La aldea perdita. Armando Palacio Valdés

La aldea perdita - Armando Palacio Valdés


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á las manos con los de Aller por cuestiones de pastoreo. Algunos mozos de Entralgo, que allí estaban, no quisieron tomar parte en la reyerta: se retiraron dejando solos y apaleados á los de Fresnedo. Desde entonces éstos no quisieron tomar parte con los de abajo en sus riñas con los de Lorío. Su ausencia había ocasionado ya más de una derrota á los de Entralgo. Porque si no sumaban mucho los de Fresnedo y Riomontán, eran sin duda los más recios y esforzados.

      Salieron por fin á las cumbres desnudas después de caminar buen rato entre el follaje de la arboleda. Detuviéronse un instante á tomar aliento y volvieron la vista atrás. Desde aquella altura se descubría gran parte del valle de Laviana, que baña el Nalón con sus ondas cristalinas. Por todas partes lo circundan cerros de mediana altura como aquel en que se hallaban, vestidos de castañares y bosques de robles, tupidos unos, otros dejando ver entre sus frondas la mancha verde, como una esmeralda, de algún prado. Por detrás de estos cerros se alzan hasta las nubes las negras moles de la Peña-Mea á la derecha con su fantástica crestería de granito, de la Peña-Mayor á la izquierda, más blancas y más suaves aunque no menos enormes. Por el medio del grandioso anfiteatro corre el río. Á entrambas orillas se extiende una vega más florida que dilatada, donde alternan los plantíos de maíz con las praderas; unos y otros cercados por setos de avellanos que salen de la tierra semejando vistosos ramilletes. El Nalón se desliza sereno unas veces, otras precipitado formando espumosa cascada; pero en todas partes tan puro y cristalino que se cuentan las guijas de su fondo. Á ratos se acerca á la falda de los montes y en apacible remanso medio oculto entre alisos y mimbreras les cuenta sus secretos; á ratos se adelanta al medio de la vega y marcha soberbio y silencioso reflejando los plantíos de maíz.

      – Mirad, mirad cómo ahuma el techo de mi casa— exclamó Bartolo señalando al fondo.

      – Sin duda la tía Jeroma te prepara la borona. Así te has criado tú tan rollizo— repuso Celso bromeando.

      Entralgo estaba en efecto á sus pies. Era un grupo de cuarenta ó cincuenta casas situado entre el río Nalón y el pequeño afluente que venía de Villoria, á la entrada misma de la cañada que conduce á este pueblo. Por todas partes rodeado de espesa arboleda en medio de la cual parece sepultado como un nido. Sobre el pequeño cerro que lo domina, en una meseta, está Canzana, lugar de más caserío, rodeado de árboles, mieses, prados y bosques deliciosos. Sólo veían de él las manchas rojas de sus tejados; tanto le guarnecen los emparrados de sus balcones y los frutales de sus huertas. Estos dos lugares, con otros cuatro ó cinco pequeños caseríos distribuídos por los cerros colindantes, constituían la parroquia.

      El concejo de Laviana está dividido en siete. La primera, según se viene de la mar por los valles de Langreo y San Martín del Rey Aurelio, es Tiraña, la segunda la Pola, capital y sede del Ayuntamiento; enfrente de ésta Carrio, más allá Entralgo y detrás de él, en los montes limítrofes de Aller, Villoria, la más numerosa de todas. Por último, en el fondo del valle, á cada orilla del río, están Lorío y Condado. Allí se cierra y sólo por una estrecha abertura se comunica con Sobrescobio y Caso.

      La juventud de las cuatro últimas rivalizaba desde tiempo inmemorial en gentileza y en ánimo. De un lado Entralgo y Villoria: del otro, Lorío y Condado. Las tres primeras estaban descontadas: Tiraña por hallarse demasiado lejos; la Pola porque sus habitantes, más cultos, más refinados, se creían superiores y despreciaban á los rudos montañeses de Lorío y Villoria; Carrio por ser la más pobre y exigua del concejo.

      Después de reposar un instante los tres embajadores prosiguieron su camino por las cumbres que señorean el riachuelo de Villoria. Bartolo iba delante con marcha tortuosa y derrengada.

      – ¡Míralo, míralo!– exclamaba Celso con exótico acento.– ¡Qué morrillo sabroso luce el maldito! ¡qué buenas piernas! ¡qué nalgas!… Bien se conoce que la tía Jeroma no tiene otro pichón que cebar… ¡Vaya un pimpollo!… Me han dicho que todas las mañanas le unta de manteca fresca para que esté suave y reluzca… Á ver, Bartolo…

      Y se acercaba á él y le pasaba con delicadeza la mano sobre la cerviz. Bartolo gruñía.

      Estaba Celso en vena de humor jocoso y bromeaba imitando, en cuanto le era posible, el acento, la desenvoltura y el donaire que había admirado en sus compañeros de cuartel allá en Sevilla. Era su dulce manía. Desde que llegara del servicio, hacía ya cerca de un año, había mostrado tanto apego á los recuerdos de su vida militar, como horror y desprecio á las faenas agrícolas, en que por desgracia había vuelto á caer. Hasta afectaba haberlas olvidado y desconocer el nombre de algunos instrumentos de labranza. Por esto sufría encarnizada persecución de su abuela. ¡Terrible mujer la tía Basilisa! Un día, porque se le olvidó el nombre de la hoz, le rompió el mango sobre las costillas. Y hasta la misma guitarra portuguesa con un gran lazo verde que había traído de Córdoba corrió grave peligro de ir al fuego entre las astillas si á tiempo no la esconde en casa del tío Goro, su vecino. No hay para qué decir que Celso odiaba de muerte los puches de harina de maíz, el pote de nabos, las castañas, y en general todos los alimentos de la tierra, que consideraba harto groseros para su paladar meridional. En cambio chasqueaba la lengua con entusiasmo al referir á sus amigos los misterios sabrosísimos del gazpacho blanco, las poleás con azúcar, las aceitunas aliñás, las naranjitas y la mojama.

      – ¡Mal rayo!– prosiguió escupiendo por el colmillo como un gitano de pura sangre.– ¿Sabes, niño, lo que yo haría en tu caso el día que la tía Jeroma cerrase el ojo?… Pues metería en un cinto esa gran calceta de peluconas que tiene guardada, compraría un jaco extremeño y no pararía hasta dar vista á la Giralda. Y allí ¡venga de cañitas de manzanilla, y venga de pescado frito, y de aceitunitas y alcaparrones!… ¡y venga de aquí! (batiendo las palmas) ¡y venga de allí! (moviendo las piernas) y sobre todo venga de serranitas salás como las pesetas. Yo te certifico, grandísimo zángano, que antes de un mes no te pesarían tanto las nalgas como ahora… ¡Ay, niño, si hubieses conocido á la Carbonerilla!… ¡Gachó, qué mujer!… Venía con su madre á recoger la ropa de la compañía porque eran lavanderas. El sargento la echaba piropos y el furriel de mi escuadra no la dejaba ni á sol ni á sombra. Pero ella prefería al gallego… El gallego era yo, ¿sabéis? Allí nos llaman gallegos á los de acá. Un domingo por la tarde salimos juntitos orilla del Guadalquivir por aquellos campos y merendamos en un ventorrillo, y yo me puse como una uva. ¡Vaya una tardecita aprovechá! Cuando volvíamos nos tropezamos en el camino con el furriel. Ya podréis presumir cómo se le pondría el hígado. El hombre nos saludó muy cortés y se acercó á nosotros; pero al poco rato, como necesitaba escupir la bilis, sobre si yo había dejado por la mañana las tablas del camastro arrimadas á la pared ó en el suelo, me largó una bofetada… Allí vierais á la Carbonerilla hecha una leona fajarse con él á pescozones. ¡Pin pan! de aquí, ¡Pin pan! de allá… En fin, que el hombre se vió negro para librarse de sus uñas…

      Á Celso se le hacía la boca agua contando estas aventuras románticas y las enjaretaba una tras otra sin dar paz á la lengua. Sin embargo, Quino marchaba preocupado, distraído. Nunca había concedido mucho valor á la charla de su amigo. Era hombre práctico, sabía adaptarse al medio y donde el otro no veía más que tristeza y pena sabía él libar la dulce miel de la voluptuosidad. Pero ahora, bajo el temor de una paliza, encontraba las mentiras de su compañero mucho más insustanciales.

      – ¿Sabéis lo que os digo?– profirió al cabo levantando la cabeza.– Que si Nolo de la Braña no quiere esta noche manejar el palo, podemos encomendar nuestras espaldas al Santo Cristo del Garrote.

      – La verdad es, chiquillo— repuso Celso poniéndose serio también,– que á Nolo le zumba el alma con el palo en la mano.

      – ¿Que si le zumba!– exclamó Quino aceptando, sin comprenderlo, el lenguaje pintoresco de su amigo.– Habías de verlo desenvolverse como yo le he visto el año pasado en la romería del Otero. Tenía seis hombres encima de sí y no de los peores de Rivota. Pues no les volvió la cara, ni creo que la hubiera vuelto aunque fuesen doce. ¡Qué modo de revolverse! ¡qué modo de brincar! ¡qué modo de dar palos! ¿Veis un oso cuando los perros le acometen después de herido, y al primero que se le acerca le da un zarpazo y lo tumba y los otros ladran sin atreverse á entrar hasta que uno más atrevido se lanza y vuelve á caer?


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