Obras escogidas. Bécquer Gustavo Adolfo
Bécquer
Obras escogidas
Á MANERA DE PRÓLOGO1
Ciudad de Sevilla:
Venimos siempre á ti, como á madre amorosa, á tomar luz para nuestro espíritu mirándote á los ojos, y á fortalecer nuestro corazón con tus recuerdos. Henos hoy aquí una vez más; sólo que esta vez, con la alegría de volver á verte, traemos también otra: la de haber cumplido el ofrecimiento que te hicimos ha poco más de un año. Y como si tenemos el pudor de nuestros dolores, tenemos en cambio la generosidad de nuestra alegría, y la que sentimos en estos instantes es tan pura y tan honda, deseamos compartirla con todos.
Venimos á ofrecerte, Sevilla, el monumento á Bécquer, erigido por dicha, y para mayor gloria del poeta, en el tiempo materialmente preciso para tallar el mármol y fundir el bronce. Quiere esto decir, que nuestra voz, al llamar á todos para glorificarlo, no necesitó esfuerzo alguno, sino que halló prontamente eco de simpatía en el corazón de los españoles, y al punto se vió el halda de la Ensoñadora, nuestra mensajera ideal, llena de flores y monedas derramadas en ella por manos generosas: desde la augusta y fina mano de la reina de España, hasta la tosca y dura de quien tuvo que dejar la azada para entregar su ofrenda. Juntas cayeron en el halda de la Ensoñadora las de los reyes y las del pueblo: sólo el amor es capaz de conseguir victorias tales, y acaso nada como la poesía las merezca.
El monumento que luego veréis en nuestro hermoso Parque, débese, pues, á España entera: España entera ha contribuído á realizar esta obra de justicia, de cultura y de amor; España entera ha tenido fiestas para el poeta, y poetas que á su vez lo canten; España entera se ha estremecido al nombre de Bécquer, como al contacto de mágica varita que hiriera las fibras más nobles y delicadas del alma. Y nosotros, promotores de la empresa, que á muchos pudo parecer quijotesca aventura, y de la cual salimos orgullosos y ufanos, con la profunda y serena alegría de quien hace el bien por el bien mismo, al verla dichosamente rematada, sin que ningún guijarro de ningún malandrín acertara siquiera á rozarnos la piel, tenemos el deber de proclamarlo aquí, para que la misma aura que de corazón en corazón llevó la voz de nuestra idea, de corazón en corazón lleve también la de su resultado, y con ella la alentadora confianza en la viva eficacia de todo lo noble y lo bueno.
Erigido, como hemos dicho, el monumento á Bécquer merced á la cooperación de muchos buenos españoles, hay uno entre todos que merece primero que ninguno vuestra gratitud y vuestra simpatía más cordial: nos referimos al escultor Lorenzo Coullaut Valera, sin cuya colaboración espontánea es casi seguro que no se hubiera efectuado esta empresa, á lo menos tan rápida y felizmente. No sólo puso al servicio de ella su arte de escultor, sino su corazón de poeta; y así, con inspiración luminosa y liberal entusiasmo, dió gallarda cima al monumento, obra tal vez la más bella y cabal que de sus manos salió nunca, y no quiso, ni siquiera pensó jamás, recibir por el primoroso trabajo otra recompensa que la de su propia satisfacción.
Este deseo de consagrarle á Bécquer un perdurable recuerdo en su patria, fué siempre sueño de los artistas sevillanos. Años ha, reuniéronse todos ellos al calor de la idea, y realizaron un fervoroso homenaje al poeta querido, como primera piedra ideal, si cabe expresar esto así, de un monumento que entonces no llegó á levantarse.
Alma y vida de aquel movimiento fué el glorioso escultor Antonio Susillo, hermano espiritual de Bécquer, malogrado también como él, y que como él se llevó á la tierra al morir incalculables tesoros de la fantasía, flores del más puro genio sevillano. Puede decirse de ellos, que si hubieran manejado á la inversa el cincel y la pluma, Bécquer sería el autor de los portentosos relieves del uno, y Susillo habría escrito las doradas leyendas y las aéreas rimas del otro.
Jóvenes y heridos por el dolor de la vida cayeron ambos. Con el último suspiro de Bécquer comenzó el resplandor creciente de su gloria: en la trágica muerte de Susillo pensamos todos que aquella mano, siempre dócil como esclava sumisa á su pensamiento, sólo una vez debió serle rebelde.
Pues bien: sevillano como Susillo y discípulo de él es el autor del monumento á Bécquer que en el Parque se eleva. Junto á Susillo recibió los primeros estímulos y las primeras inspiraciones en su arte. Y acaso recibió también del maestro, por misteriosa compenetración de las almas, la poética herencia de modelar para su patria la noble frente del cantor de las golondrinas.
Hemos dicho que la gloria de Bécquer nació en su tumba. En efecto, así fué. No le acariciaron en vida los halagos del «aura de aplausos» que acompaña siempre á la gloria literaria, ni reflejó sobre su cabeza la luz de la «nube radiosa» que siempre la sigue. El, sin embargo, sabía que «algo divino» llevaba en la frente. Estimulada y acrecentada la admiración de unos cuantos amigos suyos, poetas y pintores, por el dolor de su temprana muerte, reunieron con cariño sus obras y las publicaron, librándolas tal vez de una completa oscuridad.
Jamás poeta alguno, al menos en España, tuvo más rápida y efusiva consagración. De mano en mano corrieron sus libros y de boca en boca su nombre, y no hubo labios de mujer por donde no pasaran sus rimas, como aliento suave, como canción de brisa que separa las hojas de una flor. En el corazón de la Humanidad late oculto un espíritu de justicia, y cuando se deja morir en el desamparo y el olvido á un hombre como Bécquer, ese espíritu se siente sacudido por algo que es justicia y remordimiento á la vez, y se quiere entonces reparar la grave falta cometida, enterrando en rosas las cenizas del muerto. Siquiera sea tardía, bien venida sea esta póstuma reparación.
Oteando en los esplendorosos horizontes de la poesía lírica castellana del pasado siglo, en que vivió el poeta, y fijándonos sólo en aquellos altos luminares cuya luz fué más difundida y más potente, vemos cómo á los acentos roncos y viriles de Quintana y Gallego, de robusta y épica vena, que le prestaban á la patria herida vigor y temple en sus flaquezas y desmayos, sucede el glorioso período romántico, en el cual la musa de Espronceda, apasionada y tumultuosa, de soberano aliento y fuerte originalidad, avasalla, inquieta y cautiva á todos; y donde el estro espléndido de Zorrilla, verbo poético de nuestra habla, canta como hijo de alondra y de ruiseñor la hermosura de la Naturaleza, y como trovador errante las caballerescas leyendas del pueblo y las grandezas de los ricos alcázares, llenando los cielos de luz, los campos de flores, las selvas de pájaros alegres, y el mundo ideal de colores risueños v de brillantes fantasías. Y después de estos grandes poetas, todo nervio y pujanza, todo llama, fuerza y galanura, aparece Bécquer, delicado, amoroso, íntimo, sentimental, doliente, con caminar misterioso y callado, con voz insinuante y acariciadora, y le da á la poesía lírica de su siglo una hora de luz de luna, que si en sí misma tiene encanto magnético, túvolo doble en aquella sazón, en medio de los fulgores de sol que la precedieron y de los que habían de seguirla.
Luz de luna, sí; luz de luna es toda su poesía, porque luz de luna llevaba en el alma. Su bondad resignada fué el resplandor templado y celeste á cuyos rayos escribió sus páginas cautivadoras. Soñó, y parecieron sus sueños tocados de la quimera y de la fiebre del insomnio, como hijos de la noche; amó, y fueron sus amores melancólicos y dolorosamente sumisos; y poníase la mano en el corazón por que sus latidos no sonasen, y le temía al resplandor de la aurora; lloró mucho, y en su inagotable ternura se confortó con el consuelo de saber que aún le quedaban lágrimas. Y estos sentimientos, que tan inefable perfume prestan á su poesía, hallan el molde más dúctil y apropiado en la suave forma de sus rimas aladas, y el eco más acorde en la tenue música y en el impreciso y vago ritmo de sus versos.
Hay quien ha pretendido oscurecer la diáfana gloria de Bécquer, haciendo pasar sobre ella una ligera nube; motejándolo de imitador de Enrique Heine. Nada más injusto ni más inexacto tampoco. Hace falta padecer la obsesión de los parentescos literarios, de las afinidades y analogías, cuando no la manía persecutoria del plagio, que suele trastornar á muchos adoradores de este ó el otro ídolo, para no ver la esencial diferencia, la absoluta disparidad que existe entre estos dos espíritus, cualquiera que sea la medida de su grandeza. Fueron notas características del genio de Heine el sarcasmo, la burla y la ironía; fuéronlo del de Bécquer la resignación y la ternura. Se ha dicho de la musa de Heine que era un ruiseñor de Alemania que anidó en la peluca de Voltaire. De la de Bécquer, enamorada, creyente y piadosa, no podrá decirse en verdad sino que fué una golondrina, que si á veces rozó la tierra con su alas, pronto voló á los espacios libres y puros, y formó su nido bajo el balcón de una mujer hermosa ó
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Merced á la amabilidad de los señores Álvarez Quintero, á cuya iniciativa se debe esta edición, puedo complacerme en publicar al frente de ella el discurso en que los dos hermanos ofrecieron al pueblo de Sevilla la bellísima obra de Coullaut Valera. – El Editor.