Fiebre de amor (Dominique). Fromentin Eugène
en Trembles, tal como sabía ser en sociedad, es decir, un compañero amable de agradabilísima conversación y aparte, alguna que otra salida de la ordinaria reserva, nada reveló hasta qué punto el fastidio dominaba en su espíritu.
La señora de Bray se había impuesto la tarea de casarlo: quimérica empresa, pues nada era más difícil que llevarle a discutir razonablemente sobre tales ideas. Su respuesta ordinaria era que ya había pasado la edad en que uno se casa por inclinación, y que el matrimonio, como todos los actos capitales y peligrosos de la vida, reclama un gran impulso de entusiasmo.
– Es el más aleatorio de los juegos – decía, – que sólo tiene excusa por el valor, el número, el ardor y la sinceridad de las ilusiones que en él se ponen y que no resulta divertido más que cuando de una y otra parte se juega fuerte.
Y como causaba asombro verle encerrarse en Orsel abandonado a una inacción de la cual se lamentaban sus amigos, a esta observación, que no era nueva, replicaba:
– Cada uno procede según sus fuerzas.
Alguien dijo:
– Eso es prudencia.
– Puede ser – repuso D'Orsel. – En todo caso, nadie podría decir que sea una locura vivir tranquilamente en una finca propia y encontrarse a gusto.
– Eso depende… – dijo la señora de Bray.
– ¿De qué, señora?
– De la opinión que se tiene sobre los méritos de la soledad y sobre todo de la mayor o menor importancia que uno da a la familia – añadía ella mirando involuntariamente a sus hijos y a su marido.
– Ha de tenerse en cuenta – interrumpió Domingo, – que mi mujer considera cierta costumbre social, con frecuencia discutida por hombres de talento superior, como un caso de conciencia y un acto obligatorio. Pretende que el hombre no es libre e incurre en culpa cuando no procura labrar la dicha de alguien pudiendo hacerlo.
– Entonces, ¿nunca se casará usted? – insistió la señora de Bray.
– Es lo más probable – dijo D'Orsel en tono mucho más serio. – Son tantas las cosas que he debido hacer y no he hecho, con menos riesgos para otros y menos temores de mi parte… ¡Arriesgar la propia existencia no vale nada; comprometer la libertad es algo más grave; pero casarse y ser árbitro de la libertad y de la dicha de una mujer!.. Hace ya muchos años reflexioné sobre ese asunto y la conclusión fue que me abstendría.
La tarde misma en que mantuvo esta conversación, D'Orsel partió de Trembles a caballo y acompañado de un sirviente. La noche fue clara y fría.
– ¡Pobre Oliverio! – murmuró Domingo luego que le vio alejarse al galope corto de su caballo con dirección a Orsel.
Pocos días después llegó del castillo un correo que venía a escape y traía para Domingo una carta enlutada, cuya lectura le anonadó a pesar del gran dominio que tenía sobre sí mismo en materia de emociones.
Oliverio había sido víctima de un grave accidente. ¿De qué clase? No lo expresaba la carta, o Domingo tenía sus razones para no explicarlo más que a medias.
Sin perder momento mandó enganchar su carruaje, hizo venir al doctor rogándole que le acompañara, y aún no había pasado una hora desde la llegada del mensajero de la triste nueva, cuando de Bray y el médico partieron a toda prisa camino del castillo de Orsel.
Tardaron varios días en volver; ya a mediados de noviembre y de noche regresaron. El doctor, que fue el primero que me dio noticias del enfermo, se encerró en la más absoluta reserva como cumple a los hombres de su profesión. Sólo pude saber que la vida de Oliverio ya no corría peligro, que se había ausentado, que su convalecencia sería larga y exigiría su permanencia en país de clima cálido. Añadió el médico que el accidente sufrido por D'Orsel acarreaba el resultado de arrancar al incorregible solitario del espantoso aislamiento que se había impuesto en su castillo haciéndole cambiar de residencia, de aires y acaso de costumbres.
Encontré a Domingo muy abatido y la más viva expresión de pena se pintó en su rostro cuando me permití dirigirle algunas preguntas acerca de la salud de su amigo.
– Creo inútil engañarle a usted – me dijo. – Tarde o temprano será conocida la verdad de una catástrofe muy fácil de prever y, desgraciadamente, inevitable.
Y me entregó la carta misma de Oliverio.
»Mi querido Domingo: Es verdaderamente un muerto quien te escribe. Mi vida no servía para nadie – demasiado me lo han repetido, – y no podía menos de humillar a todos los que me aman. Es tiempo de acabar por mí mismo. Esta idea, que no data de ayer, volvió a mi mente el otro día al separarme de ti. La maduré por el camino, la encontré razonable, sin inconvenientes para ninguno, y el regreso a mi vivienda, de noche y en una tierra que tú conoces, no era, por cierto, distracción capaz de hacerme cambiar de propósito. Me faltó habilidad y sólo he logrado desfigurarme. No importa: he matado a Oliverio y ya le llegará su hora a lo poco que queda de él. Me marcho de Orsel y no volveré más. Nunca olvidaré que has sido, no mi mejor amigo, el único amigo. Eres la excusa de mi vida. Atestiguaros por ella. Adiós, sé feliz, y si alguna vez hablas a tu hijo de mí, sea para que a mí no se parezca.
Hacia mediodía comenzó a llover. Domingo se retiró a su gabinete y yo le seguí. Aquella semimuerte de un compañero de la juventud, del único antiguo amigo que le conocí, había reanimado amargamente ciertos recuerdos que sólo esperaban una circunstancia propicia para esparcirse. Yo no le pedí confidencias; fue él quien me las ofreció. Y como si no hiciera más que traducir en palabras las memorias cifradas que tenía a la vista, me refirió sin disfraces, pero no sin emoción, la historia siguiente:
III
Lo que de mí tengo que decirle es poca cosa, y podría reducirse a algunas palabras nada más: un campesino que se aleja un momento de su aldea, un escritor descontento de sí mismo que renuncia a la manía de escribir; y el techo de la casa nativa destacándose sobre el comienzo y el final de su historia. El prosaico desenlace que usted conoce, es lo mejor que resultará de mi historia en cuanto a moralidad y quizás lo más novelesco como aventura. Lo demás no es instructivo para nadie, y sólo sabría conmover mis recuerdos. No he tratado de hacer misterio, créame, pero hablo de ello lo menos posible por razones particulares que en nada se parecen al deseo de hacerme más interesante que lo que soy en realidad.
Varias personas están mezcladas en los hechos que voy a referirle: una es un amigo muy antiguo – difícil de definir y todavía más difícil de juzgar sin amargura, – del cual acaba usted de leer la carta de despedida y de luto. Jamás se explicó acerca de una existencia que no pudo agradarle. Mezclarle en estas confidencias es casi rehabilitarle. Otra, no tengo porque referirme a ella poniendo discreción en mis palabras; figura en situaciones que hacen de él un hombre público; o le conoce usted o probablemente llegará a conocerle, y no creo disminuir en lo más mínimo sus méritos revelándole a usted la modestia de su linaje. En cuanto a la tercera persona, cuyo contacto ejerció vivísima influencia en mi juventud, está colocada ahora en condiciones de seguridad, de dicha y de olvido capaces de imposibilitar toda comparación entre los recuerdos del que de ella le hablará y los suyos.
Puede decirse que no tuve familia; menester ha sido que mis hijos me dieran medios para apreciar la dulzura, la firmeza que caracterizan a los vínculos que me faltaron cuando yo era niño como ellos. Mi madre apenas tuvo fuerzas para amamantarme y murió. Mi padre vivió algunos años más que ella; pero en tan mísero estado de salud, que dejé de sentir el influjo de su presencia muchos años antes de perderle. Su muerte es un hecho que para mí se produjo en puridad mucho antes de su fallecimiento. Realmente, pues, no conocí a la una ni al otro, y el día que me quedé solo llevando luto por mi padre, no aprecié ningún cambio que me hiciera sufrir. La palabra huérfano, que oía repetir en torno mío, como expresión de desventura, tenía para mí un sentido muy vago: viendo que las personas dedicadas a mi servicio me compadecían, llorando, me daba cuenta de que era digno