La Biblia en España, Tomo II (de 3). Borrow George

La Biblia en España, Tomo II (de 3) - Borrow George


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de mejor calidad. La modestia de su atavío no era, ni con mucho, resultado de la pobreza. El curato era de muy buenos rendimientos, y ponía anualmente a disposición del titular ochocientos duros por lo menos, de los que invertía la octava parte en sufragar sobradamente los gastos de su casa y familia; lo demás lo empleaba por completo en obras de pura caridad. Daba de comer al caminante hambriento, que luego seguía su viaje muy alegre con provisiones en las alforjas y una peseta en el bolsillo; cuando sus feligreses necesitaban dinero, no tenían más que acudir a su despacho, y de seguro encontraban inmediato remedio. Era, verdaderamente, el banquero del pueblo, y ni esperaba ni deseaba que le devolvieran sus préstamos. Aunque necesitaba hacer viajes frecuentes a Salamanca, no tenía mula, y se valía de un jumento que le dejaba el molinero del pueblo. «Hace años tenía yo una mula, pero se la llevó sin mi permiso un viajero a quien albergué una noche; porque ha de saberse que en esa alcoba tengo dos camas muy limpias a disposición de los caminantes, y me alegraría mucho que usted y su amigo las ocuparan y se quedasen conmigo hasta mañana.»

      Pero ansiaba yo continuar el viaje, y a mi amigo no le apetecía menos volverse a Salamanca. Al despedirme del hospitalario cura le regalé un ejemplar del Nuevo Testamento. Recibiólo sin proferir palabra y lo colocó en un estante de su despacho; observé que le hacía señas al estudiante irlandés, moviendo la cabeza como si quisiera decir: «Su amigo de usted no pierde ocasión de propagar su libro»; porque sabía muy bien quién era yo. No olvidaré tan pronto al presbítero, bueno de veras, Antonio García de Aguilar, cura de Pitiega.

      Llegamos a Pedroso poco antes de anochecer. Pedroso es una aldehuela como de treinta casas, cortada por un arroyuelo o regata. En sus orillas, mujeres y mozas lavaban ropa y cantaban; la iglesia, aislada y solitaria, se alzaba en último término. Preguntamos por la posada y nos mostraron una casucha que en nada se distinguía de las demás por su aspecto general. En vano llamamos a la puerta: en Castilla no es costumbre que los posaderos salgan a recibir a sus huéspedes. Concluímos por apearnos y entrar en la casa; preguntamos a una mujer de semblante adusto dónde podíamos poner los caballos. Nos dijo que no era posible llevarlos a la cuadra de la casa, porque habían metido en ella unos malos machos, pertenecientes a dos viajeros, que se pondrían seguramente a reñir con nuestros caballos y habría una función capaz de hundir la casa. Nos señaló un anejo a la posada, al otro lado de la calle, diciendo que allí podríamos encerrar nuestras bestias. Reconocimos el lugar, encontrándolo lleno de basura, habitado por los cerdos, y sin cerradura en la puerta. Me acordé de la mula del cura y me entraron pocas ganas de dejar los caballos en tal lugar, a merced de cualquier ladrón de aquellos contornos. Volví, pues, a la posada y dije resueltamente que había decidido llevarlos a la cuadra. Dos hombres, sentados en el suelo, cenaban una inmensa fuente de liebre estofada; eran los vendedores ambulantes, dueños de los machos. Al dirigirme a la cuadra, uno de los dos hombres murmuró: «Sí, sí; anda y ya verás lo que pasa». Apenas entré en el establo sonó un hórrido y discordante grito, mezcla de rebuzno y quejido, y el más grande de los dos machos, soltándose del pesebre a que estaba atado, con los ojos como brasas y resoplando con la furia de un vendaval, se arrojó sobre mi caballo; pero éste, tan cerril como el macho, alzó las patas y, a la manera de un pugilista inglés, le pagó con tal caricia en la frente que casi le tira al suelo. Se trabó después un combate, y pensé que iba a realizarse la predicción de la adusta mujer haciéndose pedazos la casa. Puse fin a la batalla colgándome del ronzal del macho, con riesgo de mis extremidades, mientras Antonio, a costa de mucho trabajo, apartaba el caballo. Entonces el dueño del macho, que se había quedado en la puerta, se adelantó diciendo: «Si hubiera usted seguido el consejo que le dieron, no habría pasado esto». Díjele que era un disparate dejar los caballos en un sitio donde probablemente los robarían antes del amanecer, y que yo no estaba dispuesto a correr ese albur; el hombre me respondió: «Es verdad, es verdad; quizá ha hecho usted bien». Luego ató de nuevo el macho al pesebre, y reforzó la atadura con un pedazo de tralla, asegurando que ya no era posible que el animal se soltase.

      Después de cenar vagué por el pueblo. Intenté hablar con dos o tres labradores, en pie a la puerta de sus casas; pero todos se mostraron por demás reservados, y con un áspero buenas noches, daban media vuelta y se metían dentro, sin invitarme a entrar. Me encaminé, por último, al pórtico de la iglesia, y allí permanecí un rato pensativo, hasta que juzgué conveniente retirarme a descansar, y así lo hice, no sin fijar antes en el atrio de la iglesia un cartel anunciando que el Nuevo Testamento se vendía en Salamanca. De vuelta en la posada encontré a los dos vendedores ambulantes profundamente dormidos en las mantas de sus machos, tendidas por el suelo. Un hombre a quien yo no había visto hasta entonces, y que era, al parecer, el amo de la casa, me dijo: «Me figuro, caballero, que usted ha de ser un comerciante francés, de paso para la feria de Medina.» «No soy francés ni comerciante – respondí – . Aunque pasaré por Medina, no voy a la feria.» «Entonces será usted uno de los irlandeses cristianos de Salamanca, caballero– replicó el hombre – . He oído decir que viene usted de allí.» «¿Por qué los llama usted irlandeses cristianos? ¿Es que hay paganos en su país?» «Los llamamos cristianos – dijo el posadero – para distinguirlos de los irlandeses ingleses, que son peor que paganos, porque son judíos y herejes.» Sin responder, me entré en mi cuarto, y desde él oí, por estar la puerta entornada, el siguiente breve diálogo entre el posadero y su mujer.

      El posadero. —Mujer, me parece que tenemos mala gente en casa.

      Su mujer. – ¿Te refieres a los últimos que han llegado, a ese caballero y a su criado? Sí; no he visto en mi vida gente peor encarada.

      El posadero. – No me gusta el criado, y menos todavía el amo. Es un hombre sin formalidad ni educación; me dice que no es francés, le hablo de los irlandeses cristianos, y parece que tampoco es de su casta. Tengo más que barruntos de que es hereje o, por lo menos, judío.

      Su mujer. – Acaso sea las dos cosas. ¡María Santísima! ¿Qué haremos para purificar la casa cuando se vayan?

      El posadero. – ¡Oh! Lo que es eso irá a la cuenta, como es natural.

      Dormí profundamente, y me levanté algo entrada la mañana; después de desayunarme pagué la cuenta, y bien conocí, por su exorbitancia, que no habían dejado de poner en ella los gastos de purificación. Los vendedores ambulantes se habían marchado al rayar el día. Sacamos luego los caballos y montamos; en la puerta de la posada había un grupo de gente que no nos quitaba ojo. – ¿Qué significa esto? – le pregunté a Antonio.

      – Se susurra que no somos cristianos – respondió – y han venido para persignarse al vernos partir.

      En el momento de romper la marcha, en efecto, lo menos doce manos se pusieron a hacer la señal de la cruz, que ahuyenta al Malo. Antonio se volvió al instante y se santiguó al modo griego, mucho más complejo y difícil que el católico.

      –¡Mirad qué santiguo, qué santiguo de los demonios!– exclamaron varias voces, mientras avivábamos el paso por temor a las consecuencias.

      El día fué por demás caluroso, y con mucha lentitud proseguimos la marcha a través de las llanuras de Castilla la Vieja. En todo lo perteneciente a España, la inmensidad y la sublimidad se asocian. Grandes son sus montañas y no menos grandes sus planicies, ilimitadas, al parecer; pero no como las uniformes e ininterrumpidas llanadas de las estepas rusas. El terreno presenta de continuo escabrosidades y desniveles; aquí un barranco profundo o rambla, excavado por los torrentes invernales; más allá una eminencia, muchas veces fragosa e inculta, en cuya cima aparece un pueblecito aislado y solitario. ¡Cuánta melancolía por doquier; qué escasas las notas vivas, joviales! Aquí y allá se encuentra a veces algún labriego solitario trabajando la tierra; tierra sin límites, donde los olmos, las encinas y los fresnos son desconocidos; tierra sin verdor, sobre la que sólo el triste y desolado pino destaca su forma piramidal. ¿Y quién viaja por estas comarcas? Principalmente los arrieros y sus largas recuas de mulas, adornadas con campanillas de monótono tintineo. Vedlos, con sus rostros atezados, sus trajes pardos, sus sombrerotes gachos; ved a los arrieros, verdaderos señores de las rutas de España, más respetados en estos caminos polvorientos que los duques y los condes, vedlos: mal encarados, orgullosos, rara vez sociables,


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