En viaje (1881-1882). Miguel Cane
de los pueblos no es de un día, y pronto las amargas horas pasadas aparecerán a los peruanos como el punto de partida de una época de prosperidad.
En las páginas que van a leerse, dedicadas en su mayor parte a Colombia y Venezuela, se verá cuál es la situación de ambos países. He sido relativamente parco en mi apreciación de la actualidad de Venezuela, porque se encuentra en un momento de plena evolución. El hombre que hoy la gobierna, el general Guzmán Blanco, representa sin duda un régimen al que los argentinos tenemos el derecho histórico de negar nuestras simpatías. Pero sería una torpeza confundirlo con los vulgares dictadores que han ensangrentado el suelo de la América. El progreso material de Venezuela bajo su gobierno es indiscutible, y la paz, que ha sabido conservar en un país donde la guerra hasta ahora diez años era el estado normal, le será contada como uno de sus mejores títulos por el juicio de la posteridad. Pero, lo repito, no es este el momento de formular una opinión sobre Venezuela; ensaya sus nuevas instituciones, tantea la adaptación de nuevas industrias a su suelo maravilloso y pasarán algunos años antes que su reciente organización tome caracteres definitivos.
Los países americanos situados sobre el Atlántico han sentido más rápida e intensamente la acción de la Europa, fuente indudable de todo progreso, y han conseguido emanciparse más pronto de la rémora colonial. Es con legítimo orgullo cómo un argentino puede hablar hoy de su país, porque no hay espectáculo que levante y consuele más el corazón de un hombre, que el de un pueblo laborioso, inteligente y ávido de desenvolvimiento, marchando con firmeza, al amparo del orden y de la libertad, en el camino de sus grandes destinos. El ejemplo de prudencia admirable que en sus relaciones internacionales ha dado la República Argentina, no será infecundo para la América. Con tradiciones guerreras, con un pueblo habituado a la lucha constante, para el que los combates, como para los viejos germanos, tienen atractivos irresistibles, sosteniendo causas consagradas por un derecho palmario, hemos sabido acallar los enérgicos ímpetus del patriotismo entusiasta, para encerrarnos y perseverar en una política correcta y prudente que al fin, honorablemente, nos ha dada la más grande de las victorias que puede alcanzar un pueblo americano: la paz.
Erigido el principio de arbitraje en invariable línea de conducta, resolvimos por ese medio las cuestiones que había suscitado la guerra con el Paraguay, a la que tan bárbaramente se nos provocó en 1865. Más tarde, la larga controversia de límites con Chile fue resuelta por una transacción directa que, no sólo satisfizo el honor de ambas naciones, sino que aseguró al comercio universal la libre navegación y la neutralidad del Estrecho de Magallanes. Sólo tenemos pendiente en el día de la fijación definitiva de nuestras fronteras con el Brasil. En documentos que han visto la luz pública, el gobierno argentino ha propuesto ya al gabinete de San Cristóbal la adopción del arbitraje. Sea por este medio, sea por transacción directa, hay el derecho de esperar que la cuestión será resuelta sin necesidad de apelar a la guerra, cuyos resultados serían fatales seguramente a aquel de los dos pueblos cuya obstinación la haga imprescindible.
La era de las discordias civiles se ha cerrado también en el suelo argentino, porque las causas que la producían han cesado, con la organización definitiva de la nación. Desde los extremos de la Patagonia a los límites con Bolivia, desde los márgenes del Plata al pie de los Andes, no se oye hoy sino el ruido alentador de la industria humana, no se ven sino movimientos de tierra, colocación de rieles, canalizaciones, instalaciones de máquinas, cambios diorámicos de suelos vírgenes en campos labrados. Las ciudades se transforman ante los ojos de sus propios hijos que miran absortos el fenómeno; las rentas públicas se duplican; el oro europeo acude a raudales, para convertirse en obras de progreso; el crédito se extiende y se afirma; la emigración aumenta. Tenemos motivos de pura satisfacción, pero al mismo tiempo graves responsabilidades. Es necesario conservar la paz interna a todo trance y hacer una verdad constante de nuestras instituciones; en una palabra: seguir la ruta en que marchamos.
Si hay algún país americano en estos momentos cuya situación requiera calma, prudencia sabia, en una palabra, es indudablemente el Brasil; gobernado por un príncipe que ha sabido conquistar el cariño de sus súbditos y el respeto del mundo, tiene elementos en su seno para conjurar los graves peligros que lo amenazan. Su situación financiera no es tranquilizadora; el aumento de los gastos sin una progresión análoga en los ingresos, los empréstitos sucesivos en vista de la adquisición de elementos de guerra y las deficiencias dolorosamente comprobadas en el sistema administrativo: he ahí las causas principales de una crisis que no tardará en tomar proporciones alarmantes. Por otro lado, pronto desaparecerá – y para siempre – de la constitución brasileña la triste sombra de la esclavitud. Sea falta de previsión en el gobierno, sea enceguecimiento sistemático de los propietarios rurales, el hecho es que, si bien esa liberación será un honor para el Brasil, su industria va a pasar por un momento angustioso cuando sea necesario acudir al trabajo libre para reemplazar al trabajo esclavo. La aparición de la cuestión de salarios, de las huelgas, la escasez de brazos por la insignificante inmigración, la difícil vigilancia policial sobre el millón y medio de negros que de la noche a la mañana van a recuperar su libertad, muchos de ellos lleno el corazón de odios, todas las dificultados de un cambio radical van a constituir una crisis económica formidable.
Por otro lado, la situación política amenaza perturbaciones, el espíritu democrático gana camino cada día, así como los síntomas de segregación en un porvenir no lejano. Falta homogeneidad en ese vasto y despoblado territorio; las aspiraciones de los tres grupos del Norte, Centro y Sur, no siguen rutas paralelas. Una agitación sorda trabaja las provincias del Imperio, y la dinastía, personificada en absoluto en el Emperador dignísimo que rige los destinos de este pueblo, corre grandes riesgos de desaparecer el día, que Dios aleje, de la muerte de Don Pedro II. Pueden fácilmente adivinarse el resultado y las consecuencias para el Brasil, si su mala estrella lo lleva en las actuales circunstancias a suscitar una guerra americana. Hay, indudablemente, un partido que la desea, sea guiado por sentimientos de un egoísmo antipatriótico, sea en la esperanza de romper el nudo de dificultades por el sistema de Alejandro. Bueno es no olvidar que el instrumento indispensable para esa operación es, ante todo, la espada del héroe macedonio.
El Brasil, lo repito, puede conjurar sus peligros con una política internacional franca y pacífica, con reformas radicales en su sistema financiero, y con una aplicación más práctica y verdadera del régimen parlamentario. De él, exclusivamente de él, depende vivir en paz con todos los pueblos de América, que aplaudirían sus progresos, pero que opondrían una muralla de acero a lodo acto inspirado por ambición de engrandecimiento territorial.
El Uruguay no ha salido aún de la época difícil; el militarismo impera allí y el elemento inteligente ha sido diezmado en el esfuerzo generoso por implantar la libertad. Los destinos de ese pedazo de tierra maravillosamente dotado, constituyen hoy uno de los problemas más graves de la América. Antigua provincia del virreinato del Río de la Plata, el pueblo oriental tiene la misma sangre, las mismas tradiciones, el mismo idioma, que el que a su lado marcha al progreso a pasos de gigante. Las leyes históricas de atracción parecen dibujar una solución mirada con ojos simpáticos a ambas márgenes del inmenso estuario común, pero que ningún gobierno argentino provocará por medios violentos. El día que los orientales pidan, por la voz de un congreso, volver a ocupar su puesto en el seno de la gran familia, serán recibidos con los brazos abiertos y ocuparán un sitio de honor en la marcha del progreso, como lo ocuparon siempre en las batallas donde corrió mezclada su sangre con la argentina. Entretanto, el que atribuya al gabinete de Buenos Aires propósitos anexionistas, se engaña por completo. En primer lugar, nuestro sistema federal no permite sino incorporaciones de Estados federativos, y en segundo término, la política argentina tiene por base inmutable el respeto a la voluntad popular. Jamás, por la violencia, se aumentará en un palmo el territorio argentino.
Amo mi buena tierra americana sobre todas las regiones de la tierra. ¿Es porque en ella se extienden los campos de mi patria, de la que mi alma vive cerca, aunque de lejos mi cerebro se consuma por ella en el anhelo ardiente de servirla? ¿Es porque en la colectividad moral de los hombres que la habitan, veo brillar la altura del carácter, la abnegación de la vida, la lealtad y el honor? No lo sé; pero en mis momentos de duda amarga, cuando mis faros simpáticos se oscurecen, cuando la corrupción yanqui me subleva el corazón o la demagogia de media calle me enluta el espíritu en París, reposo en una confianza serena