Tres mujeres. Jacinto Octavio Picón Bouchet

Tres mujeres - Jacinto Octavio Picón Bouchet


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de pretender que le atribuyesen cualidades que le faltaban, como celosa de que se reconocieran las que estaba segura de tener. Valeria era sincera sin dureza y cariñosa sin lisonja, armonizándose por ello las condiciones morales de ambas, en tal grado, que no hubiera podido precisarse cuál valía más, si la orgullosa cuando sabía ceder, o la humilde cuando sabía imponerse. Milagros del corazón, que dobla lo fuerte y se somete a lo débil.

      Llegado el domingo, fue el tutor de Susana a visitar a su pupila, la cual, después de referirle lo que ocurría, le dijo en sustancia, poco más o menos, lo siguiente:

      – No me importa estar aquí un año más: tarde V. lo que quiera en ponerme al tanto de lo que es mío, administre V. como le acomode, pero quiero que pague V. cuanto Valeria debe al colegio, de modo que continúe tan considerada como antes: quiero también que haga V. esos pagos a nombre del caballero que antes venía a verla, para que nadie le eche en cara su pobreza; y deseo, por último, que salgamos juntas del colegio y vivamos luego como hermanas; es decir, que venga a mi casa, porque de vivir como hermanas me encargo yo.

      Si fue por mira interesada o en acatamiento de aquel impulso de caritativa amistad, nadie lo sabrá nunca, pero lo cierto es que el tutor accedió al ruego, y pasados unos cuantos meses, ambas educandas salieron el mismo día del colegio, yendo Valeria a vivir a casa de Susana.

      IV

      La intimidad del hogar fomentó el cariño nacido en el convento. Dos mujeres vulgares se hubieran dejado insensiblemente sojuzgar por las circunstancias anormales de la situación. En Susana y Valeria sucedió lo contrario: ellas se impusieron a la índole del caso. Ni la protectora imperaba como ama, ni la protegida parecía dominada como sierva. El afecto, más aún, la buena educación y delicadeza de sentimientos, hacían las humillaciones imposibles. Valeria no era en la casa una amiga pobre benévolamente acogida, no era una demoiselle de compagnie tratada con consideración: era la hermana menor. Ambas poseían ese maravilloso arte de ceder a tiempo y resistir con dulzura, ante el cual se allanan los disgustos y rozamientos que producen inevitablemente las pequeñeces de la vida.

      Ni aun la belleza podía mover discordia entre ellas, porque sus atractivos ofrecían caracteres opuestos. Susana era grande, blanca, gruesa, rubia y a pesar de su edad y su doncellez tenia aspecto de Venus flamenca, perezosa y carnal. Valeria era pequeña, morenilla, delgada, pelinegra, tipo de mística española, poca materia y mucho espíritu; un fraile de Zurbarán hecho hembra. Los ojos azules de Susana alborotaban los sentidos; los ojos negros de Valeria, por dulces y serenos, inspiraban más cariño que deseo. No había entre ellas rivalidad posible. El hombre que se prendase de una no podía racionalmente enamorarse de otra.

      Gracias a la fortuna y desprendimiento de Susana, vivían con lujo, iban a bailes, teatros y saraos; viajaban, tenían coche, vestían con exquisita elegancia, trayendo para ambas de París la mayor parte de las galas, y, en una palabra, capricho sentido era en ellas gusto satisfecho. Servíales de acompañante una hermana del tutor de Susana, llamada doña Gregoria, señora entrada en años, pero tan amiga de divertirse, que nunca ponía obstáculo ni entorpecimiento a cuanto las muchachas fraguaban para lucir y brillar. Lo único que le disgustaba era ver que las galanteasen, con la circunstancia extrordinaria de que su enojo no estallaba cuando ellas coqueteaban, sino cuando se presentaba alguien que asiduamente las cortejase. Un observador cuidadoso hubiera podido notar que les dejaba tontear frivolamente, permitiéndoles oír piropos y requiebros atrevidos, mientras quien se los decía no pasaba de halagar su inocente vanidad de niñas bonitas, pero que en cuanto alguien les buscaba con frecuencia, mostrando afán de serles agradable, doña Gregoria ponía empeño en estorbarlo, sobre todo si se trataba de Susana. En una palabra: aquella señora, obediente a las instrucciones del tutor, su hermano, toleraba cuanto podía contribuir a que las jóvenes tuviesen fama de coquetas e insustanciales, y en cambio desarrollaba un mal humor inaguantable y una astucia increíble apenas surgía la posibilidad de que un hombre ganara terreno en el corazón de Susana. El tutor y su hermana le dejaban gastar cuanto quería, haciendo la vista gorda en presencia de sus devaneos, pero ante la idea de una pasión seria mostraban profundo desagrado. Indudablemente se habían propuesto no reprenderla si tiraba el dinero, para que cuanto más derrochase con mayor facilidad pudieran ellos englobar sus robos en los gastos, y al mismo tiempo, estorbando que se casase, dilatar la época de la rendición de cuentas.

      Quien primero descubrió el juego fue Valeria: comunicó a Susana la sospecha y trataron ambas de ponerse a la defensiva; mas por desgracia era tarde para evitar gran parte de los males que temían. Pronto comprendieron que debían, primero, gastar con más prudencia, porque las rentas iban mermando considerablemente, y segundo, andarse con pies de plomo en lo que se refería a dejarse galantear, porque entre sus propias imprudencias y la malignidad del tutor y su hermana, iban ellas cobrando reputación de frívolas y ligeras. Desde entonces vivieron con relativa economía, y fueron verdaderamente sensatas.

      V

      Algún tiempo después, en la tertulia de unas amigas, conocieron a dos hombres jóvenes, íntimos amigos y compañeros de carrera. Pepe Gutiérrez y Andrés Pérez, el primero, comandante de ingenieros y el segundo capitán del mismo cuerpo: ambos dignos de ser queridos. Gutiérrez se prendó de Susana que por primera vez tomó el amor en serio, fue correspondido, y entraron en relaciones, procurando que permaneciesen ignoradas del tutor: únicamente cuando ella adquirió el convencimiento de que su novio era hombre que valía mucho como inteligencia y como carácter, le autorizó a que la pidiese en matrimonio.

      La situación de Valeria era más libre y desembarazada, pero no envidiable. Por pobre, estaba libre de los cuidados que da el oro; por abandonada, no había menester consentimiento de nadie; mas, ¿de qué le servía aquella independencia, si el compañero de Gutiérrez no se fijaba en ella? Pérez frecuentaba la casa de Susana, porque iba con Gutiérrez a todas partes: eran inseparables; estaban unidos por una amistad nacida en los bancos de la escuela de primeras letras, fortificada en el colegio militar, y, por último, arraigada en sus corazones, gracias a la vida que hacían juntos en plena juventud. A Pérez le gustó Valeria desde que la conoció; pero no se atrevió a requebrarla ni poner seriamente en ella la esperanza, considerando que ambos eran pobres. La muchacha no tenía nada: él, sólo su haber de capitán. ¿Qué ventura podía ofrecerla? Ni siquiera comunicó a Gutiérrez la simpatía que le inspiraba Valeria. Tan bien supo disimularla, que la misma interesada tomó la indiferencia por franco y declarado desvío. Susana fue la única que adivinó el doble secreto de aquellas dos almas: unos cuantos detalles bastaron a su penetración para comprender que Valeria y Pérez se querían. Convencerse de ello y formar propósito de favorecerles, todo fue uno. Tanto le convidó a comer, colocándole junto a ella, tantas veces les dejó solos a tiempo de que se les transparentara el alma, tales cosas hizo para que mutuamente se conociesen y apreciasen, que al fin llegaron a entenderse. Susana, que años atrás había evitado a Valeria la desgracia de verse arrojada del colegio, y que luego la trató como a hermana, se erigió de nuevo en protectora cariñosa. «Nos casaremos el mismo día – le dijo – yo primero, y luego seremos padrinos de tu boda. Si nosotros habíamos de gastar veinte, nos contentaremos con diez, partiré contigo lo que tenga…, es decir, ¿para qué hacer números ni cálculos? Viviremos juntos, y… Cristo con todos.» Claro está que Valeria, deshecha en lágrimas de gratitud, aceptó aquella nueva demostración de cariño, aunque en el fondo de su alma, y con aprobación de su futuro marido, estuviese resuelta a no aceptar favores que, por excesivos, redundaran en perjuicio de su amiga.

      En la primer entrevista que tuvo el novio de Susana, con el tutor de ésta, se convenció de que la mujer a quien quería unirse había sido robada a mansalva. Era inútil soñar con restituciones ni pleitos. El canalla tenia las cosas preparadas con tal maña, que según cuentas, escrituras y comprobantes, aún resultaba la pupila debiéndole algunos miles de duros. Una vez más la maldad hizo mofa de la ley. De las condiciones morales de Gutiérrez y del amor que su novia le inspiraba, pueden dar idea estas palabras, con que comunicó a Susana el resultado de la entrevista:

      – Mira, nena; coche ni muchos vestidos no tendrás, porque ese hombre es un ladronazo…; por ti… lo siento; por mí, casi me alegro, para que veas que te quiero de verdad. Lo esencial es que nos casaremos cuando se nos antoje.

      En Susana pudo más


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