La araña negra, t. 9. Blasco Ibáñez Vicente
que más entristecía al joven y le avergonzaba era la injusta opinión de virtud en que le tenía Alvarez; y al mismo tiempo le aterraba la sospecha de que éste, antes de morir, podía haberse convencido, casualmente, de la degradación en que estaba el mismo a quien él creía un joven de buenas costumbres.
Cuando volvió Agramunt, después de cumplidas sus comisiones, los dos jóvenes, ayudados por Perico, levantaron de la alfombra el cadáver de don Esteban, y a fuerza de puños lo llevaron hasta la cama, donde cayó sordamente, con el peso abrumador de la muerte, y haciendo rechinar los hierros del lecho.
La mañana siguiente la pasó Agramunt corriendo París, para avisar a todos los compañeros de emigración y a cuantos españoles conocía y ultimar los preparativos del entierro, que había de ser lo que la gente llama bastante correcto, pues el editor para el que trabajaban los emigrados se había brindado a pagar todos los gastos.
Zarzoso tuvo que sostener una ruda pelea con Judith, que por uno de los caprichos de su extraño carácter se empeñaba en ir a ver al muerto, proposición absurda para el joven, que pensaba que aquello equivaldría a un insulto póstumo.
Zarzoso y Agramunt juntaron sus ahorros para comprar una corona, y el primero, vestido correctamente de luto, llegaba a la calle del Sena poco antes de las tres.
Un coche fúnebre, de buen aspecto, estaba parado junto a la casa mortuoria, y su presencia había hecho salir a las puertas, impulsados por la curiosidad, a todos los industriales, porteros y comadres de las casas inmediatas.
En el portal estaban agrupados unos cuantos españoles, demostrando con sus diversos trajes y sus gestos más o menos tranquilos, las veleidades de la fortuna, que mientras acaricia a unos trata a otros a bofetadas.
Llegaban de los extremos de París los náufragos de las borrascas revolucionarias que la persecución había barrido más allá de los Pirineos, todos con el gesto avinagrado, la mirada altiva, el traje raído, y un mundo de absurdas esperanzas en la imaginación.
Aquel suceso servía para agrupar a la desbandada colonia de emigrados, que, esparcidos por los cuatro extremos de París y entregados a diversas ocupaciones, pasaban meses enteros sin verse, y aprovechaban la ocasión para estrecharse la mano y hablarse amigablemente como compañeros de desgracia; esto, sin perjuicio de separarse de allí a dos horas para no volverse a encontrar hasta de allí a medio año.
Parecían muy impresionados por la muerte de Alvarez; sentían una espontánea emoción; poro, a pesar de esto, reunidos en grupos en aquel portal, departían sobre su tema favorito, y fundándose en el triste fin del difunto, que había muerto pobre, abandonado y lejos de la patria, cosa que les podía ocurrir muy bien a ellos, hablaban egoístamente de la necesidad de hacer la revolución cuanto antes, para que terminase su violenta situación de emigrados.
Bajaron el cadáver encerrado en un sencillo y elegante féretro, sobre el cual se amontonaban más de una docena de coronas, dos o tres de artísticas flores, y las demás de perlas de vidrio, formando inscripciones de pacotilla, de esas que tienen preparadas en todos los almacenes de París.
El cortejo se puso en marcha, y el cielo, que estaba todo el día encapotado y amenazante, comenzó a despedir entonces una lluvia sutil y fría.
Iba delante el coche fúnebre, con su féretro y sus coronas, llevando al lado al triste Perico, que marchaba encorvado como un viejo, con los ojos enrojecidos, recibiendo las salpicaduras de barro de las ruedas y atento, con estúpida fijeza, a que no cayera ninguno de aquellos adornos del ataúd. Detrás marchaba el cortejo fúnebre: los dos amigos, sombrero en mano, presidían el duelo, llevando en medio al editor, un viejo de cabeza cuadrada y mirada sórdida, que había llegado a París en zuecos, vendiendo coplas, y que ahora tenía más de cincuenta millones; y seguían todos los invitados, aquel rebaño de la emigración, siempre guiado por el resplandor de las ilusiones, que marchaba en grupos, dividido por el recelo y la envidia, y resguardándose de la lluvia con paraguas abierto, aquel que lo tenía. Cerraban la marcha el coche del editor y dos ómnibus del servicio fúnebre.
Aquel entierro produjo bastante impresión en la calle del Sena.
Alvarez era muy apreciado por los vecinos, aunque no tuviera con ellos trato alguno, y además, su entierro puramente civil causaba bastante impresión en las porteras, gente beata, abonada a diario a los sermones en San Sulpicio o a las fiestas con orquesta en San Germán de los Prados.
Cuando el entierro salió de la calle del Sena, ya no recibió más homenaje que esa compasión oficial de la educación francesa, que consiste en quitarse el sombrero ante el primer muerto que pasa.
La lluvia arreciaba, el coche fúnebre iba acelerando su marcha, y el cortejo caminaba con paso apresurado, a pesar de lo cual eran muchos los que se rezagaban y no pocos los que escurrían el bulto, huyendo disimuladamente por la primera callejuela que encontraban.
Tardó cerca de media hora en salir el cortejo del recinto de París, y al llegar a las barreras, cuando la lluvia arreciaba más, se detuvo, para continuar el viaje con más comodidad hasta el cementerio de Bagnieres.
El editor, hablando de sus numerosas ocupaciones, se despidió, cediendo su carruaje a los dos jóvenes, y en cuanto a los invitados, quedaban tan pocos, que cupieron desahogadamente en los dos ómnibus.
El cortejo emprendió la marcha por un camino, que la lluvia convertía en barrizal, casi intransitable, y el coche fúnebre, dando tumbos a cada bache, caminaba rozando las tapias de ambos lados, que cercaban grandes solares.
Perico no quiso acceder a los ruegos de los dos jóvenes, y como si tuviera por una infidelidad abandonar el cadáver un solo instante, marchaba agarrado al carro fúnebre, exponiéndose muchas veces a ser aplastado por las ruedas.
Zarzoso y Agramunt iban en la berlina del editor, tristes y silenciosos, y como sumidos en tétricos pensamientos.
La pobreza de aquel entierro, la falta de verdaderos afectos que en él se notaba y el desorden y la deserción que la lluvia había producido en él, les impresionaba de un modo desconsolador; y al mismo tiempo aquel cielo plomizo, sucio y diluviador influía en ellos dando un carácter tétrico a sus ideas.
Zarzoso, mirando la caja que contenía el cadáver de aquel amigo que tanto le amaba y que iba saltando violentamente dentro del carruaje cada vez que éste se inclinaba en un bache, sentíase atenazado por un vivo dolor, y los remordimientos de la noche antes volvían a asaltarle.
En cuanto a Agramunt, evitaba el fijarse en aquel féretro, como si quisiera rehuir las tétricas ideas que le inspiraba, y dejando vagar sus ojos por aquella campiña triste y desolada, en la que sólo se veían yermos solares, negruzcos hornos de cal y alguno que otro hotel cerrado y de aspecto fúnebre, preguntábase si valía la pena de ser patriota, revolucionario, mártir de una idea, de aspirar a la gloria y al aplauso popular, de sacrificarse por las libertades de los demás, para venir al fin de la jornada a morir desconocido y casi solo en una ciudad indiferente, y ser conducido a la tumba seguido de dos docenas de amigos, de los cuales apenas si más de tres lloraban verdaderamente su muerte.
El joven revolucionario sentíase dominado por un cruel escepticismo. La realidad había venido a rasgar la venda de sus ilusiones, e inexorable, con sonrisa cruel, le mostraba el porvenir.
A la media hora de marcha comenzaron a surgir casas de aspecto mísero a ambos lados del camino. Eran tabernas y almacenes de objetos fúnebres, industrias nacidas en torno del cementerio, como los hongos en el tronco del árbol viejo y carcomido, y que vivían del dolor más o menos fingido de los numerosos cortejos que diariamente pasaban por allí.
Entraron en el cementerio casi al mismo tiempo que por distinto camino llegaba otro convoy fúnebre con gran aparato de coches enlutados, en el primero de los cuales iba un cura con sus monaguillos para rezar las últimas preces.
Echaron pie a tierra los invitados de ambos cortejos, y aquella gente desconocida, enguantada, correcta y elegante, lanzó miradas de desprecio al raído grupo de emigrados, demostrando que las preocupaciones sociales llegan hasta la tumba.
El cura y sus acólitos miraron con hostilidad aquel entierro puramente civil, que, además, tenía la agravante de ser pobre.
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