Los Hombres de Pro. Jose Maria de Pereda

Los Hombres de Pro - Jose Maria de Pereda


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los hombres eran capaces de todo; y si cuando le tocó la suerte de soldado alguien le hubiera dicho en broma «adiós, mi general», él, encogiéndose de hombros, de seguro habría contestado muy serio para sus adentros: «¿Quién sabe?…»

      No por esto le asustó su condición de soldado raso mientras sirvió de asistente a su coronel. El cómo y el cuándo no preocupaban a Simón gran cosa. Gustábale mucho viajar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; y viendo aquí y escuchando allá, fue familiarizándose con ciertas cosas y acontecimientos, pero sin enamorarse de ellos. De este modo, al tomar su licencia en Madrid, salió hacia su pueblo sin penas ni alegrías; y al mirar a la corte desde lejos, envióle una despedida que tanto podía significar «adiós para siempre», como «hasta la vista».

      Sentía, sin embargo, dentro de sí mismo, aunque muy poco pronunciada, una afición especial: la política; y el temor de perderla de vista, era lo único que le hacía poco placentero el recuerdo de su pueblo. No necesito decir que la política que amaba Simón era la callejera, la política de las noticias. Esta le embelesaba tanto, que haciendo una calaverada, como él decía, invirtió una parte de la rumbosa gratificación que le hizo el coronel al despedirle en la suscripción a un periódico noticiero y baratito, que no le faltó un solo día después de llegar a su casa. He aquí por qué estaba al tanto de los ascensos de su coronel.

      Era Simón de voz sonora, reposado en el hablar, de palabra rebuscada y frase difícil; pobre de imaginación, por ende, y no muy sutil de entendimiento; muy aficionado a perorar, y liberal de conveniencia, si es que tenía alguna opinión política. Y digo de conveniencia, porque en sus expansiones con el coronel solía decirle: «Me gustan los liberales porque con ellos hablan todos y de todo cuanto les da la gana. No estoy yo, como los otros, porque sólo hablen de ciertas cosas los que lo entienden.»

      Instalado Simón en su pueblo, como sabemos, se guardó muy bien de ocuparse en otra cosa que en su familia y su negocio. Pero ¿le tomó tanto cariño a este último, que estuviese resuelto a seguir explotándole mientras a ello se prestase? No por cierto. Antes al contrario: a medida que se iba haciendo independiente, iba mirando con menos apego los reducidos horizontes de la aldea.

      No se acentuaba en él una ambición determinada, quizás porque se creía capaz de todo, en teniendo alas con que volar. Pero todavía no le atormentaba la prisa; y esto podía consistir en que tenía que ocuparse en refrenar la que devoraba incesantemente a su mujer, que volaba en ambiciones mucho más alto que él. Simón, cuando menos, tenía la habilidad o el privilegio ingénito de saber disimular. Juana, por el contrario, se había hecho insufrible. Despachaba detrás del mostrador con más humos que un ministro en su poltrona, recibiendo a sus parroquianos con un hocico y unos dengues como una señorona de horca y cuchillo. Indignábale la osadía de los muchachos que, a veces y por curiosear, asomaban la cabeza dentro del establecimiento, y prohibía severamente a su hija, niña de tres años, jugar con sus conocidas, por no haber entre ellas ninguna de su parigual.

      Un día dijo a su marido, que estaba me ditabundo, sentado junto a ella detrás del mostrador:

      – Simón, la verdad es que esto se va poniendo cada vez más inaguantable.

      – ¿Eh?– respondió Simón, un tanto azorado, como si le hubieran descubierto un secreto.

      – Quiero decir que tú y yo estamos siendo los cerineos de todo el pueblo, y que el oficio no tiene nada de divertido.

      – Pues no te entiendo, Juana— repuso Simón, disimulando el placer con que entraba a discutir aquel punto.

      – Digo que esta casa es el paño de lágrimas de toda esa gentuza. Que un vecino no tiene que comer; pues aquí a empeñar la manta o el jergón. Que otro necesita un par de pesetas; aquí a vender el grano. Que otro quiere un empeño para allá arriba; aquí a buscar la carta tuya. Que a una le pega el marido una paliza; aquí al vuelo a llorar la lástima. Que me echo yo un refajo nuevo; aquí en seguida a saber lo que me costó, y en qué tienda de la villa le compré.... Que el medio cuarterón de aceite, que los dos cuartos de hilo, que la moneda roñosa, que la fía.... Vamos, Simón, que esto es un laberiento que acaba conmigo.

      – ¿Y nada más?– díjola Simón con mucha flema.

      – ¿Y te parece poco?

      – Pues ven acá, mal pecao, y dime: sin ese cuarterón de aceite, y esos dos cuartos de hilo, y ese grano comprado a lance, y el empeño de la manta, y el servir a todo el que se presenta, si se puede y vale la pena, ¿qué sería de nuestros intereses? Acuérdate que cuando nos establecimos, apenas había en casa cuatro mil reales mal contados. ¿Te dejarías hoy ahorcar por treinta mil?

      – Cierto es eso, Simón, y no me quejo yo de la fortuna.

      – Pues ¿de qué te quejas entonces?

      – Quiero decirte que sin tanto trabajo como el que aquí tenemos, podíamos hacer más…, pinto el caso, en otra parte.

      – ¡Conque en otra parte!… Y ¿cómo? ¿Se te figura a ti que estos cuatro cachivaches que uno tiene en casa van a producir más en otro lado, donde haya que pagar la tienda y hasta el agua que uno beba?

      – Claro que no. Pero decía yo que si con esto que ya tenemos y, pinto el caso, un estanco que te sacara el general… en la villa....

      – Aguárdate un poco— dijo Simón, fascinado de repente con la indicación de su mujer— . No había dado yo en lo del estanco.

      – Y de este modo— continuó Juana, explotando aquella favorable actitud de su marido— podríamos enseñar algo a la niña para el día de mañana, si la suerte quiere favorecerla con un buen acomodo.... Porque aquí, ya ves tú que nada bueno puede aprender.

      – ¡Que estamos conformes, mujer!… Pero....

      Y Simón se rascaba la cabeza y fruncía la boca.

      En esto entró el señor cura, venerable viejecito, a comprar dos cuartos de hilo negro para recoserse la sotana.

      – Más a tiempo no podía usted llegar, señor don Justo— le dijo Simón.

      – Pues ¿que ocurre?– preguntó el cura.

      – Algo muy serio para nosotros— respondió Simón ingenuamente.

      – Que no le importa un rábano a nadie de fuera de esta casa— saltó Juana con acento brusco, temiendo que la intrusión de un tercero pudiera torcer la marcha de aquel asunto que tan a su gusto caminaba.

      – Pues quedaos con Dios— dijo el señor cura, que ya conocía el humor de Juana, disponiéndose a salir de la tienda.

      – Poco a poco, señor don Justo, y usted perdone— dijo Simón deteniéndole— , que para estas ocasiones son los consejos de los hombres de saber.

      – Pues aconséjate de tu mujer— repuso el cura— , que parece no necesitar consejos de nadie.

      – Mi mujer, que quiera que no, tomará el que usted le dé— añadió Simón mirando con firmeza a Juana.

      Hizo ésta un gesto de desagrado, y continuó su marido:

      – Es el caso, señor cura, que quisiéramos trasladarnos a la villa con la tienda y algo más que pudiéramos añadirla.

      – Si ese es vuestro gusto— dijo el cura,– ¿quién os lo ha de impedir?

      – No se trata de eso, sino del temor que yo tengo de que cambiemos, como el topo, y usted perdone la comparanza, los ojos por el rabo.

      – Pues si temes eso, ¿por qué te quieres mover de aquí?

      – Es que, por otra parte, parece que nos conviene ir a la villa.

      – Pues entonces id benditos de Dios.

      – No me explico bien, señor don Justo.

      – Pues explícate mejor.

      – Voy a hacerlo sin rodeos. A usted ¿qué le parece? ¿Nos conviene o no nos conviene salir de aquí?

      – Antes de responder a esa pregunta, necesito


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