrevenir la invasión sarracena se reanuda la serie de los arzobispos perseguidos. No temen ya por su vida, como en los tiempos de la intransigencia romana. Los musulmanes no dan martirio y respetan las creencias de los vencidos. Todas las iglesias de Toledo siguen en poder de los cristianos mozárabes, a excepción de la catedral, que se convierte en mezquita mayor. Los obispos católicos son respetados por los moros, lo mismo que los rabinos hebreos, pero la Iglesia es pobre, y las continuas guerras entre sarracenos y cristianos, junto con las represalias que sirven de contestación a la barbarie de la Reconquista, dificultan la vida del culto. Gabriel, al llegar a este punto, soñaba leyendo los nombres obscuros de Cixila, Elipando y Wistremiro. A éste le llamaba San Eulogio «antorcha del Espíritu Santo y luz de España», pero la Historia no decía nada de sus actos. A San Eulogio lo martirizan y matan los moros en Córdoba por su excesivo entusiasmo religioso. Benito, francés de nación, que le sucede en la silla, por no ser menos que sus antecesores, hace que la Virgen le baje otra casulla en una iglesia de su país antes de venir a Toledo.

      Tras éstos, surgían en la interesante cronología los arzobispos guerreros; los prelados de cota de malla y hacha de dos filos; los conquistadores, que, dejando el coro a los humildes, montaban en su trotón de guerra y creían no servir a Dios si en el año no añadían algunas aldeas y montes a los bienes de la Iglesia. Llegaban en el siglo xi, con Alfonso VI,


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