Entre naranjos. Ibanez Vicente Blasco
hacía rabiar a tu padre y a mí en el 73! Ahora que todo aquello está tan lejos, te digo que era un buen sujeto. Algo sorbido de sesos por la lectura, como Don Quijote; chiflado completamente por la música. Tenía cosas graciosísimas. Se casó con una hortelana muy guapa, pero pobre. Decía que el casamiento era… para perpetuar la especie: éstas eran sus palabras; para echar al mundo gente fuerte y sana. Por esto lo de menos era preocuparse de la posición de la esposa, sino de su caudal de salud. Así se buscó él aquella Teresa, fuerte como un castillo y fresca como una manzana. Pero de poco le valió a la pobre. Tuvo la niña, y a consecuencia del parto murió a los pocos días, sin que sirvieran de nada los estudios y los desesperados esfuerzos del marido. No llegaron a vivir juntos un año.
Los compañeros de Rafael escuchaban con tanta atención como éste. Les agitaba la malsana curiosidad de las pequeñas poblaciones donde el ahondar de la vida ajena es el más vivo de los placeres.
– Y ahora viene lo bueno – continuó don Andrés, – El loco del doctor tenía dos santos: Castelar y Beethoven, cuyos retratos figuraban en todas las habitaciones de su casa, hasta en el granero. Ese Beethoven (por si no lo sabéis), es un italiano o inglés, no lo sé cierto, de esos que se sacan la música de la cabeza para que la toquen en los teatros o se diviertan a solas los locos como Moreno. Al tener una hija, anduvo preocupado con el nombre que había de ponerla. Quería llamarla Emilia para hacer así un homenaje a su ídolo Castelar; pero le gustaba más Leonora, (¡fijáos bien! no digo Leonor), Leonora, que según nos dijo él, era el título de la única función escrita por Beethoven, una ópera que leía él a ratos perdidos, como yo leo el periódico. El recuerdo del extranjero pudo más, y envió a su hermana a la iglesia con unas cuantas vecinas pobres a bautizar la niña, con el encargo de que le pusieran por nombre Leonora. Figuráos qué contestaría el cura después de buscar en vano en el santoral. Yo estaba entonces en las oficinas del ayuntamiento y tuve que intervenir. Era antes de la Revolución; mandaba González Bravo; los buenos tiempos; por poco que alzase el gallo un enemigo del orden y las sanas creencias, iba en cuerda camino de Fernando Póo. Y sin embargo, ¡floja zambra armó aquel hombre! se plantó en la iglesia, donde no había entrado nunca, empeñado en que bautizasen a la pequeña a su gusto. Después quiso llevársela sin bautizar, diciendo que le tenía sin cuidado este requisito y que sólo lo cumplía por dar gusto a su hermana. En la disputa llamaba con gran retintín a los curas y acólitos reunidos en la sacristía, cuadrilla de bramantes…
– Les llamaría brahamantes – interrumpió Rafael.
– Sí, eso es: y también bonzos; así, por chunga; de esto me acuerdo bien. Por fin, dejó que el cura la bautizase con el nombre de Leonor. Pero como si nada. Al marcharse le dijo al párroco: – «Será Leonora por razones que le placen al padre y que no comprendería usted aunque yo se las explicase». ¡Qué tremolina aquella! Tuvimos que intervenir tu padre y yo para amansar a los buenos curas: querían formarle un proceso por sacrilegio, ultrajes a la religión y qué se yo cuántas cosas más. Nos dio lástima. ¡Ay, hijo mío! en aquel tiempo una causa así era más de cuidado que hacer una muerte.
– ¿Y cómo ha seguido llamándose? – preguntó un amigo de Rafael.
– Leonora, como quería su padre. Esa muchacha salió idéntica al doctor; tan chiflada como él: su mismo carácter. No la he visto aún; dicen que es muy guapa; se parecerá a su madre, que era una rubia, la más buena moza de estos contornos. Cuando el doctor vistió a su mujer de señora, no era gran cosa como finura, pero nos dejó asombrados a todos…
– Y Moreno ¿qué se hizo? – preguntó otro. – ¿Es verdad, como se dijo hace años, que se había pegado un tiro?
– Sobre eso se cuentan muchas cosas; tal vez sea todo mentira. ¡Quién sabe! ¡se marchó tan lejos!.. Cuando al caer la República volvió el tiempo de las personas decentes, el pobre Moreno se puso peor aún que al morir su Teresa. Vivía encerrado en su casa. Tu padre era respetado más que nunca; mandábamos que era un gusto. Don Antonio, desde Madrid, daba orden a los gobernadores de que abriesen la mano, dejándonos en completa libertad para barrer lo que quedaba de la revolución, y los que antes aclamaban al doctor, huían de él para que nosotros no les tomásemos entre ojos. Alguna tarde salía a pasear por las afueras; iba al huerto de su hermana, junto al río, llevando siempre al lado a Leonora, que ya tenía unos once años. En ella concentraba todo su afecto… ¡Pobre doctor! Ya estaban lejos aquellos tiempos en que toda su banda de amigotes se agarraba a tiros con la tropa en las calles de Alcira, dando vivas a la Federal… Su soledad y la tristeza de la derrota, le hicieron entregarse más que nunca a la música. Sólo tenía una alegría en medio de la desesperación que le causaba el fracaso de sus perversas ideas. Leonora amaba la música tanto como él. Aprendía rápidamente sus lecciones; acompañaba al piano el violoncello del papá, y así se pasaban los días toca que toca, revolviendo todo el inmenso montón de solfas que guardaban en el granero, junto con los libros malditos. Además, la pequeña mostraba cada día una voz más hermosa y sonora. «Será una artista, una gran artista», decía el padre entusiasmado. Y cuando algún arrendatario de sus tierras o uno de sus protegidos entraba en la casa y permanecía embobado ante la chicuela, que cantaba como un ángel, decía el doctor con entusiasmo: «¿Qué os parece la señorita?.. Algún día estarán orgullosos en Alcira de que haya nacido aquí».
Se detuvo don Andrés para coordinar sus recuerdos y añadió tras larga pausa:
– La verdad es que no puedo deciros más. En aquella época, como ya mandábamos, apenas si me trataba con el doctor. Le perdimos de vista; no le hacíamos caso. La musiquilla oída al pasar frente a su casa, era lo único que nos le traía a la memoria. Supimos un día, por su hermana doña Pepa, que se había ido con la niña, lejos, muy lejos, a aquella ciudad donde estuviste tú, Rafael: a Milán, que, según me han contado, es el mercado de todos los que cantan. Quería que su Leonora fuese una gran tiple. Ya no le vimos más. ¡Pobre hombre!.. La cosa debió marchar bien. Cada año escribía a su hermana para que vendiese un campo, y en unos cuantos voló toda la fortunita que el doctor había heredado de sus padres. La pobre doña Pepa, siempre tan buena, hasta vendió la casa que era de los dos hermanos, para enviarle el último dinero y se trasladó al huerto, desde donde viene con un sol horrible a misa y a las Cuarenta horas. Después… después ya no he sabido nada cierto. ¡Dicen tantas mentiras! Unos, que el pobre Moreno se pegó un tiro al verse abandonado por su hija, que ya cantaba en los teatros; otros que murió en un hospital solo como un perro. Lo único cierto es que murió el infeliz y que su hija se ha dado la gran vida por esos mundos. Se ha divertido la maldita. ¡Qué modo de correrla!.. Hasta cuentan que se ha acostado con reyes. Y de dinero no digamos. ¡Qué modo de ganarlo y de tirarlo, hijos míos! Esto quien lo sabe es el barbero Cupido. Como se cree artista porque toca la guitarra, y además, figura entre los de la cáscara amarga y le tenía gran simpatía al padre, es el único de la ciudad que ha seguido leyendo en los papeles todas las idas y venidas de esa mujer. Dice que no canta con su apellido. Gasta otro nombre más sonoro y raro, un apellido extranjero. Como es tan métomeentodo ese Cupido y en su barbería se saben las cosas al minuto, ayer mismo estuvo en la alquería de doña Pepa a saludar a la eminente artista, como él dice. Cuenta que no acaba. Maletas por todos los rincones, mundos que pueden contener una casa; de trajes de seda… ¡la mar!; sombreros, no sé cuantos; estuches sobre todas las mesas con diamantes que quitan la vista; y todavía la maldita encargó a Cupido que avisara al jefe de estación para que envíe, así que llegue, lo que falta por venir; el equipaje gordo, un sinnúmero de bultos que llegan de muy lejos, del otro rincón del mundo, y cuestan un capital por su traslado… ¡Y, eche usted!.. ¡Claro! ¡Para lo que le cuesta de ganar!
Guiñaba los ojos maliciosamente y reía como un fauno viejo, dándole con el codo a Rafael, que le escuchaba absorto.
– ¿Pero se queda aquí? – preguntó el joven. – ¿Acostumbrada a correr el mundo, le gusta este rincón?
– Nada se sabe de eso – contestó don Andrés; – ni el mismo Cupido pudo averiguarlo. Estará hasta que se canse. Y para aburrirse menos se ha traído la casa encima como el caracol.
– Pues es fácil que se aburra pronto – dijo un amigo de Rafael. – ¡Si cree que aquí la