La condenada (cuentos). Ibanez Vicente Blasco

La condenada (cuentos) - Ibanez Vicente  Blasco


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roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.

      Allí estaban dos hombres en el suelo, uno sobre otro, cruzados, confundidos, formando un solo cuerpo, como si un clavo invisible los uniese por la cintura, soldándolos con sangre.

      No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.

      Y cuando Sènto y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los cadáveres para verles las caras, retrocedieron con exclamaciones de asombro.

      Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil el Sigró.

      La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.

      En el mar

      A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.

      – ¡Antonio! ¡Antonio!

      Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse, a la mar.

      Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama hablando de los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano! En el anterior, los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por cuenta propia.

      El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la carencia de pesca.

      Las redes sólo sacaban algas o pez menudo; morralla de la que se deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.

      Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa; debían en el horno y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, les amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que les había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.

      Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.

      – A ver si hoy tenéis más fortuna – murmuró la mujer desde la cama – . En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones… Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro!

      – Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá. Justamente vieron ayer algunos un atún que va suelto; un viejo que se calcula pesa más de treinta arrobas. Figúrate si lo cogiéramos… Lo menos sesenta duros.

      Y el pescador acabó de arreglarse pensando en aquel pescadote, un solitario que, separado de su manada, volvía por la fuerza de la costumbre a las mismas aguas que el año anterior.

      Antoñico estaba ya de pie y listo para partir, con la gravedad y satisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; al hombro el capazo de las provisiones y en una mano la banasta de los roveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerles.

      Padre e hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar al muelle de los pescadores. El compadre les esperaba en la barca preparando la vela.

      La flotilla removíase en la oscuridad, agitando su empalizada de mástiles. Corrían sobre ella las negras siluetas de los tripulantes, rasgaba el silencio el ruido de los palos cayendo sobre cubierta, el chirriar de las garruchas y las cuerdas, y las velas desplegábanse en la oscuridad como enormes sábanas.

      El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas de casitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes, todas aquellas familias venidas del interior en busca del mar. Cerca del muelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos, trazando regueros de luz sobre las inquietas aguas.

      Era el Casino. Antonio lanzó hacia él una mirada de odio. ¡Cómo trasnochaban aquellas gentes! Estarían jugándose el dinero… ¡Si tuvieran que madrugar para ganarse el pan!

      – ¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.

      El compadre y Antoñico tiraron de las cuerdas, y lentamente se remontó la vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.

      La barca se arrastró primero mansamente sobre la tranquila superficie de la bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban fuera de puntas; en el mar libre.

      Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas que se alejaban como puntiagudos fantasmas resbalando sobre las olas.

      El compadre miraba el horizonte.

      – Antonio, cambia el viento.

      – Ya lo noto.

      – Tendremos mar gruesa.

      – Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.

      Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó con la proa mar adentro.

      Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un triángulo de fuego y las aguas hervían como si reflejasen un incendio.

      Antonio empuñaba el timón, el compañero estaba junto al mástil y el chicuelo en la proa explorando el mar. De la popa y las bordas pendían cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De vez en cuando tirón y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estaño animado. Pero eran piezas menudas… nada.

      Y así pasaron las horas; la barca siempre adelante, tan pronto acostada sobre las olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor, y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de agua metido en la estrecha cala.

      A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por la parte de popa las velas lejanas de otras barcas, como aletas de peces blancos.

      – ¡Pero Antonio! – exclamó el compadre – . ¿Es que vamos a Orán? Cuando la pesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.

      Viró Antonio, y la barca comenzó a correr bordadas, pero sin dirigirse a tierra.

      – Ahora – dijo alegremente – tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo. Ya se presentará la pesca cuando ella quiera.

      Para cada uno un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada a puñetazos sobre la borda.

      El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olas de larga y profunda ondulación.

      –¡Pae!– gritó Antoñico desde la proa – , ¡un pez grande, mu grande!.. ¡Un atún!

      Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronse a la borda.

      Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi a flor de agua su negro lomo de terciopelo; el solitario tal vez de que tanto hablaban los pescadores. Flotaba poderosamente, pero con una ligera contracción de su fuerte cola, pasaba de un lado a otro de la barca, y tan pronto se perdía de vista como reaparecía instantáneamente.

      Antonio enrojeció de emoción, y apresuradamente echó al mar el aparejo con un anzuelo grueso como un dedo.

      Las aguas se enturbiaron y la barca se conmovió, como si alguien con fuerza colosal tirase de ella deteniéndola en su marcha e intentando hacerla zozobrar. La cubierta se bamboleaba como si huyese bajo los pies de los tripulantes, y el mástil crujía a impulsos de la hinchada vela. Pero de pronto el obstáculo cedió, y la barca, dando un salto, volvió a emprender su marcha.

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