Entre naranjos. Ibanez Vicente Blasco
En los pueblos le respetaban como vicario supremo de aquel dios que tronaba en el patio de los plátanos, y los que no se atrevían a aproximarse a éste con sus súplicas, buscaban a aquel solterón de carácter alegre y familiar que siempre tenía una sonrisa en su cara tostada cubierta de arrugas y un cuento bajo su bigote recio tostado por el cigarro.
No tenía parientes y pasaba casi todo el día en la casa de Brull. Era como un mueble que interceptaba el paso en las habitaciones, y acostumbrados todos a él, resultaba indispensable para la familia. Don Ramón le había conocido en su juventud de modesto empleado en el ayuntamiento, y le enganchó bajo su bandera, haciéndole al poco tiempo su jefe de estado mayor. Según él, no había en el mundo persona de más mala intención y con más memoria para recordar nombres y caras. Brull era el caudillo que dirigía las batallas; el otro ordenaba los movimientos y remataba a los enemigos cuando estaban divididos y deshechos. Don Ramón era dado a arreglarlo todo con la violencia, y a la menor contrariedad hablaba de echar mano a la escopeta. De seguir sus impulsos, la gente de acción del partido hubiera hecho cada día una muerte. Don Andrés hablaba con seráfica sonrisa de enredarle las patas al alcalde o al elector influyente que se mostraba rebelde y arrojaba un chaparrón de papel sellado sobre el distrito, promoviendo procesos complicados que no terminaban nunca.
Despachaba la correspondencia del jefe; tomaba parte en los juegos de Rafael, acompañándole a pasear por los huertos y cerca de Bernarda, desempeñaba las funciones de consejero de confianza.
Aquella mujer arisca y severa, únicamente se mostraba expansiva y confiada con don Andrés. Cuando esté la llamaba su ama o la señora maestra, no podía evitar un movimiento de satisfacción, y con él se lamentaba de los devaneos del marido. Era un afecto semejante al de las antiguas damas por el escudero de confianza. El entusiasmo por la gloria de la casa les unía con tal familiaridad, que los enemigos murmuraban, creyendo que doña Bernarda, despechada por las infidelidades del cónyuge, se entregaba al lugarteniente. Y don Andrés que sonreía con desprecio cuando le acusaban de aprovechar la influencia del jefe en pequeños negocios, indignábase si la maledicencia se cebaba en su amistad con la señora.
Lo que más íntimamente unía a las tres personas era el afecto por Rafael, aquel pequeño que había de ilustrar el apellido de Brull, realizando las ilusiones del abuelo y el padre.
Era un muchacho tranquilo y melancólico, cuya dulzura parecía molestar a la rígida doña Bernarda. Siempre pegado a sus faldas. Al levantar los ojos, encontraba fija en ella la mirada del pequeño.
– Anda a jugar al patio – decía la madre.
Y el pequeño salía inmediatamente triste y resignado, como obedeciendo una orden penosa.
Don Andrés era el único que le alegraba con sus cuentos y sus paseos por los huertos, cogiendo flores para él, fabricándole flautas de caña. El fue quien se encargó de acompañarle a la escuela y de hacerse lenguas de su afición al estudio.
Si era serio y melancólico, es porque iba para sabio, y en el casino del partido les decía a los correligionarios:
Ya veréis lo que es bueno, así que Rafaelito sea hombre. Ese va a ser un Cánovas.
Y ante aquella reunión de gente tosca, pasaba como un relámpago la visión de un Brull jefe del gobierno, llenando la primera plana de los periódicos con discursos de seis columnas y al final Se continuará; y todos ellos nadando en dinero y gobernando a su capricho España, como ahora manejaban el distrito.
Jamás príncipe heredero creció entre el respeto y la adulación que el pequeño Brull. En la escuela los muchachos le miraban como un ser superior que por bondad descendía a educarse entre ellos. Una plana bien garrapateada; una lección repetida de corrido, bastaban para que el maestro, que era del partido para cobrar el sueldo sin grandes retrasos, dijera con tono profético.
– Siga usted tan aplicado, señor de Brull. Usted está destinado a grandes cosas.
Y en las tertulias a que asistía su madre, le bastaba recitar una fabulita o lanzar alguna pedantería de niño aplicado que desea introducir en la conversación algo de sus lecciones, para que inmediatamente se abalanzasen a él las señoras cubriéndole de besos:
– ¡Pero cuánto sabe este niño!.. ¡Qué listo es!
Y alguna vieja añadía sentenciosamente:
– Bernarda, cuida del chico; que no estudie tanto. Eso es malo. ¡Mira qué amarillento está!..
Terminó sus estudios superiores con los padres escolapios, siendo el protagonista de los repartos de premios; el primer papel en todas las comedias organizadas en el teatrito de los frailes. El semanario del partido dedicaba un artículo todos los años a los sobresalientes y premios de honor del «aprovechado hijo de nuestro distinguido jefe don Ramón Brull esperanza de la patria que ya merece el título de futura lumbrera».
Cuando Rafael volvía a casa con el pecho cargado de medallas y los diplomas bajo el brazo, escoltado por su madre y media docena de señoras que habían asistido a la ceremonia, besaba a su padre la vellosa y nervuda mano. Aquella garra le acariciaba la cabeza e instintivamente se hundía en el bolsillo del chaleco por la costumbre de agradecer del mismo modo todas las acciones gratas.
– Muy bien – murmuraba la bronca voz. – Así me gusta… Toma un duro.
Y hasta el año siguiente, rara vez se veía el muchacho acariciado por su padre. En ciertas ocasiones, jugando en el patio, había sorprendido la mirada del imponente señor fija en él, como si quisiera adivinar el porvenir.
Don Andrés se encargó de su instalación en Valencia al comenzar los estudios en la Universidad. Se cumpliría el deseo del abuelo abortado en el padre.
– ¡Este sí que será abogado! – decía doña Bernarda poseída del mismo afán que el viejo por aquel título que era el ennoblecimiento de la familia.
Y temiendo que la corrupción de la ciudad despertase en el hijo las mismas aficiones del padre, enviaba con frecuencia a don Andrés a la capital y escribía cartas y más cartas a los amigos de Valencia y en especial a un canónigo de su confianza, para que no perdiese de vista al muchacho.
Pero Rafael era juicioso; un modelo de jóvenes serios según decía a su madre el buen canónigo. Los sobresalientes y premios del colegio de Alcira continuaban en Valencia, y además, don Ramón y su esposa se enteraban por los periódicos de los triunfos alcanzados por su hijo en la «Juventud jurídico escolar», una reunión nocturna en un aula de la Universidad, donde los futuros abogados se soltaban a hablar discutiendo temas tan originales como si la «Revolución Francesa había sido buena o mala», o «el socialismo, comparado con el cristianismo».
Algunos muchachos terribles, que habían de entrar en casa antes de las diez, so pena de arrostrar la indignación de los padres, se declaraban rabiosos socialistas y asustaban a los bedeles, maldiciendo la propiedad sin perjuicio de proponerse – tan pronto como terminasen la carrera – conseguir una notaría o un registro. Pero Rafael, siempre mesurado y correcto no era de estos; figuraba en la derecha de la docta asamblea, y en todas las cuestiones sostenía el criterio sano, pensando con santo Tomás y otros sabios que le señalaba el canónigo encargado de su dirección.
Estos triunfos no tardaban en ser propalados por el semanario del partido, que para aumentar la gloria del jefe y que los enemigos no le tachasen de parcialidad, comenzaba siempre: «Según leemos en la prensa de la capital»…
– ¡Qué muchacho! – decían a doña Bernarda los curas de la población. – ¡Qué pico de oro! Ya lo verá usted, será otro Manterola.
Y la devota señora, cuando Rafael por fiestas o vacaciones volvía a casa, cada vez más alto, con modales que a ella se le antojaban la quinta esencia de la distinción y vistiendo con arreglo al último figurín, se decía con una satisfacción de madre fea:
– Será un real mozo. Todas las chicas ricas de la ciudad le desearán. No habrá más que escoger.
Doña Bernarda sentíase orgullosa al contemplar a su Rafael, alto, las manos finas y fuertes, los ojos grandes, aguileña la nariz, la barba rizada y cierta gracia