Dramas. Уильям Шекспир
y voto formal de no darlo, perderlo ni venderlo.
Pretexto fútil, que sirve á muchos para negar lo que se les pide. Aunque vuestra mujer fuera loca, me parece imposible que eternamente le durara el enojo por un anillo, mucho más sabiendo la ocasion de este regalo. Adios.
(Se van Pórcia y Nerissa.)
Basanio, dale el anillo, que tanto como la promesa hecha á tu mujer valen mi amistad y el servicio que nos ha prestado.
Corre, Graciano, alcánzale, dale esta sortija, y si puedes, llévale á casa de Antonio. No te detengas.
(Vase Graciano.)
Dirijámonos hácia tu casa, y mañana al amanecer volaremos á Belmonte. En marcha, Antonio.
ESCENA II
Averigua la casa del judío, y hazle firmar en seguida esta acta. Esta noche nos vamos, y llegaremos así un dia antes que nuestros maridos. ¡Cuánto me agradecerá Lorenzo la escritura que le llevo!
Grande ha sido mi fortuna en alcanzaros. Al fin, despues de haberlo pensado bien, mi amo el señor Basanio os manda esta sortija, y os convida á comer hoy.
No es posible. Pero acepto con gusto la sortija. Decídselo así, y enseñad á este criado mio la casa de Sylock.
Así lo haré.
Señor, oidme un instante. (A Pórcia.) Quiero ver si mi esposo me da el anillo que juró conservar siempre.
De seguro lo conseguirás. Luego nos harán mil juramentos de que á hombres y no á mujeres entregaron sus anillos, pero nosotras les desmentiremos, y si juran, juraremos más que ellos. No te detengas, te espero donde sabes.
Ven, mancebo, enséñame la casa.
ACTO V
ESCENA PRIMERA
¡Qué hermosa y despejada brilla la luna! Sin duda en una noche como esta en que el céfiro besaba mansamente las hojas de los árboles, escaló el amante Troilo las murallas de Troya, volando su alma hácia las tiendas griegas donde aquella noche reposaba Créssida.
Y, en otra noche como esta, Tisbe, con temerosos pasos, fué marchando sobre la mojada yerba, y viendo la espantosa sombra del leon, se quedó aterrada.
Y en otra noche como esta, la reina Dido, armada su diestra con una vara de sauce, bajó á la ribera del mar, y llamó hácia Cartago al fugitivo Eneas.
En otra noche así, fué cogiendo Medea las mágicas yerbas con que rejuveneció al viejo Eson.
Y en otra noche por el mismo estilo, abandonó Jéssica la casa del rico judío de Venecia, y con su amante huyó á Belmonte.
En aquella noche juró Lorenzo que la amaba con amor constante, y la engañó con mil falsos juramentos.
En aquella noche, Jéssica, tan pérfida como hermosa, ofendió á su amante, y él le perdonó la ofensa.
No me vencerias en esta contienda, si estuviéramos solos; pero viene gente.
(Sale Estéfano.)
¿Quién viene en el silencio de la noche?
Un amigo.
¿Quién? Decid vuestro nombre.
Soy Estéfano. Vengo á deciros que, antes que apunte el alba, llegará mi señora á Belmonte. Ha venido arrodillándose y haciendo oracion al pié de cada cruz que hallaba en el camino, para que fuese feliz su vida conyugal.
¿Quién viene con ella?
Un venerable ermitaño y su doncella. Dime, ¿ha vuelto el amo?
Todavía no, ni hay noticia suya. Vamos á casa, amiga, á hacer los preparativos para recibir al ama como ella merece.
(Sale Lanzarote.)
¡Hola, ea!
¿Quién?
¿Habeis visto á Lorenzo ó á la mujer de Lorenzo?
No grites. Aquí estamos.
¿Dónde?
Aquí.
Decidle que aquí viene un nuncio de su amo, cargado de buenas noticias. Mi amo llegará al amanecer.
(Se va.)
Vamos á casa, amada mia, á esperarlos. ¿Pero ya para qué es entrar? Estéfano, te suplico que vayas á anunciar la venida del ama, y mandes á los músicos salir al jardin.
(Se va Estéfano.)
¡Qué mansamente resbalan los rayos de la luna sobre el césped! Recostémonos en él: prestemos atento oido á esa música suavísima, compañera de la soledad y del silencio. Siéntate, Jéssica: mira la bóveda celeste tachonada de astros de oro. Ni áun el más pequeño deja de imitar en su armonioso movimiento el canto de los ángeles, uniendo su voz al coro de los querubines. Tal es la armonía de los séres inmortales; pero mientras nuestro espíritu está preso en esta oscura cárcel, no la entiende ni percibe.
(Salen los músicos.)
Tañed las cuerdas, despertad á Diana con un himno, halagad los oidos de vuestra señora y conducidla á su casa entre música.
Nunca me alegran los sones de la música.
Es porque se conmueve tu alma. Mira en el campo una manada de alegres novillos ó de ardientes y cerriles potros: míralos correr, agitarse, mugir, relinchar. Pero en llegando á sus oidos son de clarin ó ecos de música, míralos inmóviles, mostrando dulzura en sus miradas, como rendidos y dominados por la armonía. Por eso dicen los poetas que el tracio Orfeo arrastraba en pos de sí árboles, rios y fieras: porque nada hay tan duro, feroz y selvático que resista al poder de la música. El hombre que no siente ningun género de armonía, es capaz de todo engaño y alevosía, fraude y rapiña; los instintos de su alma son tan oscuros como la noche, tan lóbregos como el Tártaro. ¡Ay de quién se fie de él! Oye, Jéssica.
(Salen Pórcia y Nerissa.)
En mi sala hay luz. ¡Cuán lejos llegan sus rayos! Así es el resplandor de una obra buena en este perverso mundo.
No hemos visto la luz, al brillar los rayos de la luna.
Así oscurece á una gloria menor, otra más resplandeciente. Así brilla el ministro hasta que aparece el monarca, pero entonces desaparece su pompa, como se pierde en el mar un arroyo. ¿No oyes música?
Debe de ser en tu puerta.
Suena áun más agradable que de dia.
Efecto del silencio, señora.
El cantar del cuervo es tan dulce como el de la alondra, cuando no atendemos á ninguno de los dos, y de seguro que si el ruiseñor cantara de dia, cuando graznan los patos, nadie le tendria por tan buen cantor. ¡Cuánta perfeccion tienen las