El manco de Lepanto. Fernández y González Manuel
que a su llegada habían acudido y ocupaban los estrados en la orilla, dispuestos, estaba mi madre, sin más compañía que la de dos tías, viudas y ya ancianas, que eran los únicos parientes que la quedaban, y tan hermosa, que unos versos que un enamorado suyo, poeta tan desdeñado como los otros que no eran favorecidos de las musas, la compuso, decían:
Porque copien un instante
los encantos que atesoras,
sus puras linfas sonoras
impulsa Bétis amante;
y las ondas, al pasar,
murmuran en su tristeza,
recordando la belleza
que ya no pueden copiar.
– No me parecen mal esos versos, – dijo Miguel de Cervantes; – madrigal son, o más bien, madrigal doble; poeta era quien los compuso, y no de los peores, y por míos los tomara, antes con satisfacción que empacho de ellos; pero decidme, señora: ¿cómo es que vos habéis premiado esos versos guardándolos en vuestra memoria? ¿quién os los recitó, o quién os dio el papel en que estaban escritos?
– Hallose ese papel entre los de mi madre cuando murió, y a mí con su herencia llegaron esos desdichados versos, que yo no puedo recitar sin que se me llenen de lágrimas los ojos; que si el que esos versos compuso no hubiera nacido o no viviera, ni muriera mi padre, ni mi madre fuera desventurada, ni yo tendría un cruel enemigo de mi reposo.
– Lo que acabáis de decir, señora, aguija el ya grande interés con que vuestra historia escucho, – dijo Miguel de Cervantes; – pues ¿cómo, señora, si vuestra madre era tan ingrata y desconocida para el amor, versos tenía, para ella compuestos por un amador desdeñado, ni cómo este, sin ventura, pudo ser una desventura para vuestra madre entonces, y ser hoy para vos un crudo enemigo? Decidme su nombre, que si él hizo desdichada a vuestra madre, no lo seréis vos por él, o faltaráme por la primera vez la fortuna en un empeño.
– Decíroslo quiero, – respondió doña Guiomar, – porque bastante habéis hecho con darme música para que él viva atento hasta averiguar quién el de la música haya sido, y buscarle riña; conque así, ved si una dama que tan a su despecho tiene un enamorado o empeñado que tan celoso la guarda, aunque tan sin razón ni derecho para ello, os conviene por lo que pueda costaros.
– No digo yo, – respondió Miguel de Cervantes, – por el temor de un viejo, que tal debe serlo quien, teniendo vos veintidós años, pretendió a vuestra madre antes que vos nacierais, sino por el de todos los trasgos, jigantes, enanos y vestiglos de los libros de caballería, y aun por el de los doce de la Tabla Redonda que vinieran a reñiros con toda la cohorte de magos y de encantadores que en los tales libros se nombran, dejara yo de venir a daros música y a hablar con vos, si era que vos me concedíais esta merced venturosa.
– Hombre de años es ya, pero no viejo, – respondió doña Guiomar, – que aún no pasa de los cuarenta y cinco, y es uno de los capitanes más temidos y más respetados de los ejércitos de su majestad; lo que, y sus otras buenas cualidades, no es parte para que yo deje de aborrecerle y desee venganza contra él, y de tal manera, que si al fin ese amor que vos decís tenerme, y al que yo os digo correspondo cuanto corresponder puedo, llegase a sus buenos términos, yo no me desposaría con vos, si antes no me habíais vengado y libertado de ese hombre; que para que vos podáis estimarle en lo que vale, sabed se llama don Baltasar de Peralta, que ya por su buen ingenio, como por su valor, su nobleza y su hacienda, es en Sevilla de todos conocido y estimado.
– Conózcole, y más de lo que podáis figuraros, señora, – dijo Miguel de Cervantes un tanto sorprendido; – sé quién es, y lo que puede y lo que vale, y cuánta es su nobleza y cuánto su ingenio; y estimádole hubiera en mucho más, si no llevara peluca; que el quedarse, cuando la mucha edad no lo disculpa, con la cabeza rasa y sin un pelo, como bala de bombarda, paréceme a mí que es a efecto de malas cabilaciones y picardías; de lo que resulta, que yo no me fío de un calvo, ni con buena voluntad le miro; y a mayor abundamiento, llenádome habéis las medidas con decirme que de él ansiáis venganza, que como un cruel enemigo os persigue, y que no seríais mi esposa si antes de sus persecuciones no os libertaba.
– Decís bien, – exclamó doña Guiomar, – en lo de vuestra enemiga contra los calvos, que yo tengo para mí, que, como decís vos, la gran parte de las veces lo que la calvicie causa es el fuego de los malos y perversos pensamientos que en la cabeza arden, y queman la raíz de los cabellos y los mata.
– No decía yo eso, – respondió Cervantes; – que San Pedro es calvo, y aun se me antoja haber visto en alguna parte que lo fue desde mozo; pero a mí, no sé por qué, los calvos me enojan, como me enojan otras muchas cosas que no enojan a nadie, y cuando una cosa me enoja, sobre ella me voy sin reparar en inconvenientes, y salga por donde saliere. Y, vive Dios, señora, que contento estoy, porque, al fin, de lo que habéis dicho aparece que yo puedo contentaros en algo, y ponerme en ocasión de que sepáis que para vos tengo yo toda la sangre que late en este corazón que os adora.
Miró tiernísimamente doña Guiomar a su enamorado, que al decir sus últimas palabras osó besarla las manos, por lo cual no se ofendió ella, aunque las recogió, y dijo:
– Tornando a lo que me dijisteis sobre si mi madre podía tener versos de un amador desdeñado, os diré, que si mi madre no era fácil para el amor, éralo, ¿y qué mujer no lo es? para la vanidad; y que aunque volvió a don Baltasar los versos que os he recitado y otros muchos, no fue sin guardarlos trasladados; lo que era causa de que don Baltasar, que veía, que si bien se le devolvían sus versos, eran leídos, como lo demostraba el ir abiertos los papeles en que se contenían, alentase esperanzas, y siguiese a mi madre a cuantas partes iba, y la diera música, y la rondase eternamente la calle, que de ella no se apartaba sino para comer de prisa y dormir breves horas.
Aconteció que cuando las galeras de rey llegaron, y desembarcó de la capitana mi padre, y subió al estrado en que mi madre con otras damas y caballeros estaba, no lejos de mi madre estaba don Baltasar, que era poco menos que su sombra; de modo que pudo ver mejor que lo que hubiera querido, que cuando mi padre vio a mi madre se inmutó todo, y que mi madre dejó ver el carmín de su sangre en sus mejillas, y sus ojos, antes para todos tan impíos, no pudieron ocultar el fuego del amor que de improviso, a traición, y sin que ella pudiera prevenirse, la había abrasado el alma.
Preguntó mi padre a algunos caballeros conocidos suyos que allí estaban, quién mi madre fuese, y destos principios vinieron a resultar muy pronto los fines de un casamiento y de una unión dichosa; pero turbada a poco por la orden que recibió mi padre, aun antes de los quince días de sus bodas, para partir con las galeras a Nápoles. Bien quería acompañarle mi madre; pero mi padre no quiso confiar a las instables ondas el tesoro de su ventura. Quedose, pues, mi madre casada y enamorada, y si no con el dolor de viuda, con las angustias de ausente; que las mujeres que bien aman, aunque yo de amores no entienda, tengo para mí que han de recelar y temer por todas partes una mudanza o un peligro que les roben su esposo, y a verle no vuelvan.
Pasaba el tiempo, y mi padre no volvía.
Teníale el rey empleado en sus galeras, y aunque menudeaban las cartas cuanto era posible, del afán de una carta esperada pasaba mi madre al del recibo de otra, y tanto más, que estaba en cinta de mí, y el tiempo pasaba, y temía mi madre que mi vida fuese para ella la muerte, y muriese sin volver a ver a su esposo.
¡Ay, señor mío, – dijo en llegando a este lugar doña Guiomar, y soltando con estas palabras un profundísimo suspiro, – que vamos acercándonos al triste suceso de la más nueva desventura que ingenio humano haya podido inventar para suspender el ánimo de sus lectores, con los no pensados y peregrinos casos de una novela! ¡Oh traiciones no adivinadas, oh desdichas no temidas, oh no merecidas tragedias!
Habéis de saber, señor mío, que mi madre, como esposa amante y mujer honrada, desde el punto en que mi padre partió hizo de su casa clausura, y de ella no salió ni para misa, que en un oratorio se la decían, ni recibió a amigos, ni aun en sus miradores dejose ver por acaso.
Ya en esta clausura, muriéronse la una tras la otra sus dos