Nubes de estio. Jose Maria de Pereda

Nubes de estio - Jose Maria de Pereda


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que se habían oído ni se oirían en aquel salón»), hubieran engrandecido y regenerado a aquella infortunada ciudad, tan digna de mejor suerte. No había habido recurso, por innoble que fuera, de que no se echara mano para matar en germen aquella grande obra, fruto de colosales esfuerzos de una inteligencia superior, y de incalculables y mal agradecidos desvelos. Hasta se había acudido al arma del ridículo, explotando la estulticia de un desdichado, cuyos desvaríos, consentidos por el presidente, habían sido el castigo providencial de la desatinada conjura. Y así a este tenor seguía cantando el papel.

      Don Roque le leía temblando de gusto y punteándole y comeándole con ¡bravos! y con ¡leñas! que a él mismo le levantaban del sillón destripado en que se sentaba.

      – Esto siquiera le venga a uno y le consuela de verdad— díjose después de acabar la lectura.– Así se escribe, ¡con alma! Y no como vosotros, cantarines de chanfaina… «Pero ¡qué demonio!– pensó de pronto,– si, bien mirado el caso, lo de El Eco es como tener un tío en Alcalá… porque está puesto por el mismo Sancho Vargas: lo sé yo por el aire de ello, y porque siempre ha hecho lo mismo. Pero, con todo— añadió después de cavilar un poco,– la cuenta sale: la gente que no está en la malicia, no verá más que lo que cantan las letras de molde. ¡Buen golpe, amigo! ¡Bueno de veras!»

      Y con esto se consoló por de pronto, y fue entreteniendo las impaciencias hasta la hora de darse un desahogo a todas sus anchas en el Casino. Las horas de culto en aquel santuario eran después de comer y antes de cenar. Comió poco; y con lo último de ello entre los dientes, se largó de casa, ignorando si, en lo veloz del paso que llevaba, podía más que el deseo de llegar pronto al gran salón, el de alejarse del otro lío, del doméstico, cuyas marañas no quería tocar mientras no se desenredase de las del primero, porque al pobre hombre jamás le habían cabido dos enredos juntos en el meollo, y aún le acontecía a menudo, como entonces, posponer en sus preocupaciones lo principal a lo secundario.

      Todos sus consocios, menos Sancho Vargas, estaban ya allí. Tomó el caso a señal de que se le preparaba un triunfal recibimiento, como función de desagravio, y en esta inteligencia modificó el andar y rectificó su continente para encajarse mejor en el papel que le correspondía; pero no hubo tal cosa. Le dejaron llegar como todos los días, y, si quiso un saludo, tuvo que comprarle con otro. Esto le descuajaringó. Aguzó el oído útil para pescar el asunto de las varias conversaciones desanimadas que se cruzaban entre sedentarios y ambulantes, y no pescó una pizca de lo que él iba buscando. Nueva desilusión: ni siquiera se hablaba de ello.

      Acaso hubieran hablado ya; pero ¿por qué no se renovaba el tema al verle llegar a él? ¿No era él la cabeza del partido derrotado en la sesión memorable? ¿No equivalía a un garrotazo en la suya el fracaso jaleado de los proyectos de Sancho Vargas? Y ¿por qué aquellos hombres no se movían para desagraviarle, por de pronto, y después para ayudarle a tronar contra el enemigo común? ¿Habrían prevaricado también? ¿Sería posible que ya no quedara en el pueblo más hombre de fiar, más hombre serio que él y, a todo tirar, Sancho Vargas? Todo podía creerse, visto como iban corrompiéndose las cosas del mundo, achicándose los caracteres y rebajándose las estaturas.

      Sintiendo agigantarse la suya con el calor del supuesto, arrimose a Pepe Gómez, que poseía la única cara decente que había allí, y sentose a su lado. Saludole el otro con la más reverente afabilidad, y hasta tuvo la delicada ocurrencia de preguntarle:

      – ¿Y qué tal, mi señor don Roque? ¿Se va pasando ya la desazón de anoche?

      – ¡Desazón?– preguntó a su vez el hombre, con mal disimulado despecho; y en seguida prosiguió, alzando la voz, de modo que le oyeran los demás consocios, que no se curaban de él:– No fue grande, a Dios gracias; pero grandes o chicas, le aseguro a usted, mi buen amigo don Pepe, que no tiene vergüenza el hombre formal, independiente y serio que se las toma por convecinos ingratos, por compañeros… descorteses…

      Y recorría con los ojos los grupitos del salón a medida que acentuaba las palabras, por ver si descubría en algunos señales de que les escocían. Pero nadie se daba por dolorido, ni siquiera por enterado de ellas.

      – Es así el mundo, señor don Roque— dijo el pulido mozo, golpeándose una pernera con el bastón y enseñando los blancos dientes por la abertura de una sonrisa— , ¡y sabe Dios lo que sería si los hombres de empuje y de buena voluntad, como usted, le dejaran entregado a sus flaquezas originarias! Hágase el bien y peléese por las buenas causas, que no faltará quien lo vea, y lo estime, y lo bendiga…

      – ¡Cierto, cierto!, exclamó don Roque clavándose por el pecho en la lisonja del otro.– Pero, hombre, déjenle a uno el consuelo de desahogar sus disgustos entre los buenos amigos… si es que los hay. Que le ayuden, ¿eh? que le pregunten esto o lo otro sobre el caso… vamos, que le escuchen y le desenfaden tan siquiera. Porque si…

      En esto entró en el salón Sancho Vargas, sofocado, jadeante, sudoroso, con el sombrero a media cabeza y un periódico en la mano.

      – ¡Esto es el colmo ya de la desvergüenza!– dijo en alta voz;– el sainete de la comedia que se representó anoche en la sociedad por esos caballeros finos y tolerantes, que me soltaron a Aceñas a última hora, como quien suelta un toro de Colmenar… Y nada: aquí no hay enemigos, aquí no hay envidiosos, como decía nuestro digno presidente. ¡Ah, señores! ¡ah, señores! ¡qué paradero aguarda a este pueblo que os vio nacer, por el camino que seguimos!

      Preguntósele qué era lo que ocurría; a lo cual respondió, después de arrimarse a la chimenea y de desplegar el periódico arrugado que empuñaba:

      – Pues ocurre lo que ya era de esperar, después de visto lo de anoche y lo que quiere decir esta mañana el gazmoñito de El Océano.

      – Yo no leo más que El Eco Mercantil, y ese desde que tengo uso de razón,– dijo aquí un socio de los más ariscos y de los más viejos.

      – ¡Ah! pues gracias a ese respetable periódico, que pone hoy las cosas en su punto— replicó Sancho Vargas;– que si no, medrado estaba el público, y medrados estábamos nosotros con lo que pasó anoche, con lo que dijo esta mañana El Océano, y con lo que acaba de decir este papel que traigo en la mano, La Bocina del País, ese periódico desarrapado, insolente…

      Pero ¿qué es lo que dice?– preguntó desde su asiento don Roque, que tiritaba de miedo y renegaba de las digresiones del otro.

      – Una friolera— contestó Sancho Vargas, metiendo los ojos por el papel.– Se figura en la copla (porque el cuento está en copla, y de columna y media), que se titula Las constituciones de Sancho Panza, una ínsula…

      – Hombre, ¡una ínsula!– exclamó aquí un erudito del auditorio, una de las dos cabezas de turco.– Y ¿qué es eso de ínsula?

      – Ínsula— contestó Sancho Vargas, mientras se mordía los labios para disimular la risa Pepe Gómez, y abría don Roque los ojos y la boca para pescar en el aire la definición de la palabreja, que desconocía también,– es… lo que irá usted viendo poco a poco. Se figura una ínsula, una ínsula llamada Ba… ba… Aguarden ustedes. Ba… bara… Barataria… en fin, una ínsula que inventa el coplero, y a esa ínsula va Sancho Panza de gobernador… ¡Vean ustedes qué barbaridad! y va instruido por don Quijote, que ya se sabe que era un caballero que se volvió loco; y como instruido por un loco, el gobernador Sancho Panza empieza a arruinar la ínsula publicando y haciendo cumplir constituciones en que se manda, bajo pena de la vida, punto más, punto menos… lo que se contiene en mis dos proyectos leídos anoche en La Alianza… hasta que le sueltan un novillo de tres años… En fin, caballeros, lo mismo, ¡lo mismo que lo otro!

      – Pues eso debe de ser gracioso— apuntó el Quevedo de allí.– Léanoslo usted, amigo don Sancho.

      – ¡Yo leer estas inmundicias!– exclamó Vargas indignado.– Sería hacerles una honra que no se merecen… Y hasta me extraña la indicación, hablando como lo siento.

      – Y diga usted— interrumpió don Roque, que daba ya diente con diente, dirigiéndose a Sancho Vargas:– en el supuesto


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