Cuentos Valencianos. Vicente Blasco Ibanez
fué aquello un bombardeo; la comitiva sin cansarse de tirar confites y la ronda del alcalde teniendo que abrir paso a patadas y a palos.
Al pasar frente a la taberna, Marieta bajo la cabeza y palideció, viendo cómo sonreía burlonamente su marido mirando al Desgarrat, el cual contestó a la mirada con un ademán indecente. ¡Ay! Aquel condenado se había propuesto amargar su boda.
El chocolate esperaba. ¡Cuidado con atracarse! Era don Julián el notario quien lo aconsejaba: había que pensar en que dentro de dos horas sería la gran comida. Pero a pesar de tan prudentes consejos, la gente arremetió con los refrescos, los cestos de bizcochos, los platos de dulces, y en poco tiempo quedó rasa como la palma de la mano aquella mesa, que tenía alrededor más de cien sillas.
La novia mudábase de traje en el estudi, quedando en fresco percal; los morenos brazos casi desnudos y brillándole sobre el luciente peinado las perlas de sus agujas de oro.
El notario charlaba con el cura, que acababa de llegar con gorrito de tercioplelo y el balandrán a puntas. Los convidados huroneaban por el corral, enterándose de los preparativos de la comida; las mujeres se habían puesto frescas y formaban corrillos charlando de sus asuntos de familia; correteaban los chicos en las cercanías del estudi, atraídos por el tesoro que encerraba, y en la puerta de la calle sonaba la incansable dulzaina de Dimoni mientras la granujería se empujaba, dándose de cachetes, o rodaban en el polvo por alcanzar los puñados de confites que venían de dentro.
Llegó el instante solemne, y las paellas burbujeantes y despidiendo azulado humo fueron colocadas sobre la mesa.
Los convidados se apresuraron a ocupar sus asientos. ¡Vaya un golpe de vista! Lo que decía el cura con asombro: «¡Ni en el festín de Baltasar!» Y el notario, por no ser menos, hablaba de la bodas de un tal Camacho que había leído en no recordaba qué libro.
La gente menuda comía en el corral.
Y allí también, en una mesita como de zapatero, estaba Dimoni, el cual, a cada instante, enviaba el acólito adonde estaban los pellejos para que llenara el porrón.
¡Cuerpo de Dios, y qué bien lo hacía todo aquella gente! Las dentaduras, fortalecidas por la diaria comida de salazón, chocaban alegremente, y los ojos miraban con ternura aquellas paellas como circos, en las cuales los pedazos de pollo eran casi tantos como los granos de arroz, hinchados por el sustancioso caldo.
Con el pañuelo al pecho a guisa de servilleta, había bigardón que tragaba como un ogro, mientras las mujeres hacían dengues, llevándose a la boca la puntita de la cuchara con dos granos de arroz, mostrando esa preocupación de la mujer campesina que considera como una falta de pudor el comer mucho en público.
Aquello era un banquete de señores; no se comía en la misma paella, sino en platos, y bebíase en vasos, lo que embarazaba a muchos de los comensales, acostumbrados a arrojar un mendrugo sobre el arroz como señal de que era llegado el momento de pasar el porrón de mano en mano.
La cortesía labriega mostrábase con toda su pegajosidad y falta de limpieza. Ofrecíanse de un extremo a otro del banquete un muslo tierno y jugoso, y de unos dedos a otros llegaba a su destino. Todo era obsequios, como si cada uno no tuviese en su plato lo mismo que le ofrecían.
Marieta apenas si comía. Estaba al lado de su marido con la cabeza baja. Palidecía, contraíase su frente reflejando penosos pensamientos y miraba con alarma a la puerta de la calle, como si temiera alguna aparición del Desgarrat.
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