El manco de Lepanto. Fernández y González Manuel

El manco de Lepanto - Fernández y González Manuel


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y todo género de artistas, y empezaron a trabajar en la casa, y a las dos semanas no había persona que pudiese reconocerla, según que había sido de compuesta y trastrocada, y pintada, y rejuvenecida; habíase quitado la antigua piedra de armas y puéstose en su lugar otra, y el jardín se había desbrozado, y poblado de estatuas y fuentes, y de tal manera que se había hecho de él, antes selvático, intrincado y desapacible, una verde y hermosa delicia. Carrozas, y mulas, y caballos, habían llenado las cocheras y las caballerizas; y en el zaguán hervían los lacayos con librea, y daba gozo el ver las escaleras alfombradas y con macetas a todo lo largo de ellas.

      En fin, un domingo, la hermosísima viuda doña Guiomar de Céspedes y Alvarado se vino a la casa, y en cuanto en ella entró, la casa se cerró a piedra y lodo, y de tal manera que no parecía sino que lo que en la casa se había hecho había sido para encantarla después; la puerta principal no se abría sino por la mañana entre dos luces, para que saliese una silla de manos, en la cual iba sin duda la hermosísima doña Guiomar, y una hora después, cuando la silla de manos volvía; tanto a la ida como a la venida acompañaban la silla de manos la dueña, el rodrigón, los dos pajes, con la silla, el cogín y la alfombra, y los cuatro lacayos bigotudos que Viváis-mil-años había visto, como hemos dicho en otra ocasión, acompañando a la dama en el jardín o huerta de la casa del duende.

      Siguió una mañana Viváis-mil-años a la viuda, y vio que la llevaban a la catedral, y que ella se iba, seguida de los criados, a la capilla de San Fernando; y que allí los pajes extendían sobre el blanco mármol la alfombra, abrían la silla de tijera, y ponían delante de ella el cojín de terciopelo con rapacejos de oro para que la bella indiana se arrodillase. Los criados se quedaban fuera de la capilla; y una vez oída la misa de alba, la dama se levantaba, recogían los pajes cojín, silla y alfombra, se encaminaba la indiana a la puerta del Patio de los Naranjos, tomaba allí su silla de manos, y se volvía a su casa.

      Poníase en acecho en la catedral Viváis-mil-años, atisbaba, pero nada podía sacar en claro tocante a la dama, sino que aun de rodillas era gallarda; que sus manos, que tenían un rico rosario de perlas, eran más nacaradas que ellas, y que oía la misa con una singular devoción: en cuanto al rostro, lo tapaba un celoso velo de encaje, y ocultaba su talle un cumplido manto de raja de Florencia.

      Habíala visto en el jardín descubierta la faz Viváis-mil-años; hermosa la había admirado, joven la había conocido, pero su imagen se había borrado de su memoria: en vano había registrado el jardín desde su ventana; la dama no salía a él nunca, o por lo menos de día, y Viváis-mil-años no había podido dar señas que les satisfacieran a los ricos galanes que de él se servían para sus amores, y a los que había hecho relación de la nueva y hermosa dueña de la casa del duende.

      Los criados, o eran fieles, o temían y no daban luz, por más que Viváis-mil-años los agasajaba y los convidaba a la taberna; ellos no decían de su señora sino que era una dama honestísima, que tenía penas y que las lloraba en su soledad: si aquellas eran penas de amor, los criados no lo decían, o no lo sabían, y Viváis-mil-años vivía como un alma en pena, metiendo las narices por todos los resquicios, y sin oler nada que le sirviese para cerciorarse de qué casta de, pájaro era aquel prodigio humano, que siendo rica y joven huía del mundo, y siendo hermosa no buscaba el amor.

      Pasaron así días, semanas y meses, siempre la misma cosa, sin dejarse ver la dama más que de bulto entre dos luces, cuando salía de la silla de manos, en la catedral, y volviendo a sepultarse una hora después en el silencio y en el retiro de su casa, que permanecía cerrada, ni más ni menos que cuando se decía estaba habitada por duendes; al jardín no salía de día: sólo algunas noches de luna solía verla Viváis-mil-años, vestida de blanco y vagando como un fantasma, yendo al cabo a sentarse en un poyo de piedra junto a la fuente, permaneciendo allí largo tiempo inmóvil, hasta que, al fin, se levantaba, y en paso lento atravesaba el jardín y se metía en la casa: la luz de la luna no había sido bastante para que Viváis-mil-años hubiese visto su rostro. Desesperábase el menguado, y decía a los caballeros que le aquejaban con preguntas, que él creía bien que todo aquello no era realidad, sino sueño, y que había que pensar que los duendes continuaban en la casa, y que habían tomado la forma de la dama y de la servidumbre que la asistía, no embargante que la tal dama y parte de sus criados con ella, fuesen a oír misa de alba todos los días, lo cual podía ser muy bien, dado que fuesen los susodichos duendes cristianas almas del purgatorio.

      La comunidad entera de los Terceros, a los que rasuraba desde el prior al último lego Viváis-mil-años, andaba también ocupada y puesta en imaginaciones por los relatos de su rapista; y a tal encarecimiento fueron llegando estos relatos, que llegó a los oídos de la Inquisición la noticia de que había en Sevilla una casa habitada por gentes sospechosas, de las cuales se murmuraban hechizos y encantos; porque había muchas cosas extrañas. ¿Qué se habían hecho aquellas ricas carrozas, aquellos hermosos caballos, aquellas poderosas mulas, que la vecindad había visto entrar en la casa del duende? nadie los había vuelto a ver. ¿Qué comían todas aquellas personas, y todos aquellos animales? la puerta de la casa no se abría jamás. ¿Y cómo podía ser esto? La Inquisición envió sus alguaciles para que recatadamente observaran aquella casa que de tan antiguo tenía fama de maldita, y viesen lo que eran sus nuevos habitantes; y los alguaciles declararon lo que ya se sabía, esto es, que la dama iba todas las mañanas a misa de alba a la catedral, y que la oía con recogimiento; que se volvía luego a su casa; que la puerta, y las ventanas, y los miradores permanecían cerrados, y que no se oía dentro ruido alguno; que la casa del duende parecía encantada, y que sólo por un postigo del jardín salían muy temprano seis negros esclavos, que iban a la plaza de la Encarnación y volvían con seis grandes cestones llenos de vituallas; que, en fin, los pocos criados que salían de la casa eran serios y pálidos como desenterrados, y que si bien bebían cuando los convidaban, hablaban poco y muy pensado, y no se les sacaba ni una sola palabra con referencia a su señora.

      El Santo Oficio determinó, pues, saber lo que hubiese en aquello; y una noche a las doce, en sábado, hora en que las brujas tienden su vuelo hacia Barahona, un familiar llamó a las puertas de la casa de la llamada dama fantasma, que se abrieron, obedeciendo humildemente las órdenes de la Inquisición.

      Metiose por el zaguán el familiar con su negra cohorte de alguaciles, y dio por cierto lo que de aquella casa endemoniada se había dicho a la Inquisición, cuando vio que, en efecto, los criados eran muy pálidos y muy serios y muy graves, y le vino de ellos un olorcillo como de tumba y cosa del otro mundo; y mucho más cuando, avisada la dueña de la casa, y levantada de prisa, porque reposaba, y mal recogidos los cabellos de oro bajo una toquilla, y vestida de blanco, salió al estrado, donde el familiar la esperaba armado de severidad y resuelto a llevarla presa, a poco que viera en ella que le confirmase en las brujerías que a aquella señora ociosos maldicientes achacaban; y ver a doña Guiomar y creerse cogido por los cabezones el familiar, fue todo en un punto; porque verla y entrarle un tal temblor que si hubiera tenido cascabeles en las piernas hubiera causado más ruido que un tiro de mulas al trote, fue un punto mismo; y secósele el paladar, y quedósele la lengua fría, y se le anudó la voz en la garganta; que en todos los días de su vida él no había visto una más garrida moza, ni más gentil dama, ni más peregrina hermosura.

      En resumen: a él, que por haber estudiado para clérigo, y haber hecho voto de castidad, aunque no había entrado en Orden, le habían parecido todas las mujeres, menos la Virgen María y la madre que le había parido, artificios del diablo para perder a los hombres, entrole de súbito una tal ansia amorosa y una tal sed de hermosura, que no se conoció a sí propio; y el diablo se le metió en el cuerpo, y pensó que si todas las brujas eran como aquella, vendríase a gobernar el mundo por ellas; y en vez de hablar recio y seco y altisonante e imperativo a aquella divinidad, besola rendidamente las manos y se declaró muy su servidor, y aun criado. Y preguntándole ella a qué era ido a su casa tan a deshora y con tal estrépito de aldabadas, y tal y tan pavoroso acompañamiento de alguaciles, él, oyendo su voz, que era meliflua y clara y sonora, figurósele que se había bajado del cielo a la tierra un ángel, y disculpose, y disculpó a la Inquisición, diciendo que de puerta se había engañado, y que no era allí donde él iba, sino a casa de un cierto rapista que en la vecindad vivía, y que el diablo sin duda, por amparar al susodicho, había hecho que él


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