El señorito Octavio. Armando Palacio Valdés
La misma necesidad le obligó después á cubrirse las carnes que tiritaban. Cerráronsele los ojos de golpe; volvió á abrirlos y volvió á cerrarlos. Al cabo de algunos instantes torna á abrirlos é inmediatamente se le cierran. Esta vez ya no los abre.
Los ruidos matinales que antes se escuchaban se habían ido trasformando poco á poco. Oíase ahora el andar acompasado de los transeuntes y los saludos que al pasar se dirigían. Sonaba también de vez en cuando algún balcón que se abría con estrépito ó la voz de una mujer que mandaba á su hijo á la escuela, ó los chillidos penetrantes de los niños que jugaban en la calle. Envolviendo todos estos ruidos de un modo vago y misterioso, percibíase el lejano rumor de un río que no corría muy apacible. Indudablemente no estamos en el campo, pero tampoco en la ciudad. Todo hace presumir que nos hallamos en una villa de escaso vecindario, que participa, como todas las de su clase, de la naturaleza urbana y la rural.
El sol no se contenta ya con bañar alegremente el recinto de la sala, y penetra en la alcoba, y envuelve la cama y el mancebo en su luz gloriosa. Con su infinito poder decorativo, trasforma lo que antes era oscuro lecho, ocupado por un mancebo, en altar fantástico y resplandeciente donde reposa la juventud. Las columnas lustrosas, talladas con mil suertes de primores, la roja colcha de damasco, las sábanas de singular blancura, las guarniciones de las almohadas, el reloj y la palmatoria que yacen sobre la mesa de noche, los cabellos dorados del joven y las paredes enjalbegadas, todo brilla, todo arde, todo lanza vivos destellos. Los diversos colores se igualan y hasta se confunden bajo el poder adorable de aquella luz risueña. Es una especie de apoteosis instantánea que atrae y halaga la vista.
El joven duerme con más sosiego que nunca, mientras su cabeza arde y se inflama con los rayos del sol. Éstos penetran como un torrente por todos los huecos de la blonda cabellera, y la iluminan interiormente y la convierten en una masa incandescente que arroja por intervalos llamas extrañas y fugaces. Su rostro va adquiriendo cierta expresión de beatitud que coincide perfectamente con el nuevo estado de apoteosis teatral en que le ha colocado la luz del sol. Es fácil sospechar que sus tibios rayos han traído consigo los gratos sueños y los bellos fantasmas de la poesía.
La colcha de damasco sube y baja con un compás monótono que incita á dormir. La atmósfera, cada vez más encendida y sofocante, empieza á verse surcada por algunos insectos alados que zumban con tonos agudos y mareantes. El reloj hace coro, cual otro insecto, con levísimo tic tac, al zumbido de sus compañeros. Una que otra vez se oye el chasquido de las maderas de la cama ó de los armarios.
En este momento se abre con violencia la puerta de la sala y penetra en ella una obesa persona del sexo femenino.
– Hijo de mi alma, ¿no te has levantado? No ha venido Ramona á llamarte, ¿verdad? ¡Jesús, qué mujer! ¿Dónde tendrá el sentido? ¡Dios me dé paciencia para sufrirla!… Pues ahora ya no es tiempo. Acaban de pasar á escape por la plaza.
– La culpa es mía, mamá. Ramona me ha llamado á la hora.
– Pero ¿cómo te has dormido de ese modo, criatura? Si te hubieras acostado con cuidado, no sucedería eso. Yo me despierto cuando se me antoja. No necesito más que fijarme un poco antes de dormirme en la hora en que quiero despertar, y es cosa sabida… minutos más ó menos, me tienes enteramente despabilada.
– Lo difícil, mamá, no es despertar, es levantarse— dijo el joven con profunda filosofía.
– Ya lo comprendo; pero hay que hacer algo por sí, hombre. Claro está que si uno se abandona al sueño, nunca se levantará cuando necesita ni tendrá tiempo para nada. Tú duermes mucho, hijo: eso no puede sentarte bien. Pienso que tu padre tiene razón cuando dice que tus ojeras provienen de eso.
– ¿Quién los ha visto cruzar por la plaza?
– La señora Rafaela, que vino á traerme unas medias que ya más de dos meses le tenía encargadas— ¡ay qué pesada es esa mujer!– me dijo que había visto á Pedro el del Palacio salir á caballo, como á cosa de las ocho, por la carretera arriba. Á las nueve, poco más ó menos, llegó un carruaje con dos caballos, que paró enfrente de la casa de D. Marcelino. Al parecer, D. Marcelino estaba á la puerta de la tienda, y cuando llegó el carruaje él mismo paró los caballos. Dentro venía el señor conde, la señora condesa y en el pescante dos criados de uniforme. D. Marcelino se empeñó en que se apeasen para descansar un poco y tomar algún refresco, pero el señor conde se negó completamente, y D.ª Feliciana entonces salió con una bandeja de dulces y unas copas de Jerez á la calle. El señor conde no quiso probar nada: la señora condesa tomó una rosquilla de Santa Clara, y pidió después un vaso de agua. Estando en esto llegó otro carruaje, donde venían los niños con una señora rubia muy guapa, que traía sombrero también al igual de la señora condesa. Los niños, como es natural, comieron algunos dulces, pero la señora rubia, ni por uno ni por otro fué posible que probase siquiera una almendra.
– Y D. Primitivo y el juez ¿no estuvieron á saludarles?
– Aguarda, hombre, voy allá. En esto se presenta D. Primitivo, y entonces el señor conde se bajó del carruaje y le dió un abrazo muy apretado y empezó á hablar con él que no cerraba boca. Después llega D. Juan Crisóstomo, y un poco más tarde el juez. Me dijo la señora Rafaela que el señor conde estuvo mucho menos cariñoso con el juez que con D. Primitivo. Todos se empeñaban en que se apeasen y descansasen un rato, pero no lo consiguieron, porque el señor conde les dijo que, faltando tan poco para descansar de una vez, no había necesidad. Y en eso creo que tenía razón. Á estas horas ya están de seguro en la Segada. Lo que siento es que tú no hayas ido á darles la bienvenida, porque lo que es tu padre… ya podía llegar el rey de España, que él seguiría tan quieto en su despacho, sin asomar siquiera las narices por el balcón para verle pasar… Pues á poco rato dicen que pasó Pedro á caballo, que traía al niño mayor delante de sí. El niño iba muy contento, y arreaba la caballería con un latiguillo. Dicen todos que los chicos son guapísimos.
– Y la condesa, ¿cómo está?… Ya no me acuerdo de ella.
– La señora condesa dicen que está aún más hermosa, pero de peor color. ¡Qué había de suceder! ¡Si todos los que vienen de la corte parece que llegan del otro mundo! La vida debe ser muy agitada en aquel Madrid: ¡tanto baile, tanto teatro, tanto café! Y luego tanta gente reunida en una casa… ya se lo decía á la señora Rafaela, no puede ser sano. En cambio, el señor conde igual que hace once años. La verdad es que su cara no podía perder. Toda la vida fué descolorido como la fruta de invierno. ¡Qué diferente de su padre, que en paz descanse! ¡Aquél sí que era un mozo como una plata!
– Pues lo que es tipo de conde, me parece que ha de tener más éste. Por lo poco que recuerdo, su figura debe ser más delicada y más elegante. El otro era demasiado gordo y tenía las facciones abultadas y traía el pelo muy corto. Era un tipo de bourgeois.
– Sería lo que se te antoje, pero era un hombre muy campechano y muy á la buena de Dios. ¡Así fuese éste como él! ¡Pobre señor conde, en qué pocos días se escapó al otro mundo!… Me voy, que aún no le he mandado el almuerzo á tu padre, y estará furioso. Ahora hazme el favor de salir de esa bendita cama y no vuelvas á dormirte. Hasta luego, hijo mío.
La señora D.ª Rosario (que así se llamaba la mamá del héroe) dió algunos pasos por la sala en dirección á la puerta. Su hijo la llamó antes de llegar á ella.
– Mamá.
– ¿Qué se te ofrece, hijo?
– Mira, mamá— dijo bajando la voz y un sí es no es cortado,– al hablar de los condes ó cuando á ellos te dirijas, no digas señor conde ó señora condesa, sino conde ó condesa simplemente. El señor antes del título lo dicen sólo los criados y dependientes de la casa ó las personas inferiores que no se rozan con ellos en un pie de igualdad.
II.
Los señores condes, ó los condes á secas, como pedía el señorito Octavio que se dijese.
Enel nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Hecha la señal de la cruz, los condes se sentaron, desdoblaron las servilletas y acercaron las sillas