El idilio de un enfermo. Armando Palacio Valdés
tiempo vino a su mente un tropel de tristes reflexiones, inspiradas en parte por su lastimoso estado, en parte también por la amargura de los escritores románticos, de los cuales estaba saturado.
Mas cuando se hallaba por entero embebido en ellas, he aquí que un caballo, enjaezado y sin jinete, llega y cruza velozmente. Reconoció al punto el jamelgo de Celesto.– ¡Canario! ¿Qué habrá sucedido? ¡Si lo habrá matado!– Y a toda prisa dio la vuelta y bajó hacia el sitio donde lo dejara. Celesto se encontraba en situación apuradísima. Encogido, doblado, hecho un ovillo, yacía al pie de una de las paredillas del camino, mientras Telva se erguía un poco más arriba, en actitud airada, los ojos centelleantes, las mejillas pálidas, arrojándole sin piedad todos los pedruscos que hallaba a mano. Y la lengua la movía con igual celeridad que las manos.
– ¡Desvergonzado! ¡Puerco! ¡Eso te enseñan en el seminario, gran tuno! ¡Malos diablos te lleven a ti y a todos los capellanes! ¡Ven acá, ven otra vez y verás cómo te arranco esas narizotas podridas!
Andrés se interpuso y logró que la moza no arrojase más guijarros sobre el desdichado seminarista, que estaba a punto de pasarlo muy mal si uno de ellos le acertaba; mas los denuestos continuaron a más y mejor, mientras se iba aplacando lentamente la cólera.
– ¡El demonio del capellanzote!… ¡Si pensará que está tratando con alguna pendanga!… ¡Sucio! ¡sucio! ¡suciote!… Ya se lo diré a tu madre, que cree que tiene un santo en casa… ¡Anda, anda con el santo! ¡No, las misas que tú digas que me las claven aquí!
De esta suerte prosiguió vociferando y alejándose poco a poco, mientras Andrés levantaba del suelo a la víctima y la sacudía con la mano el polvo. Celesto se tocó por todas partes, a ver si tenía algún paraje del cuerpo magullado, y dijo exhalando un suspiro:
– ¡Qué gran yegua!
– Yo pensé que le había tirado a usted el caballo, porque pasó delante con gran rapidez…
– Sí, como huele cerca la cuadra no ha querido esperar. Monte usted, D. Andrés.
– ¿Y usted?
– Yo voy perfectamente a pie.
Así se hizo. Celesto estaba un poco avergonzado.
– Por supuesto, D. Andrés, que todos estos líos concluirán el día que tome las órdenes mayores— dijo después de caminar un rato en silencio.
– Tiene usted razón— repuso Andrés sonriendo irónicamente,– ese día… sanseacabó.
– Justamente… sanseacabó.
Bajaron con todo sosiego al valle por un camino estrecho, trazado en zig-zag. La casa rectoral era la primera del pueblo, alejada buen trecho de las otras. Delante de ella se detuvieron. Era de un solo piso, vetusta; gran corredor de madera ya carcomida, cubierto casi todo él por una vigorosa parra, que lo aprisionaba por debajo con sus mil brazos secos y le servía de hermosa guirnalda por arriba; el vasto alero del tejado poblado de nidos de golondrinas; la puerta de la calle negra por el uso y partida al medio como las de toda aquella comarca; por entrambos lados huerta, cuyos árboles frutales aventajaban con mucho la altura de la pared.
– ¡Hola, señor cura!… ¡Doña Rita, doña Rita!… ¡Vamos, despáchense ustedes, carambita, que traigo forasteros!– principió a gritar Celesto, aplicando al propio tiempo rudos golpes a la parte inferior de la puerta, que era la que estaba cerrada.
Casi al mismo tiempo aparecían en el corredor y en la puerta respectivamente el cura de Riofrío y su ama.
– ¿Quién es?– preguntaron el cura desde arriba y el ama desde abajo.
– ¡Casi nadie!… Su sobrino en persona, señor cura— contestó Celesto.
– ¡Cáscaras! Me alegro… No pensé yo que sería tan puntual. Allá voy, allá voy ahora mismo…
Pero ya se había adelantado la señora Rita, con su faz mórbida y pálida y la figura de perro sentado, a recibir al viajero con entusiasmo que rayaba en frenesí.
– ¡Virgen del Amor Hermoso! ¡El señorito Andrés! ¡Qué escuálido viene el pobrecito! ¡Si parte el corazón!
Y al proferir tales palabras, como Andrés no se había apeado, le besaba una de las manos con efusión. A nuestro viajero le sorprendió agradablemente que su mal estado de salud partiese el corazón de una persona que nunca le había visto. Echó pie a tierra, se despidió afectuosamente de Celesto, y abrazado de su tío y escoltado por el ama, subió la tortuosa escalera de la rectoral.
V
El cura de Riofrío frisaba en los sesenta años. Era un hombre pequeño y grueso, de cuello corto, rostro mofletudo y rojo, o por mejor decir, morado; los ojos claros y redondos, como trazados a compás; ágil en sus movimientos, a pesar de la obesidad, y fuerte como un atleta. La expresión ordinaria de su fisonomía, dura, casi feroz; mas cuando tenía que expresar algo, aunque fuese lo más insignificante, v. gr., cuando preguntaba la hora o el tiempo que hacía, hinchaba de tal suerte su nariz borbónica, abría los ojos desmesuradamente y los clavaba con tal fuerza en el interlocutor, que éste necesitaba mucha presencia de ánimo y sangre fría para no echarse a temblar.
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