Lazaro. Jacinto Octavio Picón Bouchet

Lazaro - Jacinto Octavio Picón Bouchet


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o del arte, sino la muda y estática contemplación de lo divino, el celibato estéril, el claustro, la pobreza, el ayuno, el desprecio de sí mismo y el ansia de llegar a la muerte como a puerta mágica desde cuyo umbral se perciben los eternos albores del paraíso de los justos.

      Sobre este conjunto de ideas, por cima de toda consideración superior a cuanto le rodeaba, estaban para Lázaro la santidad y grandeza de la misión aceptada, sin que llegara a alzarse un punto en su espíritu la idea de que el bien fuese independiente y extraño de la fe. Así llegó a cumplir los veinticinco años. Su inteligencia, como vaso forjado según las concepciones de los que dirigieron su educación, fue molde en que se vaciaron ideales ajenos. Cuanto en sí encierran las tendencias de los pasados siglos, cuanto en lo antiguo sirvió de turquesa para dar forma y ser a la sociedad, echó en su inteligencia hondas raíces. Educado para las batallas del presente, tuvo por armas las convicciones de antaño, fuertes por lo sinceras, pero quebradizas por lo viejas.

      Llegada la época de abandonar el Seminario, el obispo le llamó a su despacho, y le habló de esta, suerte:

      «Vamos a separarnos. Cuando escribí a mi hermano encargándome de tu porvenir, no creí que fuese tan fácil poner a un hombre en camino de hacerse artífice de su propia fortuna; pero tu aplicación, e ingenio han llevado las cosas de modo que aquí, de hoy en adelante, no harás más que perder tiempo. Si con nosotros te quedaras; no pasarías de pobre cura de pueblo; tal vez llegases algún día a predicar en nuestra catedral; pero nada más. Yéndote a la corte, como deseo, tus méritos darán a tu carrera continuación tan lisonjera como halagüeños han sido los comienzos. Poco me agrada separarme de tí; pero dos consideraciones hago: que aquí te traje, no para satisfacción mía, sino por conveniencia tuya; y que en las luchas de la tierra, en la revuelta marejada de encontrados intereses, donde has de intervenir, puedes ser en alto grado útil a la santa causa de la Iglesia.

      »Vas a cambiar de género de vida, de hábitos y costumbres, hasta de ambiente respirable, que no son iguales las auras puras de estos campos cercanos, al aire viciado de la ciudad. Aquí, por más que haya doblez y engaño, no son la maldad tan refinada ni la hipocresía tan astuta; allí la cortesanía hace el daño más hondo y más disimulada la torpeza. Vivirás entre hombres que antes aprenden a averiguar el pensamiento ajeno que a expresar el propio, rozándote con gentes que procuran hacer a la mentira hurón de la verdad, y que tratarán de adquirir tu confianza engañando a otros, como luego te engañarán a ti para provecho de tercero. Anda en todo pecho la falsía, en todo cerebro la comedia: muchos la representan de tal suerte, que toman en serio su papel, y ni aun la muerte da fin a la farsa, pues otros fingen que les han creído, y la lisonja llega hasta el epitafio, manchando hasta los mármoles. Desconfía de cuanto te rodee y mantente en guardia casi más que contra las maldades ajenas, contra tus propias debilidades. Dios ha puesto en ti fe y razón; aquélla, como faro eterno a que caminas y te alumbra; ésta, como apoyo y sostén para cuando dudes; mas ten cuenta que si tu fe vacila, antes te será causa de desdicha que de consuelo y esperanza. Lee los libros que te en las manos sin cuidarte de profundizar en sus páginas más de lo que ellas te descubran; que el libro, como el vino, fortalece si no se abusa de él, embriaga si se prodiga. La ciencia es a la paz del alma lo que el agua a la semilla; con poca se fecunda y con sobrada se anega. Tu misión hasta hoy ha sido aprender la que habías de huir mañana: desde ahora vivirás entre el mal, evitando que logre corromperte. La tarea de tu vida es consolar al que sufre, alentar al que espera, perdonar al que yerra, labrar en tu corazón puerto donde busquen amparo los náufragos del mundo. No hay en la tierra misión más noble, que la nuestra. Si la virtud pudiera ser orgullosa, nos sería dado envanecernos; pero hemos, de unir a la bondad la mansedumbre, y por altivo nos está vedado el orgullo, como por pueril la vanidad.

      »Ya ves, Lázaro, qué hermosa perspectiva se te ofrece a la vista. – La vida es combate de pasiones, que unas a otras se hieren y lastiman: tú serás de esos hombres que por vocación de caridad se mezclan en la pelea, llevando en su alma la mina inagotable de la piedad y en sus labios el manantial perenne de la esperanza. Así como unos curan las dolencias del cuerpo, otros cuidan de la pureza del espíritu: serás, de ellos, y mientras el tuyo permanezca incólume, jamás te faltarán palabras con que infundir a tus hermanos la fe que te aliente. Cree y te creerán, que nunca inspiró la sinceridad desconfianza. Si la misión es difícil, no ha de ocultársete que la tentación es temible: ya lo irás viendo; pero si algo divino y fuerte hay en el hombre, es la voluntad. A todo has de sobreponerte, temiendo más la propia indulgencia: que la ajena censura. Sé hasta rencoroso contigo por tus culpas, débil hasta la exageración con las del prójimo; que el hombre debe ser tan avaro de virtudes como pródigo de perdones. Si la persecución te maltrata o la ironía te hostiga, recibe a la primera con mansedumbre y a la segunda con piedad; pues si la maldad debe hallarnos pacientes, el sarcasmo ha de inspirarnos lástima. Merézcate siempre más conmiseración quien se burle de lo bueno que quien practique lo malo. Por las funciones de nuestro ministerio habrás de hablar al oído de la esposa, y en el tuyo depositará la virgen sus secretos: di a aquélla que lo sacrifique todo a la paz de la casa, y a ésta que todo lo posponga a la paz del alma. Al hereje responderás con la palabra de la verdad, tratándole como amigo perdido que hay que reconquistar, no como enemigo que es preciso vencer, y rezarás por la salvación de quien persista en el error, pues ya que la religión no sea patrimonio de todos, séalo al menos la piedad. No mortifiques al moribundo con el recuerdo de sus delitos aquí abajo; habíale de sus esperanzas allá arriba. Fe, perdón, mansedumbre: tal es tu lema; el corazón tu escudo, tu premio el reino de los cielos. Si de la violencia que te hicieren hubieses de morir, muere con valor, mas no con aquella calma que puede ser cinismo, sino con esa serenidad que reflejando el tranquilo fondo del alma, sirve a los demás de un ejemplo que equivale a un consuelo.

      »Mas no fuera bueno que te marchases sin tener seguro puerto de llegada. He arreglado todo de manera que entrarás en la corte por tal puerta, que muchos desearían tu posición como término a sus ambiciones. Vas de capellán a casa de los duques de Algalia, señores tan poderosos como buenos. De tus deberes para con ellos nada te digo, que la humildad de sacerdote no ha de echar en olvido la dignidad de hombre, y tengo por cierto que antes de poco no sabrán qué mirar con más cariño: si su venerable eclesiástico o su discreto y leal amigo. Partirás en breve, y sabe Dios hasta cuándo. Acuérdate alguna vez de mí, y siempre de lo que te debes a ti mismo. Recibe mi bendición, y ojalá te dé ella todos los bienes que la voluntad te desea.»

      . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

      De allí a pocos días partió Lázaro, y aunque alentado por sus esperanzas no dejó de darle mucho en qué pensar la visible contradicción existente entre los discretos consejos que acababa de escuchar y, la vida no muy austera de su tío, sin que acertase a comprender cómo siendo bueno lo que aconsejaba, no era completamente idéntico lo que practicaba.

      III

      Ere por aquel tiempo en la corte la casa de los duques de Algalia una de las más ricas y afamadas por aristocráticas. Su blasón no se había desdorado aún por completo con el roce de las costumbres modernas; sus estados no eran todavía presa de ninguna junta de acreedores, y hubiesen podido añadirse al escudo nobiliario algunos rehiletes gallardamente puestos en atrevida becerrada.

      Cuanto esplendoroso puede dar la vida contemporánea, cuanto grande son susceptibles de engendrar el refinamiento del gusto y la sobra del oro, se reflejaba en la morada de los duques de Algalia.

      Cada uno de sus salones era una pequeña capilla consagrada a la elegancia; el palacio entero un suntuoso templo del buen gusto y la moda, enriquecido con detalles dignos de un museo, en que andaban revueltos lo antiguo y lo nuevo, formando ese consorcio extraño, pero armónico, que ofrece la reunión de lo bueno, por distintos que sean los caracteres que revista. No había pieza mal alhajada ni rinconcillo descuidado. Aparte el esmero con que se había atendido al regalo material del cuerpo, la ornamentación indicaba por doquiera el destino de las habitaciones: el gran salón de recepciones estaba decorado con el fastuoso gusto del monarca de Versalles; el comedor de ceremonia cubierto de tapices flamencos; el de familia, con grandes bodegones firmados por manos maestras; el despacho del duque, todo de ébano incrustado de bronce; los aposentos de la hija, tapizados de alegres y sencillas pero valiosas telas; y los de la duquesa exornados con


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