Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet

Dulce y sabrosa - Jacinto Octavio Picón Bouchet


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haberse visto favorecido por una aparición sagrada. En las manos sentía el calor de los brazos desnudos que acababa de tocar, ante los ojos creía tener aún el escote tentador, y el olorcillo a hembra le andaba escarabajeando en el olfato, como el dejo de una sensación gratísima. Hubo un momento en que enderezando el cuerpo sobre el asiento, soltó el periódico y se irguió, a modo de caballo viejo que ha guerreado mucho y se engalla y estira el pescuezo al percibir ruido de trompetas lejanas. ¡Oh, memoria, qué dulces recuerdos trajiste! ¡Oh, fantasía, cómo los poetizaste! Mozuela que allá en el pobre lugarejo le esperabas en el pajar; sabrosa luna de miel pasada con Frasquita; cocinerilla vencida en la trastienda, en una sofocante siesta de verano; dichosas y felices aventuras, ¡cómo y con qué fuerza surgisteis en la imaginación del estanquero, poblándola de halagadoras reminiscencias que le inspiraron deseos de nuevos triunfos!

      El episodio del guante fue prólogo de otros conmovedores sucesos.

      Al día siguiente la corista tuvo que ponerse, por razón de una de las obras en que cantaba, el más caprichoso traje que imaginarse puede. A modo de antenas, llevaba entre el revuelto peinado dos cuernecillos; el arca del cuerpo, encerrada en un corsé de terciopelo casi negro tornasolado, a listas pardas y de oro; y en lo restante de su persona, o, mejor dicho, personilla, porque era pequeña y traviesa, malla del color de la carne; las eternas mallas, que eran como el alma y principal aliciente de aquel templo de Talía. Así ataviada, y en todo semejante a una avispa, la gentil muchacha anduvo largo rato por un pasillo, hasta que, viendo a don Quintín sentado bajo el mechero de gas y enfrascado en la lectura, se le acercó y le dijo, aludiendo al periódico que tenía en las manos:

      – Si ve usted en los anuncios que alguien busque casa para vivir en compañía, dígamelo usted, que tengo un gabinete muy mono.

      Don Quintín no pudo reprimir el atrevido pensamiento, y repuso:

      – Monina, ¿me quieres a mí de huésped?

      – No, porque vivo solita; un señor mayor, sí; pero hombres de buena edad, así como usted… ¡nones!

      ¡De buena edad! ¿Qué cosa podía lisonjearle más? Una mujer joven y bonita le consideraba peligroso. Se atusó el áspero bigote, tosió con fuerza, se acordó de las asonadas del cuarenta y del cincuenta, de las formaciones en que lucía el gallardo cuerpo, hasta de las barricadas, y recobrando el pasado ardimiento, cogió a la hechicera avispa las manos, que ella tuvo buen cuidado en no retirar.

      – Oye – le dijo – , gachoncita, pimpollo, ¿me tendrías miedo?

      – Miedo no, porque no asustan más que los feos; pero no quisiera que nadie murmurase de mí…

      Don Quintín creyó ver que el rostro de la chicuela se cubría de pudoroso carmín.

      – ¿Te gustaría más un joven, un mocito?

      – No quiero nada con chiquilicuatros, que no tienen pizca de formalidad.

      – ¿Prefieres hombres serios…, por ejemplo, yo?

      – Sí; pero usted no es para mí. La mujer debe buscar uno de su igual.

      En seguida bajó los ojos, fingió turbarse, y terminó diciendo:

      – Por Dios, don Quintín, déjeme usted vivir tranquila.

      Claramente comprendió el vejete que aquella mujer le consideraba como caballero, y además como peligroso. No le faltó más que oírse llamar guapo.

      En seguida sacó la chica un caramelo que llevaba oculto entre los pliegues del corpiño, le quitó el papel, se lo llevó a la boca, hizo como si quisiese y no pudiese partirlo con los dientes, y, por último, se lo presentó, húmedo todavía, a don Quintín, diciéndole:

      – Pártalo usted y deme la mitad.

      El estanquero no pudo más. Miró a uno y otro lado del pasillo, vio que nadie venía, y cogiendo a la avispa por el talle, a riesgo de quebrarle un ala, la atrajo hacia sí y le plantó en el cuello un beso como no se lo había dado a mujer alguna desde la regencia de Espartero, exclamando:

      – ¡Tú vas a ser mi perdición!

      – ¡Y usted la mía! – repuso ella con la voz trémula, como desposada que viera descorrerse las cortinas del tálamo.

      El momento fue solemne. Los dedos del ex – miliciano oprimían la cintura de la corista, cuyo cuerpo temblaba como pájaro en poder de niño.

      Mariquita murmuró con extraordinaria dulzura:

      – ¡Por Dios, don Quintín!

      – Él, estrechándola con más fuerza, dijo:

      – ¡Llámame Quintín nada más!

      – ¡No, no quiero! – repuso balbuciente y medrosa – . ¡No sea usted malo… no quiero perderme… no me pierda usted!

* * *

      En los sucios pasillos del teatro comenzó a desarrollarse el idilio más conmovedor del mundo. ¿Dónde hay poesía tan intensa como la del tronco viejo que de improviso empieza a reverdecer y retoñar?

      Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.

      La endiablada mozuela, ciñéndose a las instrucciones de don Juan, se hacía desear mucho, tardaba en acudir a las citas, luego venía armada de malicia, fingiendo estremecimientos, vacilaciones y sonrojos que la hacían más apetitosa; y si se dejaba tocar por el ex – miliciano remozado, en seguida se le escapaba de entre las manos, como si le tuviese condenado a eterna dedada de miel, sin esperanza de mayores goces. Las burlas de su amor eran muchas y frecuentes: las veras, escasas y tardías; de suerte que don Quintín pasaba, no las de Caín, sino las de Tántalo; pero era tal su pasión, que con un apretoncillo cada cuatro o seis días, con un abrazo de cuando en cuando, tenía bastante para seguir entusiasmado. No había cosa que no estuviera pronto a sacrificar por Mariquita: el estanco con anaquelería, puros, carteras de sellos, papeles de matrículas, todo se le antojaba poco para arrojarlo a los pies de aquella sirena. ¡Cuán horrible le parecía, al volver a casa, la severa figura de su esposa doña Frasquita! ¡Qué fea estaba con aquellos parches de alquitira en las sienes y aquella eterna labor de calceta azul entre las manos! Y no era lo malo que doña Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín! ¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en un hogar como lo hizo en aquel estanco!

      Porque sucedió que mientras don Quintín y Mariquita pudieron verse en el teatro, de nada se enteró la esposa engañada; pero luego, al terminar el año cómico, ni él tuvo pretexto para salir a callejear todas las noches, ni su enamoramiento quiso transigir con la ausencia del bien amado. La corista entonces, cumpliendo órdenes de don Juan, tan bien dispuestas como generosamente pagadas, empezó a enviar misivas a don Quintín.

      En vano rogó éste a la que consideraba su amante que no le mandase chicos con recaditos, ni mozos de cordel con cartas.

      Mariquita llegó a decirle:

      – ¡Eres un mandria; anda, bayeta, si me quisieras de veras, no tendrías miedo a la estantigua de tu mujer!

      Por fin, la catástrofe se vino encima.

      Uno de aquellos billetes amorosos cayó en manos de doña Frasquita. ¡Y en qué momentos! Precisamente cuando era cosa resuelta que don Quintín acompañase a Cristeta en su campaña de verano. La carta interceptada estaba escrita con la peor intención del mundo; la fraguó don Juan, dijo luego a Mariquilla cuál había de ser su contenido, y después ella misma la redactó con espantables faltas de ortografía. Sus párrafos no dejaban lugar a duda. Doña Frasquita supo de un golpe que la querida de su marido era corista, que habían tenido sus diálogos pecadores en el teatro, y que, según ella le ofrecía, en el punto donde durante el verano había de trabajar Cristeta continuarían


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