En viaje (1881-1882). Miguel Cane
humana en aquellos tiempos en que los hombres tenían hasta una configuración de cráneo distinta a la nuestra, y por lo tanto, movían su espíritu dentro de diversa atmósfera, nos llamaban más la atención que las narraciones del diluvio, que los sabios han desterrado de los viejos muros de Nínive con gritos de entusiasmo. Luego, la Grecia inimitable, y en ella, el inimitable Fidias. Abajo, los soberanos trozos del Parthenón; arriba, las aéreas figurinas de terracotta encontradas en Tanagra. No tienen más que diez o doce centímetros de altura; pero ¡qué perfección, qué delicadeza exquisita! ¡Cómo, bajo aquellos velos que las cubren como mantos de vestal, se ve, se siente el movimiento armónico del cuerpo! Unas encogidas, otras en marcha y aquéllas… ¿recuerdas, Emilio, la ráfaga criolla que nos envolvió?.. ¡jugando a la taba! Sí; encorvada, una deliciosa estatuíta sigue con avidez los giros del pequeño hueso, mientras su partner espera paciente el turno. Miramos con atención y pudimos comprobar que la taba había echado lo contrario a suerte. ¿Y los autógrafos? ¿Cómo desprenderse de las vidrieras que los contienen, cómo arrancar los ojos de ese vivo retrato de los grandes hombres, cuya mano parece palpitar aún en el trozo de esas líneas incorrectas pero firmes?.. ¡Y todo ese museo portentoso, centro, núcleo, panorama, del espíritu humano en el tiempo y el espacio! No hay una fuente de sensación más pura, más alta, que la contemplación de esas riquezas artísticas y científicas; penetra en el alma, es cierto, un hondo desconsuelo, cuando la deficiencia de la preparación intelectual hace que un mármol sea mudo para nosotros; pero, sin duda alguna, los horizontes de la inteligencia se ensanchan en cada visita a un mundo semejante.
Una visita al Brown, que se mece gallardamente en las aguas del Támesis, a la altura de Greenyde. Uno de los objetos de mi viaje a Inglaterra ha sido ver la gran nave argentina. El pabellón flotando en la popa me llenó de indecible emoción, que se aumentó por la cordial acogida que recibí de la oficialidad argentina, con su digno comodoro a la cabeza. Visitamos el buque en todas las direcciones, se me explican sus maravillas, se me narra la curiosidad europea que ha despertado por su nueva construcción y mientras contemplo sus cañones poderosos, sus flancos de acero, su lanzatorpedos, sus ametralladoras, todos esos bárbaros elementos de destrucción, recuerdo con alegría que, hace ya muchos años, buques de guerra argentinos surcan los mares, sin que la paz, que es nuestra aspiración y nuestra riqueza, haya sido turbada. ¡Sea igual el destino del Brown; que sus cañones no truenen sino los días de ejercicio, que su bandera respetada y amada por todos los pueblos de la tierra, no se ize jamás a su mástil en son de guerra, y si la agresión la hace inevitable, que el pecho de los hombres que lo dirijan sea tan fuerte como sus escamas de hierro, que lo sepulten en el Océano antes de arriar el pabellón blanco y celeste!
CAPITULO IV
Las Antillas francesas
Pasé unos pocos días en París preparándome para la larga travesía y despidiéndome de las comodidades de aquella vida que, una vez que se ha probado, con todas sus delicadezas intelectuales y con todo su confort material, aparece como la única existencia lógica para el hombre sobre la tierra. ¡Qué error, qué triste error el de aquellos que no ven a París sino bajo el prisma de sus placeres brutales y enervantes! Lo que tiene precisamente de irresistible ese centro, es su atmósfera elevada y purísima, donde el espíritu respira el aire vigoroso de las alturas. La ciencia, las artes, las letras, tienen allí sus más nobles representantes, y una hora en la Sorbona, en el colegio de Francia o en la Escuela Normal, hacen más por nuestra educación intelectual que un mes de lectura…
Volamos sobre los campos de la Vendée, la patria de Larochefoucauld y d'Elbée, de Cadoudal y Stofflet, la tierra de los chouans, donde Marceau hizo sus primeras armas, donde Hoche se cubrió de gloria. Se nos ha hecho cambiar de tren dos o tres veces, lo que nos pone de un humor infernal, y en la mañana llegábamos a Nantes, que el tren atraviesa a lento paso. He ahí las paisanas bretonas con sus características tocas blancas, con sus talles espesos; he ahí el río famoso, teatro de las noyades de Carrier, recuerdo bárbaro que horroriza a través del tiempo. Somos aves de paso, y por mi parte, lamento no tener un par de días que dedicar a Nantes; pero, como no he hecho sino cruzarlo, desisto de ir a pedir fastidiosos datos a una guía cualquiera y me apresuro a llegar al antipático puerto de St. – Nazaire, la Guayra francesa, como le llamó el secretario cuando hubo conocido el símil en las costas del mar Caribe. En la línea de Orleans, habríamos llegado a las cinco de la mañana; en la del Oeste, después de un fastidiosísimo viaje, llegamos a las diez. Perdimos más de dos horas en obtener nuestros equipajes, y por fin, todo en regla, nos trasladamos al vapor Villa de Brest, que esperaba, amarrado al Dock y con las calderas calientes, el momento de la partida.
Siento placer aún en recordar aquel mundo de a bordo, tan heterogéneo, tan complejo y tan diferente del que estaba habituado a encontrar en los mares que bañan la parte oriental de la América.
La travesía es larga, pues de St. – Nazaire a la Point-à-Pitre, en la Guadalupe, no se emplean menos de quince días. Pero durante esas dos semanas la animación no desmayó un momento en el Ville de Brest, y el buen humor supo convertir en motivo de broma hasta la detestable comida que se nos daba.
He ahí las Azores, últimas perlas vacilantes en la antigua y espléndida corona portuguesa. El capitán, por una galantería, se aparta ligeramente de la ruta y lanza el buque entre dos islas, cuyo aspecto verde, alegre, rompiendo la matadora monotonía del Océano, encanta la mirada y levanta el corazón. Ambas están cultivadas prolijamente, y el esfuerzo humano se ostenta en todas las faldas de la montaña. Aspiramos un momento con delicia la atmósfera cargada de emanaciones vegetales, y luego el grupo de islas empieza a perderse en el horizonte, desvaneciéndose como una ilusión.
Estamos en los trópicos; el calor comienza a ser sofocante y las largas horas que se extienden del almuerzo a la comida, son realmente insoportables. La mayor parte de los pasajeros, aun el nuevo gobernador de la Martinica, cruzan el mar por primera vez, y la tripulación, con el permiso del comandante, organiza la clásica función del bautismo tropical.
No he podido averiguar de dónde viene esa fiesta característica; algunos suponen que fue un recurso empleado por Colón para distraer el conturbado espíritu de sus compañeros. El hecho es que alegra el ánimo decaído por la monotonía de la navegación.
Relatarla sería muy largo, desde el momento en que, trepado en lo alto del cordaje, un mensajero del padre Trópico dirige sus preguntas al comandante, hasta el día siguiente en que la función se desenvuelve y aparece el mencionado personaje cabalgando en dos marineros encorvados, cubiertos con una piel de toro, que se mantienen en esa actitud durante horas enteras. Los discursos son originales y chispean de la gruesa sal gala; luego viene el bautismo que consiste en recibir sobre la cabeza una poca de agua sacada de una enorme pila de goma y sufrir un simulacro de afeite. Pero en seguida la cubierta se convierte en la azotea de nuestros antiguos cantones de carnaval. El agua corre a torrentes, los golpes se suceden, la algazara llega a su colmo. En mi calidad de viejo marino, me abstuve por completo y di mis poderes al abate Mazdel, que, en un traje ligerísimo y con unos enormes bigotes pintados con betún, se debatía denodadamente contra los infinitos agresores que lo cubrían de agua y harina. El comandante no puede recuperar el mando del buque hasta el momento en que hace dar la campana la señal de haber terminado la fiesta. Como por encanto todo desaparece y «le père Tropique», «le père Neptune» y demás personajes fabulosos, despojados de sus atributos fantásticos, se dedican con resignación a lavar el puente y frotar los bronces…
Después de una larga travesía de quince días, avistamos las pintorescas costas de la Guadalupe y el vapor arroja el ancla en la bahía de la Pointe-à-Pitre. El efecto óptico es admirable; la lujuriosa vegetación de los trópicos, tan característica siempre, se ostenta ante los ojos