Escuela de Humorismo. Díaz-Caneja Guillermo
al crepúsculo del sueño.
Jacinto, al llegar al final de la calle, se volvió á mirar la casa de donde había salido, como si quisiera fotografiarla en su memoria; después reanudó su marcha, hablando consigo mismo.
« – En verdad que hace falta cinismo – decíase – para venir á pedirle á este pobre hombre que me esperara un mes… ¡Pobrecillo! Pedirle á un infeliz que no tiene más que ocho casas una cosa así… es una infamia. Comprendo que al que no tiene más que una, se le pida que espere, porque no va á dar la casualidad que los cuatro inquilinos que tenga se vean en tan triste situación; pero no á un hombre que tiene ocho casas y ochenta inquilinos… ¡Si á todos les da por no pagar… lo que él dice: la ruina! ¡Pobre!» – Suspendió Jacinto un momento su humorístico monólogo, para que no le oyeran unos que junto á él pasaron, y después lo reanudó así:
« – ¡Ah, Luisito, hijo mío: en verdad te digo que ahora pienso que has hecho bien en morirte! ¡Qué desgracia tan grande para ti, si hubieras llegado á ser hombre… y á tener ocho casas…! ¡Y qué desgracia tan horrible que hubieras tenido inquilinos como tu padre, que no puede pagar…! ¡Me estremezco de horror al pensar que hubieras llegado á tener ocho casas… porque tu corazón hubiera tenido que llegar á endurecerse como una piedra! El Señor te ha demostrado su particular afecto no dejándote llegar á ser hombre, y llevándote consigo. Intercede, hijo mío, con Él, por tus hermanitos y por tu pobre madre, porque yo… ¡yo no sé ya lo que podré hacer por ellos!»
Cuando Jacinto entró en su casa y Claudia supo lo ocurrido, hubo de exclamar, con angustiado acento:
– Dios mío… ¡qué poca caridad!
– ¿Poca? – replicó Jacinto. – Poca, no: mucha, pero mal entendida.
– ¡Qué haremos, Jacinto, qué haremos!
– Nada, hija mía, nada; no apurarse, sobre todo; á mal tiempo buena cara, como dice mi compañero Pepe.
Claudia movió la cabeza en son de duda y fuése hacia la alcoba.
Jacinto, recorriendo el pasillo de una punta á otra hablaba en alta voz, gesticulando á la vez, como si discutiera con alguien.
« – Esto no es posible tomarlo en serio; no es posible dejarse llevar de la desesperación… porque no es posible… ¡no es posible! Esto que me pasa, á fuerza de ser terrible, es cómico, sí señor, esto es cómico.»
De pronto, dándose una sonora palmada en la coronilla, exclamó:
« – Ya me había yo olvidado de los sabios consejos de mis compañeros – : «escribe artículos cómicos». Ya no me acordaba de la buena acogida que tuvo el primero. Esta misma noche escribo el segundo… ¡Y que no estoy yo en punto de caramelo para escribir artículos cómicos!»
Y siguió paseando mientras hilvanaba su segundo artículo cómico.
Claudia, entretanto, arrodillada junto al lecho, con las manos cruzadas, imploraba á una imagen de Jesús, colocada á la cabecera.
El Señor parecía contemplarla dulcemente y escuchar sus quejas.
«Caridad… caridad – parecían decirla sus amorosos ojos – ; harto sé yo, pobre mujer, que el amor y la caridad que prediqué, no se practica por mis más fieles devotos.
Amaos los unos á los otros– dije – , y no parece sino que todos ponen especial empeño en destruirse. Les di una Ley para que se gobernaran, y ellos, creyéndola insuficiente, no dejan de promulgarlas á cientos, sin que logren otra cosa que entorpecer la existencia. Puse en la tierra todo lo necesario y lo superfluo para que el hombre viviera, obteniéndolo con su trabajo, y he aquí que medio género humano perece por falta de lo más indispensable. Cuán grande es mi dolor al ver cómo deshonra mi obra el ser más noble que yo creé. Muchos son los que me aman, muchos los que me adoran y reverencian; mas pocos serán los que, cuando la trompeta llame á Juicio, puedan presentarse sin temor ante el Supremo Juez.»
Cuando Jacinto entró en la alcoba donde se hallaba Claudia, ésta lloraba con gran congoja. Jacinto se apresuró á levantarla del suelo y á prodigarla palabras llenas de dulces consuelos.
– Todo se arreglará, Claudia; ten confianza en que todo se arreglará – decía el valeroso oficinista.
Aquella noche, como en otra de antaño, Jacinto escribió su segundo artículo cómico, que, en realidad, fué su primer artículo humorístico; un artículo humorístico de primer orden; al menos, así lo juzgó el público, dispensándole una acogida entusiasta.
Perseveró el humorista con nuevos artículos, que fueron igualmente bien acogidos. Siguió riendo, fustigando á muchos de los primeros actores de la humana comedia, cuyos elevados puestos habían alcanzado sin que se supiera qué escala moral ó material les había servido para lograrlo, y elogiando la labor y las grandes cualidades de muchos modestos racionistas y partiquinos. La sociedad que, como algunas hembras, más ama á quien más la pega, llegó á convertir á Jacinto en su escritor favorito.
La suerte, queriendo sin duda reirse de Jacinto y demostrarle que nadie más humorista que ella, hizo que sus artículos fueran solicitados y casi… casi, bien pagados. El oficinista pudo llevar un relativo bienestar á su casa. ¡Cuántas veces pensó el pobre humorista que aquella holgura no había llegado á tiempo de salvar al pobre Luisín! Pero… ¿no sería el nene el que le mandaba aquel dinero que entonces ganaba, para que sus hermanitos se libraran de perecer de hambre como había perecido él?
¡Pobre Luisín! Lo que no pudo mandarle nunca á su padre fué el vomitivo que le hiciera arrojar del corazón la materia que lo había asqueado para siempre…
Lo que le faltaba al tío
Un buen trecho llevaban andado por la mal llamada carretera tío y sobrina, sin que se les oyera el metal de la voz, cuando ella, preciosa morena de diez y ocho años, colgándose con ambas manos de uno de los brazos del tío, dijo así, con tono zalamero:
– Oye, tío…
– ¿Qué quieres, sobrina?
– Quisiera hablarte de una cosa…
– ¡Pues habla! ¿Quién te lo impide?
– Es que… verás… es una cosa un poco seria… ¿Por qué pones esa cara de risa?.. ¿Es que yo no te puedo hablar de cosas serias?
– Sí, chiquilla… ¿por qué no? Tus diez y ocho años no son muy á propósito que digamos para tener cosas serias de que tratar; pero valga, en cambio, que, á pesar de ser tan joven, eres muchacha de talento, y, por lo tanto… ¡quién sabe las cosas serias que se te pueden ocurrir en tus pocos años!
Y al mismo tiempo que así hablaba, Don Sebastián, que éste era el nombre del tío, miraba amorosamente á su sobrina, acariciándola las manos suavemente.
– Gracias, tío, por tus alabanzas.
– No hay de qué, Clotilde. En el corazón, sales á tu difunto padre, mi pobre hermano, que en gloria esté.
– Vamos, ¿quieres dejarte ya de floreos?
– Carácter alegre, sano juicio, gran bondad de corazón, tacto exquisito para tratar á las gentes…
– ¿Me vas á dejar hablar? ¿sí ó no?
– Habla todo lo que quieras; ya sabes que yo no hago más que todo lo que tú quieres.
– Todo lo que yo quiero, no; no seas embustero, tío. Si tú hicieras lo que yo quiero, no estarías siempre tan tristón; la tía y tú no estaríais siempre como estáis, en perpetuo desacuerdo; no pensaría el uno negro cuando el otro piensa blanco. ¿Qué mayor felicidad que estar en buena armonía y pensar del mismo modo que la persona con quien hemos de vivir siempre?
– ¡Tienes razón, hija mía! ¿Qué mayor felicidad que la de ver pensar y sentir igual que nosotros á la persona que ha de vivir á nuestro lado toda la vida?
No pasó inadvertido para Clotilde el cambio de lugar de las personas en