Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco
una propiedad de su familia.
– Ese fraile, espada en mano – continuó don Marcos – , es el que figura á ambos lados del escudo de Mónaco. Después, la historia de los Grimaldi fué semejante á la de todos las familias soberanas de aquellos tiempos. Hicieron la guerra á los vecinos, se pelearon entre ellos, y hasta hubo hermano que asesinó á su hermano… Los navegantes de Mónaco se dedicaron á corsarios, y su bandera sirvió á veces para dar personalidad á piratas de otros países… La alianza de los Grimaldi con España les permitió titularse príncipes. Hasta entonces sólo habían sido marqueses. Carlos V les llamaba en sus cartas «amados primos», con otros títulos honoríficos… Este peñón era de gran importancia para los monarcas de España, que tenían posesiones en Italia y necesitaban conservar seguro el camino. Los reyes de Francia ambicionaban, por su parte, suprimir el obstáculo, atrayéndose á los Grimaldi. Durante ciento cincuenta años hay que reconocer que se mantuvieron fieles á sus compromisos, y eso que desde Madrid sólo de tarde en tarde les enviaban los subsidios prometidos. Dos galeras monegascas figuraban siempre en las armadas de España… Sólo cuando la decadencia de los Austrias empezó á hacernos perder nuestra influencia europea nos abandonaron los Grimaldi, con la precipitación del que huye de una casa que se viene abajo. Richelieu hacía en aquellos momentos la grandeza de Francia, y se fueron con él. Una noche de relámpagos y truenos, cuando la guarnición, compuesta en su mayor parte de italianos al servicio de España, dormía sin cuidado, la sorprendieron, la desarmaron, después de matar á algunos que pretendían resistirse, y acabaron por enviarla cortésmente al virrey español de Milán con la noticia de que la alianza quedaba rota para siempre.
Los príncipes de Mónaco, feudatarios de Francia, vivían después en Versalles, haciendo oficio de cortesanos ó sirviendo en los ejércitos del rey. La Revolución los perseguía, como á todos los monarcas, guillotinando á una hermosa dama de la familia. Napoleón los había tenido como edecanes un su séquito militar, y la larga paz del siglo XIX les hacía volver á instalarse en su exiguo principado.
– ¡Eran tan pobres! – siguió diciendo Toledo – . Tenían que mantener el boato de una corte, pues en los Estados pequeños, donde se vive como en familia, resulta preciso exagerar la etiqueta para que el príncipe sea respetado. Había que sufragar los mismos gastos de una nación grande, justicia, administración, hasta un ejército diminuto para la seguridad interior, y todo el principado no producía mas que limones y olivas… Mire usted si eran pobres y si se verían apurados, no sabiendo de dónde sacar recursos, que bajo el reinado de Florestán I, abuelo del príncipe actual, hubo un intento de revolución por haber decretado el soberano que toda la oliva del país sólo podía molerse en los molinos de su propiedad.
Después, bajo Carlos III, aún resultaba más angustiosa la situación. El principado se disolvía. Los dos pueblos Mentón y Roquebrune, dependientes de Mónaco, se emancipaban de él, entusiasmados por la revolución italiana, incorporándose á la monarquía de los Saboyas. Poco después, al adquirir Napoleón III el antiguo condado de Niza, se hacían franceses. Y Mónaco quedaba aislado dentro de Francia, con su soberanía bien reconocida; pero la tal soberanía no abarcaba mas que una ciudad única en la meseta de un peñón, un pequeño puerto y unos alrededores cubiertos de plantas parásitas: casi el terreno que recorre un burgués pacífico en su paseo después del almuerzo. ¿Cómo iba á sostenerse el minúsculo Estado?..
– El juego lo salvó. No crea usted, como algunos, que esto fué una iniciativa del soberano de Mónaco. Muchos príncipes alemanes habían apelado á la misma industria para el sostenimiento de sus dominios. Es una invención germánica. Mas el juego á orillas del Mediterráneo, bajo un sol invernal que rara vez se muestra infiel, resulta otra cosa que en un Estado del centro de Europa… Al principio no marchó el negocio. Establecieron un miserable Casino en el Mónaco viejo, frente al palacio, en lo que hoy es cuartel de los carabineros del príncipe. Los «puntos» eran muy contados. Había que venir en diligencia por lo alto de los Alpes, siguiendo la antigua vía romana, y descender desde La Turbie por caminos como barrancos. Se necesitaban verdaderos deseos de jugar. Luego, el Casino bajó al puerto, donde hoy está el barrio de La Condamine: igual fracaso. Los arrendatarios del juego quebraban, sin poder cumplir sus compromisos con el príncipe… Pero se abrió el ferrocarril de la Cornisa, quedando Mónaco en el camino de París á Italia, y todos los jugadores, todos los desocupados del mundo, afluyeron aquí en pocos años… ¡Qué transformación!
El coronel volvió á acordarse del viejo campesino que, apacentando sus ovejas en la ladera alpina, pasaba las horas con los ojos fijos en la maravillosa ciudad extendida á sus pies, en el mismo lugar que había visto de joven cubierto de matorrales.
– Entonces nació Monte-Carlo. Frente al peñón de Mónaco, formando la otra ribera del puerto, había una meseta abandonada. No hace de esto mas que unos sesenta años. Aún quedan diseminados un los jardines de la plaza, entre los árboles tropicales, algunos pobres olivos de aquel tiempo, que han sido respetados como recuerdos de la época de miseria. Donde hoy vemos el Casino, los grandes hoteles y las casas de té más elegantes, existían cavernas de la época prehistórica, que en tiempos menos remotos sirvieron también de guaridas de ladrones. Esta meseta salvaje era apodada, por sus grutas, «Las Espeluncas». Algo de lo que ha visto usted en el Museo Antropológico de Mónaco: hachas de piedra, restos humanos, etc., procede de esas cavernas… Y la meseta abandonada se convirtió, en una docena de años, en la gran ciudad de Monte-Carlo, de fama mundial, dejando obscurecido y casi olvidado en el peñón de enfrente al histórico Mónaco, que no es ya mas que uno de sus arrabales. Ha crecido tanto este Monte-Carlo, que se extiende de una punta á otra del principado: todo el suelo nacional está bajo techo, y cada año se desborda fuera de las fronteras. En territorio francés se llama Beausoleil. No hay mas que atravesar la plaza del Casino, sus jardines en pendiente, y subir una escalinata hasta el llamado bulevar del Norte, para encontrarse con uno de los espectáculos más raros de Europa. Una acera es del príncipe de Mónaco y la de enfrente de la República francesa. Los tenderos pagan distintas contribuciones y obedecen á distintos reglamentos, según tienen sus escaparates á la derecha ó á la izquierda.
Toledo quedó pensativo un momento.
– ¡Los milagros de la ruleta! – continuó – . ¡El poder mágico del «negro» y el «rojo»! El Casino dicen que es un portento de mal gusto, pero chorrea oro como una iglesia rica. Su teatro estrena óperas que después se hacen célebres en el mundo. Los hoteles, innumerables, son palacios. Monte-Carlo está erizado de cúpulas y torrecillas lo mismo que una ciudad oriental. Las calles parecen salones, con un pavimento escrupulosamente cuidado, sin la más leve suciedad. ¿Y los jardines?.. Los Alpes forman aquí una magnífica mampara: vivimos en un agujero asoleado, casi un invernáculo. Pero á veces sopla el mistral, hace frío, y yo no comprendo cómo pueden vivir tan lozanos, tan frescos, todos esos árboles tropicales, todas esas plantas que nacieron en atmósferas de horno. Los pobres olivos veteranos deben sentir tanto asombro como yo al verse en semejante compañía… ¡El guano poderoso del «treinta y cuarenta»! Tengo la certeza de que, si el juego cesase, toda esa vegetación tropical se disolvería inmediatamente como un ensueño.
El silencioso Novoa acogió con una sonrisa estas palabras.
– ¡Y qué transformación en las gentes! – continuó el coronel – . Fíjese en el público del domingo: todos señores, todos igualmente bien vestidos. Las niñas del país copian lo que ven á las mundanas elegantes, y ¡figúrese usted si vienen aquí mujeres de esa clase!.. No se ve un mendigo ni un haraposo. Nacer aquí significa algo: da la certeza de tener la vida asegurada. El Casino cuida de todos; nunca falta un puesto para un hijo del país en las salas de juego, en los jardines, en el teatro; y cuando no, en la policía, en las oficinas administrativas, en lo que depende del príncipe, y es pagado igualmente con dinero de la Sociedad. Llegar á «jefe de mesa» es el mariscalato de un monegasco. Puede ganar hasta mil francos al mes y además las propinas: lo que tal vez no ganará usted nunca, profesor. Y acaba construyendo su «villa» en lo alto de Beausoleil, donde cuida su jardín viendo á sus pies el Casino, la casa de la buena madre… Todos comen, con tal que sepan callar y no se mezclen en lo que no les importa. Un viejo cochero que me sirve algunas veces se atrevió á ser franco una noche, porque estaba algo borracho. Su mujer lleva treinta