Flor de mayo. Blasco Ibáñez Vicente

Flor de mayo - Blasco Ibáñez Vicente


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bajo el pañuelo, hundiéndose en la maraña gris, y tan pronto hacía temblar con sus tremendos rascuñones el enorme vientre que caía sobre las rodillas cual amplio delantal, como con un impudor asombroso remangábase la complicada faldamenta de refajos para pellizcarse en las hinchadas pantorrillas.

      Tenía de antiguo sus parroquianos, y no se esforzaba gran cosa en atraer nuevos compradores, pero gozaba diabólicamente cuando torciendo el ceño podía escupir alguna terrible palabrota á las señoras regañonas que acompañaban á sus criadas al mercado.

      Su vozarrón cascado era siempre el que decía la última palabra en las disputas de la Pescadería, y todas reían sus chistes horripilantes, las sentencias de filosofía desvergonzada que pronunciaba con aplomo de oráculo.

      Frente á ella vendía su sobrina Dolores, arremangados los hermosos brazos, jugueteando con los brillantes y dorados platos de su balanza, mostrando su deslumbrante dentadura con sonrisa coquetona á todos los parroquianos, buenos burgueses que hacían la compra por sí mismos y acudían con el limpio capazo ribeteado de rojo, atraídos por la gracia de la buena moza.

      Separada de la tía Picores por dos mesas, estaba Rosario, ocupada en arreglar su pescado de modo que el más fresco quedase á la vista. Las dos cuñadas se miraban frente á frente. Torcían el gesto afectando desprecio; volvíanse las espaldas, pero sus miradas se buscaban para cruzarse con expresión iracunda.

      Faltaba el pretexto para entablar el diario combate, y pronto lo hubo, cuando la soberbia moza, con sus sonrisas y repiqueteos de balanza, se atrajo á un parroquiano que estaba en regateos con Rosario.

      ¿Podía sufrirse aquello? ¡Miren la mala piel! Á una mujer honrada le quitaba sus más antiguos parroquianos. ¡Ladrona, más que ladrona!

      Y Rosario, la mujercilla enjuta, nerviosa y enfermiza, encrespábase como un gallo flaco, con las huesudas mejillas lívidas de rabia y los ojos brillantes de fiebre.

      ¿Y la otra?.. Había que verla haciéndose la reina, sorbiendo viento por su nariz corta y graciosa… ¿Quién era la ladrona? ¿Ella?.. No había para irritarse tanto, hija mía. Allí todas se conocían; la gente sabía quién era cada una.

      La Pescadería se animaba. Las vendedoras comunicábanse su entusiasmo con maliciosos guiños, y olvidando la venta avanzaban el busto sobre sus pescados para ver mejor. Los compradores formaban grupos y sonreían complacidos por el espectáculo; un alguacil que acababa de entrar en el mercadillo, escurríase prudentemente como hombre experto, y la tía Picores miraba á lo alto, como escandalizada por aquella rivalidad que no tenía término.

      – Sí; una ladrona – continuaba Rosario – . Bien público era. Tenía la manía de quitarle todo lo suyo. Se lo podía probar. En la Pescadería le robaba los parroquianos, y allá en el Cabañal le robaba otra cosa… otra cosa; ya lo entendía ella… ¡Como si la gran mala piel no tuviese bastante con su Retor, un lanudo más ciego que un topo, incapaz de saber dónde tenía la frente!

      Pero este vómito de insultos no conseguía desvanecer la calma desdeñosa de Dolores. Veía cómo apretaban todos los labios para contener la risa que les causaban las alusiones á ella y á su marido, y por lo mismo se mostraba serena, no queriendo divertir á la Pescadería.

      –¡Calla, loca!– decía con acento despreciativo – . ¡Calla, envechosa!

      Pero Rosario replicaba.

      ¿Envidiosa ella? ¿Y de quién? ¿De una tirada que tenía la peor fama en el Cabañal? Muchas gracias; ella era una mujer honrada, incapaz de quitarle á ninguna su hombre.

      Y á continuación la desdeñosa respuesta de Dolores. «¿Qué has de quitar tú?.. ¿Con esa cara de sardina?.. Eres demasiado fea para eso, hija mía.»

      Y así seguía el tiroteo de insultos; Rosario, cada vez más lívida, enarbolando al hablar sus manos crispadas; y la otra, puesta en jarras, soberbia y sonriente, como si por su fresca boca saliesen lindezas.

      Una fiebre belicosa invadía el mercadillo. Habíanse formado grupos en las puertas, y todas las vendedoras echaban fuera de las mesas sus bustos de furias desgreñadas, chasqueando las lenguas como si azuzasen perros, celebrando con carcajadas las cínicas respuestas de Dolores y golpeando las balanzas con las pesas para acompañar con un metálico retintín la rociada de insultos.

      La buena moza apeló á su supremo argumento de desprecio.

      –¡Mira!¡parla en éste!

      Y volviéndose de espaldas con vigorosa rabotada, dióse un golpe en las soberbias posaderas, temblando bajo el percal la enorme masa de robusta carne con la firme elasticidad de los cuerpos duros.

      Aquello tuvo un éxito loco. Las pescaderas caían en sus asientos, sofocadas por la risa; los tripicalleros y atuneros de los puestos cercanos, formados en grupo, sacaban las manos de los mandiles para aplaudir, y los buenos burgueses, olvidando su capazo de compras, admiraban aquellas curvas atrevidas de tan sonora robustez.

      Pero su triunfo duró poco. Al volver el sonriente rostro recibió en los ojos y las narices dos puñados de sardinas que le arrojó Rosario, ciega de furor… ¿Á ella tal insulto? Que saliera aquel pendón; quería verle la cara.

      Y Dolores se echó fuera de su puesto, remangándose aun más los brazos, con los ojos moteados por el extraño fulgor de sus puntos de oro.

      Allá iba la otra: con la cabeza baja, mascullando las más atroces palabrotas; temblando de pies á cabeza por la rabia y atropellando á cuantos intentaron detenerla.

      Se agarraron en medio del pasadizo húmedo y pegajoso, entre las dos filas de mesas.

      La mujercita nerviosa y débil chocó con ímpetu contra la buena moza sin lograr abatirla. Eran el nervio chocando contra el músculo; la ira azotando á la fuerza, sin causarla la menor emoción.

      Dolores esperó á pie firme, acogiendo á su rival con una lluvia de bofetadas que enrojecieron lívidamente las enjutas mejillas de Rosario; pero de pronto lanzó un alarido, llevándose ambas manos á una oreja.

      Por entre los dedos brotaban hilillos de sangre… ¡Ah, la grandísima perra! La había desgarrado la oreja tirando de uno de aquellos pendientes de gruesas perlas que admiraba la Pescadería entera.

      ¿Era este un modo digno de reñir? ¿No resultaba propio de quien tiene el alma atravesada? ¡En la galera estaban muchas con menos motivo!

      Y la hermosa pescadera lloriqueaba, agarrándose la oreja con graciosa expresión de niña dolorida.

      El choque sólo había durado unos segundos.

      Dos manotadas de la tía Picores bastaron para separar á las feroces combatientes; y mientras la vieja increpaba á Rosario, pálida y asustada por lo que había hecho, un grupo de pescaderas consolaba á Dolores y la contenían, pues la gallarda moza, al sentir los agudos pinchazos del desgarrado lóbulo, intentaba arrojarse de nuevo sobre su enemiga.

      Por encima del gentío asomaban los kepis de los municipales, pugnando por abrirse paso… La vieja dio órdenes. Todas á sus puestos, y mutis. No era cosa de dar gusto á aquellos vagos para que las fastidiasen con citaciones y juicios. Allí no había pasado nada.

      Dolores vió su cabeza cubierta con un pañuelo de seda que le tapaba la ensangrentada oreja; las pescadoras ocuparon sus mesas con cómica gravedad, pregonando el pescado á todo pulmón, y los municipales fueron de puesto en puesto entre la algarabía infernal sin merecer otra respuesta que airadas palabras.

      ¿Qué buscaban allí? En otra parte estaba su ocupación. Allí nada había ocurrido. Siempre acudían donde no les llamaban.

      Y tuvieron que salir de la Pescadería con las orejas gachas, perseguidos por el vozarrón cascado de la tía Picores, indignada ante la oficiosidad de tales mequetrefes y por el irónico retintín de las balanzas, que parecían darles una cencerrada.

      Se restableció la calma. Las pescaderas sólo pensaron en atraer compradores. Rosario quedó erguida en su asiento, con los brazos cruzados, la mirada torcida é inmóvil, sin preocuparse de vender, como


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